—Que me oigan —volvió a mirarme y asintió con la cabeza—, no me importa. Lo que digo es la verdad. Yo he cruzado el infierno para llegar hasta aquí, pero tú no tienes derecho a hablar así, a pensar así, tú no, ¿te enteras? Ninguno de vosotros tiene derecho a rendirse, eso lo primero.
—Yo podría… —contarte una historia muy parecida, Inés, eso iba a decir, pero no dije nada.
Avancé un paso, dos, llegué hasta ella. Le aparté un mechón de pelo que tenía suelto sobre la frente, y se lo coloqué con cuidado detrás de la oreja. Con el mismo dedo, le acaricié la cara, el cuello, intenté adivinar cómo reaccionaría, qué respondería si yo le hablara de mis propias humillaciones, de mis cárceles, de mis cicatrices. Pero no tenía sentido que nos enzarzáramos en una competición sobre lo peor, y además, los dos sabíamos que ella tenía razón. Todo lo malo que a nosotros hubiera podido sucedemos fuera, dentro habría sido peor. La hostilidad, la inclemencia, la crueldad de los campos extranjeros, nunca habría podido llegar a ser tan intensa, tan refinada, como la venganza de nuestros compatriotas. Inés pareció leerlo en mis ojos, porque atrapó el dedo con el que la acariciaba, mi mano entera, y la mantuvo entre las suyas mientras terminaba de hablar.
—España está llena de gente como yo, Galán. Gente que habría dado cualquier cosa, media vida, por salir de aquí en el 39, y que tuvo que quedarse para abarrotar las cárceles, para escuchar sus sentencias de muerte, para dormir durante treinta años en una baldosa y media de suelo sucio, con el cuerpo lleno de heridas gangrenadas, comidas por la sarna. ¿Y cómo quieres que estén? Pues muertos de miedo, claro. ¿Cómo no van a tener miedo, si les han pegado tanto que ya no se acuerdan ni de quiénes son? Pero otros están de pie, siguen estando de pie y os están esperando —apretó mi mano, y adiviné que no estaba muy segura de que fuera a gustarme lo que me iba a decir—. Yo os he estado esperando durante cinco años, así que a mí no me preguntes para qué has venido. Si no lo sabes, lo mejor que puedes hacer es volver a marcharte.
La miré y no dije nada, pero ella supo leer en mis ojos. Estábamos tan cerca que no tuvo que mover los pies para dejarse caer sobre mí, pero no me abrazó hasta que sintió mis brazos alrededor de su cuerpo.
—Lo siento —murmuró entonces—. Lo siento, de verdad —y parecía a punto de echarse a llorar—. No sé por qué te he dicho todas esas cosas, ni siquiera lo entiendo, no debería haberte hablado así, tú no te lo mereces, yo sólo quería que comprendieras… Lo siento, perdóname.
—No pasa nada —apreté mi cabeza contra la suya y la mecí como si fuera un bebé—. No tienes por qué pedir perdón. No me has ofendido, Inés.
Seguimos así, quietos y abrazados, hasta que el último de nuestros espectadores entró en la casa. Sólo después la besé. En aquel momento, me sentí muy orgulloso de Inés. Ella volvió a estar a la altura de mi orgullo.
—Lo que he dicho antes no era una frase hecha —y separó su cabeza de la mía para mirarme—. Yo sé mejor que nadie que has hecho lo que tenías que hacer. Porque yo estaba muerta y ahora estoy viva, Galán.
A las dos y media de la mañana, ya me había convencido de que el ejercicio de moral revolucionaria al que me había entregado en las últimas horas me convenía mucho más que seguir fracasado, solo, en paz, y sentado en un banco. Cuando anuncié que estaba a punto de morirme de hambre, Inés también se puso muy contenta. «Lo he dejado todo preparado, no te muevas, —me dijo—, no tardo nada», y fue verdad. Diez minutos después, subió con una bandeja, una botella de vino, media hogaza de pan y una fuente con huevos y patatas fritas, acompañados por una carne rojiza y tierna, sabrosa y especiada, que al principio no supe identificar.
