Inés y la alegría (59 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Voy a llevarle unas magdalenas a los niños. Pon tú la mesa, ¿quieres?

Podría haber tardado menos de cinco minutos, pero hice el camino de ida muy despacio, me entretuve un rato hablando con ellos, los invité a desayunar al día siguiente, y aún tardé más tiempo en volver, pero a las nueve y veinte no habían llegado todavía.

—Si les hubiera pasado algo, a estas horas lo sabríamos ya —el Lobo parecía muy seguro de lo que decía, pero no le creí, no conseguí creerle.

Todos estaban sentados a la mesa y tenían hambre, pero en aquel momento eso me daba lo mismo. Y sin embargo, logré volver a la cocina, freír los filetes que quedaban, darle a Montse las tortillas que habíamos hecho, una fuente de croquetas, la
esqueixada
, y terminar la sopa, cuajar los huevos, probarla, servirla con cuidado mientras calentaba los pimientos a fuego lento, y en cada fracción de segundo pensaba lo mismo, «ya, ahora mismo vendrán, voy a contar hasta tres, uno, dos, tres, pero ya, antes de que llene este plato, antes de que llene este otro, antes de que hierva la salsa, voy a contar hasta diez, uno, dos, tres, cuatro, cinco, y habrán vuelto, seis, siete, ocho, nueve, ahora, ya, están a punto de entrar por la puerta, diez, voy a contar otra vez, uno, dos, tres…». Todo eso hice, tantas veces conté, tantos platos serví, y no llegaron.

A las diez y cuarto, dejé las naranjas en el centro de la mesa, cogí una manta, un paquete de tabaco, salí a la calle y nadie me preguntó adónde iba. «Ha sido un fallo muy gordo, Lobo, ha debido empezar la desbandada», las palabras del Pasiego se fundían en mi memoria con el estrépito de los aviones mientras recorría las calles de Bosost, llenas de hombres que aún bebían, que aún hablaban y se reían, y por no oírles apreté el paso, seguí andando hasta que salí del pueblo, y unos metros más allá del último letrero, encendí un pitillo, y luego otro, y otro más, mientras contaba mis pasos. Cuando escuché el ruido de unas botas que se acercaban a un ritmo lento, desganado, había cruzado la carretera ochenta y tres veces.

—¡Galán! —grité con todas mis fuerzas.

—¡Viene por detrás! —me respondió una voz que no era la suya.

—¡Galán! —y seguí gritando mientras corría—, ¡Galán! —mientras me tropezaba con sus hombres—, ¡Galán! —mientras el aire me picaba en la nariz—, ¡Galán! —hasta que me contestó.

—¿Inés? —el tono de su voz, apagado como una vela a punto de consumirse, debería haberme advertido de que había pasado algo malo, pero seguí corriendo, gritando, sin querer saberlo, sin pensar en nada.

—¡Galán! —cuando le encontré, me abracé a él y cerré los ojos—. Galán, por fin… —pero él apenas se paró para besarme, me rodeó con sus brazos sin llegar a detenerse, y siguió andando con su brazo izquierdo alrededor de mi cintura, mirando hacia delante—. ¿Qué ha pasado?

Él no me lo quiso contar, pero la luna bastó para explicármelo. Comprendes llevaba un brazo vendado, en cabestrillo, y tras él, en unas parihuelas improvisadas, el Bocas parecía dormido. Estaba muerto. Había caído a media tarde, en una emboscada que les sorprendió en el camino de vuelta a Bosost. No fue la única víctima de la invasión de Arán, no fue la única baja de aquel día, ni siquiera de aquella brigada. Galán perdió otros hombres el 25 de octubre de 1944, pero la guerra, que es feroz, que es cruel, caprichosa, despiadada, es también tan injusta que ninguno nos dolió tanto como él.

