En ese sentido, y por encima de todo, quiero advertir que
Inés y la alegría
es, de principio a fin, una novela, y por tanto, en ningún caso un libro de historia. Los fragmentos de no ficción pertenecen a una obra de ficción, y mi intención nunca ha sido, ni será, arrogarme la menor autoridad sobre este tema. Si he optado por extraer la trama histórico-política del cuerpo central del libro —un recurso que seguramente volveré a utilizar, por razones semejantes, en el cuarto y en el sexto de mis «Episodios…»—, es porque hoy nadie sabe nada de la invasión. Por una parte, narrativamente resultaba insostenible que dos militantes de a pie, como Inés y Galán, tuvieran acceso a una información secreta, y generada en ambientes tan ajenos a sus vidas. Pero, por otra, ningún lector contemporáneo habría podido entenderles, ni entender su historia, si no hubiera estado al corriente de la coyuntura histórica y la trama política que alentaron tras las operaciones del ejército de la Unión Nacional.
Es rigurosamente cierto que el 19 de octubre de 1944, cuatro mil hombres que formaban parte de aquel ejército cruzaron los Pirineos e invadieron el valle de Arán, así como que otros cuatro mil habían ido pasando desde finales de septiembre por otros puntos de la frontera, en una maniobra de distracción que tuvo éxito, porque impidió al ejército de Franco concentrar tropas en ningún paso fronterizo concreto. En general, las operaciones, incluida la lentitud de reflejos del gobierno de Madrid, sucedieron como se cuentan aquí. Sin embargo, a pesar de que Bosost fue en realidad el pueblo donde se estableció el puesto de mando de la invasión, todos los habitantes del cuartel general que ha conocido el lector son invención mía.
Algo parecido ocurre con los episodios que sitúan a Galán y a Comprendes en el sur de Francia durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque ellos dos no estuvieran allí, los guerrilleros de la AGE (Agrupación de Guerrilleros Españoles), inserta en las FFI (Fuerzas Francesas del Interior), se enfrentaron muchas veces con la resistencia de los alemanes a quienes habían derrotado, pero que no querían rendirse oficialmente a los
rotspaniers
, como llamaban a los rojos españoles. Aquellas crisis se resolvieron de diversas maneras, entre las que yo he escogido la más expeditiva. Y en la realidad, en los desfiles de Liberación, había banderas tricolores y se escuchaba el
Himno de Riego
.
Yo me he inventado el nombre de guerra de Galán, pero entre los jefes de la AGE, más de uno obligaba a sus hombres a lavarse, a arreglarse el uniforme y cortarse el pelo, para entrar en los pueblos que liberaban desfilando en perfecta formación. Seguían el ejemplo que José del Barrio, jefe del XVIII Cuerpo del Ejército Popular de la República, dio en la frontera franco-española en febrero de 1939, mientras el general Jurado, tal y como cuenta el general Cordón en sus memorias, sólo sabía repetir «somos unos cabrones, unos cabrones, somos unos cabrones». Mientras tanto, un fotógrafo extranjero hizo la que quizás es la foto más cruel de la derrota, al captar la imagen de una mujer exhausta, amamantando a su hijo con un pecho vacío, que
París Match
se apresuró a publicar en su portada. El nombre de Comprendes también es auténtico. Corresponde a un guerrillero real, cuyo apodo se hizo tan popular que los historiadores cuyas obras he podido consultar lo identifican siempre por ese apodo, sin añadir nunca ni su nombre, ni sus apellidos.
De la misma manera, los episodios de la invasión reflejan acontecimientos reales. La ocupación del primer pueblo se ajusta casi escrupulosamente al relato que un guerrillero —Carlos Guijarro Feijóo, cuyo testimonio me sigue resultando imprescindible de libro en libro— me hizo en persona de la ocupación de un pueblo de Huesca, llamado La Espuña. El episodio del destacamento penal y la subsiguiente huida de los presos, también es auténtico —aunque sucedió en una fecha y un escenario distinto a los que yo he escogido—, así como la captura de un oficial del estado mayor de García Valiño, y la mayoritaria hostilidad de la población civil en los pueblos ocupados.