Mientras la masticaba, aquel sabor me fue devolviendo a mi infancia, a algunas mañanas de invierno y fiesta en las que los niños no íbamos a la escuela, aunque no vinieran marcadas en rojo en los calendarios. Al saborear el último bocado, cerré los ojos y sentí las manos de mi madre, húmedas y heladas de agua del río, acariciándome la cara. Cuando volví a abrirlos, Inés estaba arrodillada sobre la cama, mi guerrera abierta, sus pezones erizados por el frío, las piernas desnudas, los pies embutidos a cambio en unos calcetines gruesos, de lana. Me miraba como si esperara una respuesta muy importante, y no pude resistirme a la incestuosa perfección de aquel momento.
—No me digas que has hecho matanza… —murmuré, y se echó a reír.
—Bueno, no exactamente —hizo una pausa y negó con la cabeza, como si ni siquiera ella misma pudiera creer en lo que iba a decir—. Pero sí he comprado un cerdo.
—¡Un cerdo! —dejé la bandeja en el suelo para enroscarme alrededor de su cuerpo y apoyar mi cabeza en su regazo—. ¿De verdad has comprado un cerdo? ¿Entero?
—Y verdadero —ella se inclinó hacia delante, apartó mi cabeza de su vientre, me peinó con los dedos, se retorció hasta que logró llegar a mis labios con los suyos—. Me lo ha encontrado la novia del Bocas, la prima de Montse, sabes, ¿no?
—Un cerdo —volví a decir, pero ni así acabé de creérmelo—. Has comprado un cerdo.
—Sí, no sé… Me ha parecido buena idea.
—Lo es —entonces logré sonreír, me incorporé, la arrastré conmigo debajo de las sábanas—. Es una idea extraordinaria.
Y me faltó valor para decirle que lo más extraordinario de todo era su fe, su confianza en que íbamos a permanecer en España, en Arán, en aquella casa, el tiempo suficiente para comernos un cerdo entero. Pero quizás más extraordinario aún fue que, a pesar de todo, y sobre todo de la imagen de los presos que huían monte arriba, impresa en un rincón de mi memoria del que nada ni nadie podría desalojarla jamás, Inés consiguiera ponerme de buen humor. A la mañana siguiente volví a encontrarme bien, y celebré tanto como los demás la ausencia del Zurdo.
—¡Joder con el responsable! —protestó el Sacristán—. No, si al final, el único que no se va a estrenar aquí soy yo…
—Con lo guapo que eres —añadió Tijeras.
—Sobre todo eso, ¿comprendes? —y aquel fue el momento que escogió el Lobo para derivar la conversación hacia un final imprevisto.
—Le voy a dejar aquí, al mando, porque hoy no se podrá contar con él para nada… —asintió con la cabeza, como si quisiera darse la razón a sí mismo, y luego miró al Pasiego, por fin a mí—. Vosotros venís conmigo. Vamos a ir a Viella, a echar un vistazo.
La expresión deliberadamente coloquial que nuestro jefe había escogido no aligeró la repentina gravedad que nos mantuvo a todos quietos y en silencio hasta que el Zurdo entró por la puerta. Después, mientras bromeábamos y nos reíamos todos juntos, cada uno siguió pensando por su cuenta y nadie se atrevió a compartir sus pensamientos con los demás. Yo volví a ver a un centenar de hombres huyendo a trompicones por una ladera pero, como si mi cabeza fuera una balanza, compensé esa imagen con la de un cerdo abierto en canal, desangrándose lentamente. La hora de la verdad había llegado, y lo que se decidiera aquella mañana, decidiría todo lo demás.