Cuando llegamos al cuartel general, yo seguía llorando por el Bocas, él no. No le vi llorar aquella noche, mientras le contaba al Lobo lo que había pasado, mientras iba conmigo hasta la casa del médico, mientras se sometía a la operación de donar casi medio litro de sangre, porque aquella noche hacía falta tanta que Carlos Pardo no sabía ya de dónde sacarla. No le vi llorar cuando me abrazó antes de dormirse, ni después, al borde del amanecer, mientras descubrí que estaba tan despierto como yo. Entonces, yo tampoco lloraba, y sin embargo, lo que sentí formó parte de un duelo raro y extenso, sincero, aunque tan ambiguo que la memoria del Bocas se mezcló en él con mi propio futuro, la vida que me esperaba después de aquel día. Porque mientras volvía a verme en casa de mi hermano, bajo la limitada protección del cariño de Adela, a merced de los caprichos de Garrido, o en un convento distinto, tan frío como el que conocía, tal vez en una cárcel como aquella en las que había visto a mis compañeras mientras se les morían los bebés en los brazos, lo único que deseé con todas mis fuerzas fue un hijo de Galán. Desde que llegué a Bosost, ni siquiera había pensado en esa posibilidad, una complicación descomunal pero un camino, una razón, una semilla de futuro y la huella del amor más extraño, más poderoso y benéfico de mi vida, una pasión tan breve, tan concentrada e intensa que jamás se marchitaría. Eso pensé mientras deseaba un hijo de Galán, un niño que se le pareciera, que me lo recordara, que permaneciera en mí, a mi lado, cuando él se marchara.

La hora de la amargura comenzó con el entierro del Bocas, Miguel Silva Macías, que había nacido en Fabero, país del Bierzo, provincia de León, en 1923, para ir a morir en un paraje sin nombre conocido del valle de Arán, veintiún años después. Fue un mal comienzo para un día peor. Cuando volvimos a casa, Matías y Andrés me estaban esperando en el banco de la puerta, y no supieron explicarme por qué no habían entrado, pero lo comprendí enseguida, al ver la expresión confusa, a ratos sombría, a ratos temible, de los oficiales que habían vuelto del cementerio antes que nosotros, de los que entraron después para sumar nuevas versiones de un único gesto donde se mezclaban la rabia y la desolación, la furia y la tristeza. Era, una vez más, la cara de la derrota, la misma impotencia, la misma incredulidad, la misma resistencia a aceptar la verdad que todos habíamos visto ya demasiadas veces.

—Sentaos aquí —acomodé a los niños en dos sillas libres, entre Galán y Comprendes, y me obligué a sonreír—. ¿Qué queréis tomar? ¿Leche?

—Sí —Andrés contestó enseguida—. Y magdalenas, como las de ayer. Y pan con salchichón… —cogió una rebanada de la fuente y me miró con una ansiedad que hizo sonreír a aquellos hombres tristes—. Puedo, ¿no?

Mientras tanto, Matías me miraba sin pestañear, en sus ojos oscuros la misma gravedad, la misma precoz sabiduría que me había sobrecogido la noche que le conocí, un adulto de catorce años que había comprendido la verdad, que se acababa lo que se daba, los desayunos, las cenas, la esperanza. No fui capaz de afrontar aquella mirada, no quise sostenerla, responder sin palabras a las preguntas que leía en ella, y me fui corriendo a la cocina, pero allí tampoco encontré una salida.

—¿Qué está pasando, Inés? —Montse me agarró de los brazos para que tampoco pudiera escapar de su angustia—. ¿Qué va a pasar?

Negué con la cabeza y me solté con suavidad, cogí un cazo, lo llené de leche, la puse a calentar, y al volverme, la vi tan perdida, tan sola, tan igual a mí, que alargué las manos para abrazarla, hasta que volvimos a estar unidas como dos niñas asustadas en una sola mujer.

—No lo sé, Montse. Lo único que puedo decirte es que hoy se van a quedar aquí. No van a salir de Bosost, he oído a Galán comentarlo con Comprendes en el cementerio, pero a mí no me ha contado nada y no me he atrevido a preguntarle, esa es la verdad —y era la única—. Las cosas no están saliendo muy bien, ya lo sabes. Y por lo visto, están esperando a alguien para decidir… qué van a hacer.