La batalla de Vilamós, a cambio, me la he inventado yo. No he encontrado ningún relato de la ocupación de este pueblo y me he permitido escogerlo por razones de verosimilitud. Está lo suficientemente cerca de Bosost como para albergar los hechos que necesitaba contar, y no figura entre las poblaciones cuya toma se detalla en los libros, lo que le convierte en algo parecido a un territorio virgen. Los pocos historiadores que se han ocupado de la invasión de Arán se habrán dado cuenta de que, más allá de los frutos de mi imaginación, las características de esta batalla ficticia son muy parecidas a las que la toma de Es Bordes tuvo en la realidad. Allí, los defensores también se hicieron fuertes en el campanario de la iglesia, y los guerrilleros tuvieron un número de bajas muy elevado, que empañó su alegría por una victoria más importante que la que logra Galán en esta novela.
Sin embargo, y aunque hubiera dado casi cualquier cosa por haber sido capaz de crear un argumento tan fascinante, ninguno de los elementos que integran la abrumadora trama política que se desarrolla en los capítulos titulados entre paréntesis proviene de mi fantasía. Los acontecimientos que se narran en ellos, desde el amor de Dolores Ibárruri por Francisco Antón, hasta el complejo itinerario sentimental de Carmen de Pedro y su boda con Agustín Zoroa, sucedieron en la realidad, en las mismas fechas y lugares que aquí se citan. Para contarlos, he procurado mantener el mismo equilibrio entre lealtad y libertad que en el resto del libro, aunque me he visto obligada a interpretar en mayor medida, dada la pudorosa naturaleza del velo que, por diversas razones, todas las cuales se apuntan en la novela, el PCE ha corrido sobre los acontecimientos de Arán y la trayectoria de sus actores principales, un pudor que la historiografía española en general ha respetado hasta ahora. Pero Jesús Monzón, para lo bueno y para lo malo, con su descomunal talento, su no menos descomunal ambición, su coraje y su capacidad para levantar lo que Pasionaria elogió, literalmente, como «un hermoso partido» al volver a Francia en 1945, existió, y debió de ser en la realidad un hombre tan irresistible como el que aparece en estas páginas.
Como norma general, todos los personajes históricos que intervienen en la acción con su nombre y sus apellidos, desde los más circunstanciales, como Vicente López Tovar, Gustavo Duran, Sir Samuel Hoare, Manuel Azcárate, los hermanos Valledor, Fermín, Paco el Catalán, Cristino García Granda o el propio Stalin, hasta los más directamente implicados en el argumento, como Dolores, Monzón, Antón, Zoroa, Carmen de Pedro o Santiago Carrillo, estuvieron en realidad en el lugar donde aparecen y en la fecha en la que se les cita en la novela, actuando en el mismo sentido que aquí se les atribuye. Y aunque Casa Inés nunca existió, Picasso fue a Toulouse a comer con Pasionaria en la celebración de su cincuenta cumpleaños. No tengo ni idea de si, en aquella fecha, alguien le regaló bombones, pero sé a cambio que don Juan Negrín y el general Riquelme estuvieron dispuestos a presidir un gobierno provisional republicano en Viella, en nombre de la Unión Nacional Española.
La invasión del valle de Arán, tan inexistente para la inmensa mayor parte de los ciudadanos españoles en 1944 como ahora mismo, permanece casi igual de ausente en la bibliografía que está al alcance de cualquier lector.
Compleja y contradictoria hasta en sus interpretaciones, las únicas monografías que existen sobre esta campaña, como
La invasión de los maquis
, de Daniel Arasa, o
Hasta su total aniquilación
, de Fernando Martínez de Baños, relatan los hechos desde una objetividad aparente que, al excluir el componente ideológico y, por qué no decirlo, patriótico, que empujó a los hombres de la UNE, sin cuestionar en ningún momento la legitimidad del régimen franquista, resulta no serlo tanto. Más útiles para comprender las auténticas razones de la invasión, me han resultado los relatos parciales de dos historiadores especializados en la guerrilla. Me refiero, una vez más, a mi imprescindible amigo Secundino Serrano, en
La última gesta. Los republicanos que vencieron a Hitler
, y a Francisco Moreno Gómez, en
La resistencia armada contra Franco. Tragedia del maquis y la guerrilla
.