Ocupar Viella no sería fácil. Requeriría una auténtica batalla, pero eso era lo de menos. La derrota resultaría insoportable. La victoria, por más que la deseáramos con todas nuestras fuerzas, abriría un paréntesis de incertidumbre, una tensión larga, peligrosa, que deberíamos aprender a soportar. Franco no iba a dejarse arrebatar España, su ejército no permanecería indiferente a nuestra presencia durante más tiempo. Mientras los aliados celebraran reuniones, tendríamos que volver a resistir, y éramos expertos en resistencias, pero nuestra experiencia no iba a ponernos las cosas más fáciles. Sin embargo, si lográbamos entrar en la ciudad, abrir sus puertas a un gobierno provisional, el fracaso del destacamento penal no volvería a atormentarme, y el cerdo de Inés dejaría de ser una extravagancia.
Mientras pensaba en todo esto, vi que Comprendes se levantaba, que salía a la calle, que al otro lado de la puerta estaba el Piñón, pero no les presté atención. Estaba más pendiente de ella, de sus propios cálculos, la súbita preocupación que ablandó los rasgos de su cara cuando se sentó sobre mis rodillas para mirarme como si nunca antes se le hubiera ocurrido pensar que yo era un soldado, que podía morir en cualquier momento. Le pregunté qué le pasaba y no me quiso contestar, pero siguió balanceándose encima de mí, colgada de mi cuello como una niña asustada. Sus mimos eran ahora tan sinceros como calculados habían sido los de la noche anterior. Entonces, Comprendes llamó al Lobo, el Lobo salió fuera, le vi hablar con el Piñón por la ventana, pero seguí disfrutando de Inés, de su habilidad para ser muchas mujeres distintas en una sola.
Aquella misma tarde, después de comer unas judías blancas que no se parecían a una fabada pero estaban casi igual de ricas, llegué a creer que aquel prodigio tenía una explicación muy sencilla. Inés era una traidora y yo un pardillo, un tonto fácil de engañar. Ella sabía darme lo que necesitaba en cada momento porque estaba entrenada para fingir, y yo sólo tenía que abrir la boca para que se me cayera la baba por las comisuras. El Lobo no tenía nada contra ella, ni falta que le hacía. Él era comunista, como yo, como Comprendes, como el Piñón. La sospecha formaba parte de nuestra condición, de nuestra naturaleza, tanto como la virtud de la paciencia, y mucho más que la tarea de comprender una realidad que a menudo se escapaba de nuestros ojos desenfocados, empañados por los reflejos de esa lente metódica, universal, que deformaba todas las cosas.
Inés me gustaba mucho, me gustaba tanto que ni siquiera sabía explicarlo. Precisamente por eso, mis argumentos para defenderla se agotaron muy pronto. Para llegar a ser un buen desconfiado, es preciso aprender a sospechar sobre todo de lo bueno, siempre antes de lo mejor que de lo peor, y yo no fui capaz de pararme a pensar, a razonar en voz alta. Ni siquiera se me ocurrió preguntar dónde estaban los que nos la habían metido dentro, de qué les había servido, si ni siquiera había podido abrirles la puerta del gabinete. La noche anterior, me habían faltado fuerzas, ánimo, para interpretar el papel risueño y paciente que se esperaba de mí. Aquella tarde, después de comer, me sobró a cambio entereza para condenarla, sin pruebas ni falta que me hacían. Después, cuando tuve que cargar con esa culpa, intenté defenderme ante mí mismo y no tuve mucho éxito, ni siquiera conmigo mismo. Pero quizás fuera cierto, al menos parcialmente cierto, que me vengué en Inés de la decepción de aquella mañana. Quizás, todos nos vengamos en ella de la trampa en la que habíamos quedado atrapados.
Teníamos Viella al alcance de la mano. Cuando nos bajamos del camión en un recodo de la carretera, mientras caminábamos hasta el mirador sobre el que llamaba la atención una vieja señal de tráfico, la chapa oxidada sobre la que apenas se distinguía el símbolo de las vistas panorámicas, la ciudad estaba tan cerca que casi daba vértigo mirarla. Me acerqué a la barandilla, contemplé a distancia las casas, los coches, las figuritas animadas que cruzaban las calles y las plazas, y por primera vez de forma consciente, desde que crucé la frontera, pensé en el glorioso futuro que esperaba a Monzón. Ahí está, Jesús, me dije, aquí estamos. Y sonreí, porque en aquel momento todo parecía muy fácil.
El Lobo había subido con Flores hasta una plataforma excavada en la roca, a la que se accedía por unos escalones resbaladizos, muy estrechos. Cuando llegaron los oficiales del sector sur, nos pidió que nos acercáramos y le tendió sus prismáticos a Romesco, que aquella mañana, para volver a ver su pueblo, aunque fuera de lejos, se había lavado y peinado con colonia, como si fuera a una boda. Las manos le temblaban cuando se llevó las lentes a los ojos, y tardó un rato en arrancar a hablar.
—Está todo muy tranquilo, mi coronel —carraspeó para que su voz se asentara en su tono de siempre, mientras movía la cabeza para orientarse en un panorama que conocía de sobra—. Estoy viendo el cuartel, la comandancia de la Guardia Civil… En la calle no hay tropas. Tampoco veo fortificaciones nuevas, parapetos…
—¿Hay tiradores en las alturas?
—Desde aquí no veo ninguno, mi coronel. Lo que veo… —su voz se derrumbó y volvió a recobrarse en un instante—. No. Nada.
Siguió mirando hacia la ciudad en silencio y el Lobo se acercó a él, frunció el ceño, le tocó en el brazo.
—¿Qué has visto, Romesco?
—Pues es que, me ha dado la impresión… —se separó los prismáticos de la cara y la voz le tembló más que las manos—. Creo que he visto a mi abuela, mi coronel, tendiendo ropa en el balcón de su casa, pero, claro, eso no es importante, así que…
El Lobo asintió con la cabeza y todos sonreímos a la vez, como si la abuela de Romesco no fuera una mujer, sino una válvula capaz de aligerar nuestra impaciencia.
—¿Algo más?
—Bueno, sí, que es día de mercado. En la plaza de abajo estoy viendo los puestos, las mujeres comprando con sus cestas…
—¿En serio? —Romesco asintió con la cabeza y el coronel extendió la mano derecha en el aire—. A ver, trae aquí.
Durante unos segundos, todos los hombres de aquel promontorio parecimos contagiarnos a la vez de la naturaleza rocosa, inerte, del suelo que pisábamos. El Pasiego, que acababa de liarse un cigarrillo, lo sostuvo entre dos dedos de la mano izquierda, el chisquero en la derecha, como si se hubiera congelado o estuviera posando para un escultor, o ambas cosas a la vez. Tenía los ojos fijos en el Lobo, el aliento suspendido en su veredicto, igual que el mío, el de los demás. Los signos externos de la vida, la acción, el movimiento, se habían detenido en todos nosotros a la vez, porque Romesco había dicho una palabra que sonaba igual que un grito. ¡Al ataque!
Esta misma tarde, Lobo, le rogué con los labios cerrados. Hoy, mejor que mañana, porque no hay tropas en la calle, porque están desprevenidos, porque ni siquiera han tenido la precaución de suspender el mercado semanal. Esta misma tarde, pero él seguía mirando por los prismáticos, mucho más sereno de lo que debería estar, como si no supiera que nosotros no éramos troyanos, que los fascistas no nos esperaban escondidos dentro de un caballo. Hay mercado, repetía para mí y le gritaba a él con los labios sellados, congelados por los nervios y el asombro. Hay mercado, coño, mercado, ¿sabes lo que significa eso? Ni siquiera les preocupa controlar las calles, despejarlas de civiles, impedir que entren y salgan furgonetas. Esta tarde, Lobo, y me entretuve en calcular los tiempos, en distribuir nuestras fuerzas, en hacer mi parte del trabajo. Hoy, mejor que mañana…