Derrotas y esperanzas
, el primer tomo de las memorias de Manuel Azcárate y el libro donde supe de la invasión de Arán por primera vez, ha estado encima de mi mesa, lleno de picos doblados y pegatinas de colores, durante todo el tiempo que he invertido en la historia de Inés. Él, que habría sido quien mejor podría haber contado lo que pasó, porque lo vivió en primera persona, se calla casi más de lo que dice, aunque no existe ninguna otra fuente tan autorizada para reconstruir los trabajos y los placeres de Jesús Monzón y Carmen de Pedro en la Francia ocupada. Hasta el punto de que la descripción de Carmen que aparece en esta novela, y que coincidirá a la fuerza con la que pueda hacer cualquier otro autor contemporáneo en cualquier otra obra, proviene de sus recuerdos. Después de haber buscado afanosamente un retrato suyo en todos los lugares que estaban a mi alcance, decidí recurrir a la ayuda de personas más sabias que yo. Pero ni Fernando Hernández Sánchez, el historiador a quien se considera actualmente la máxima autoridad acerca de la historia del PCE en la guerra civil porque, entre otras cosas, se sabe su archivo de memoria, ni María José Berrocal, documentalista que, desde hace algún tiempo, trabaja en la catalogación de los fondos del Archivo General de la Administración, donde se custodian, entre una infinidad de documentos, las fichas policiales acumuladas a lo largo de cuarenta años de dictadura, han conseguido ver jamás una sola foto de Carmen de Pedro.
El libro de Manuel Martorell,
Jesús Monzón, el líder comunista olvidado por la historia
, en el que tampoco aparece ninguna foto de Carmen, me ha resultado fundamental, aunque mi versión de Jesús difiera, en algunos aspectos hasta considerablemente, de la suya. Al margen de esas discrepancias, algunos datos concretos, como las circunstancias específicas de su detención, o su relación con Aurora Gómez Urrutia, habrían sido inalcanzables para mí si no hubiera leído este libro, con cuyo autor he contraído una eterna deuda de gratitud.
Respecto a la actuación de Monzón en el interior, he podido consultar un relato breve, pero muy interesante, en
Madrid clandestino. La reestructuración del PCE, 1939-1945
, de Carlos Fernández Rodríguez, un libro casi clandestino en sí mismo por su distribución, que sólo pude leer gracias a que mi amiga Carmen Domingo me regaló su ejemplar.
La información acerca de la febril actividad diplomática que se desarrolló en Madrid durante la Segunda Guerra Mundial, proviene, una vez más, de otro de mis «clásicos»,
La División Azul. Sangre española en Rusia
, del profesor Xavier Moreno Julia. Sin embargo, sólo he descubierto la sorprendente noticia del memorándum que Hoare envió al Foreign Office el 16 de octubre de 1944, en
Papá espía
, de Jimmy Burns Marañón, hijo de Tom Burns, estrecho colaborador de Hoare durante la Segunda Guerra Mundial. Y en lo que respecta a otro padre, el de Francisco Franco, fue el poeta Ángel González quien una noche, hace ya muchos años, me comentó que el dramaturgo Jaime Salom, que había crecido muy cerca de la casa madrileña de don Nicolás, se había dedicado durante años a recopilar información entre los vecinos. Su memoria es la fuente primaria de todos los relatos de este extraordinario personaje, que algunos libros, no muchos, han llegado a proponer.
En esta novela hay una infinidad de pequeños detalles extraídos de muchas obras diferentes, pero uno es digno de mención. Después de buscar la fecha exacta del proceso que apartó a Francisco Antón de la dirección del PCE en todos los libros donde recordaba haber leído acerca del tema, cuando ya no esperaba encontrarla, me topé con ella en la cronología del libro que Santiago Carrillo escribió recientemente sobre Pasionaria. Antón se encuentra citado con frecuencia en el texto, pero nunca como pareja de su protagonista, y tampoco aparece en ninguna foto, aunque hay una a toda página de Julián Ruiz. Sin embargo, en la cronología que figura como apéndice, entre las fechas clave de la vida de Dolores, se hace constar la caída política de Antón, que se apunta a finales de 1952 y se consuma a principios de 1953. Se podría pensar que es un acto fallido, una estratagema de la zona oculta de la memoria del autor. Pero también es un rasgo de lealtad a la verdad que Pasionaria quiso proyectar sobre sí misma, y a la verdad del amor que la traspasó en realidad.
Inés y la alegría
es una novela sobre la invasión del valle de Arán, escrita desde el punto de vista de los hombres que, en el mes de octubre de 1944, cruzaron los Pirineos para liberar a su país de una dictadura fascista. No sabían qué intereses, qué cálculos y ambiciones personales se entrecruzaban con su destino, pero nunca dudaron de cuál era su objetivo.
Podría haber escogido otras perspectivas igual de interesantes, como la de Monzón, que tenía su parte de razón, o la del Buró Político del PCE, que tenía la parte de razón que a Monzón le faltaba, pero ninguna otra habría sido tan justa.
Ninguna, tampoco, habría podido llegar a emocionarme tanto.
Almudena Grandes Madrid, mayo de 2010