—¿Se van a ir?

—No lo sé, Montse —sus ojos se llenaron de lágrimas y me miré en su tristeza como en un espejo—. Estoy igual que tú. Te juro que no lo sé.

—Se van a ir —afirmó, y lo repitió como si necesitara ir haciéndose a la idea—. Se van a ir… ¡La leche! —añadió entonces—. ¡Que se derrama!

No la entendí, no logré comprender lo que gritaba, ni por qué me quitaba de en medio como si la estorbara para lanzarse sobre el fogón. No entendí nada hasta que la vi apartar del fuego un cazo coronado por una orla de espuma blanca que se hundió de repente, sin llegar a rebosar el borde. Era yo quien la había puesto a calentar, quien habría tenido que estar pendiente de ella, yo, que todavía era la cocinera de Bosost, que debería serlo mientras los míos siguieran viviendo en aquella casa. Por eso, serví la leche en dos tazones, se la llevé a los niños, volví a por más cuando llegó Mercedes, y me fui a preguntarle al Sacristán si le apetecía desayunar.

—¿Cómo estás? —incorporado en la cama, con una camisa blanca y la cabeza vendada, me pareció más guapo que nunca.

—Jodido —pero sonrió, como si quedarse inválido a los treinta años tampoco fuera para tanto.

—¿Y aparte de eso?

—Pues, aparte de eso, más jodido, pero… Ahora no tengo fiebre.

—¿Quieres un poco de leche? —negó con la cabeza—. ¿Y una tortilla? —volvió a negar—. He hecho migas, pero no creo que te convengan.

—No, no tengo hambre. Luego, cuando venga el médico, le pregunto… —y cuando ya estaba a punto de levantarme, me cogió por la muñeca—. Oye, Inés, menos mal que no dejaste al Gaitero para casarte conmigo, ¿eh? Menudo negocio habrías hecho.

Me incliné sobre él y le besé en la mejilla. Cuando levante la cabeza para mirarle, él la agarró con su mano izquierda, pegó su boca a la mía, y me devolvió el beso.

Aquel día de muchas lágrimas, fue también un día de muchos besos, como si los abrazos ya no fueran suficientes, como si todos necesitáramos más, dar más, recibir más, besarnos para protegernos, para reconocernos, para sentirnos seguros. «Toma, —el Afilador, que era muy bromista, le dio a Andrés dos magdalenas cuando ya se estaban despidiendo—, llévatelas para el camino», y el niño le preguntó, «¿y si se enfada el coronel?», «no pasa nada, ¡ah, no!», «¿y por qué?», «pues porque yo soy general, ¿es que no me ves?». Los dos se echaron a reír, pero el adulto puso una condición, «me tienes que dar dos besos, eso sí…». Yo también besé a Andrés, besé a Mercedes, a Matías y al Afilador, que me enlazó por la cintura mientras los niños salían por la puerta, para besarme a su vez. Montse también me besó, «me voy a dar una vuelta con este», y nos besamos, nuestros besos más fuertes, más sonoros, de los que hacían ruido, y besé también al Zurdo en la mejilla, sin pensarlo, y él sonrió, me besó mientras Galán nos miraba desde la mesa, con una expresión melancólica, triste pero apacible a la vez. Fui hacia él, me senté a su lado y le besé muchas veces, «tengo que ir a poner las lentejas, —le dije al final, salpicando de besos todas mis palabras—, vuelvo enseguida», y él me besó en la boca, un beso largo antes de dejarme ir, «bueno, pero no tardes…». Cuando salí de la cocina, en la mesa sólo quedaban tres hombres, y uno se levantó enseguida, para llevarme hacia las escaleras. Desde allí, vi al Lobo, con los hombros encorvados, los ojos clavados en el tablero, y a Zafarraya a su lado, pendiente de él, como si intuyera lo solo que llegaría a sentirse su amigo aquel día.

El coche llegó hacia la una de la tarde, cuando ya nos había dado tiempo a todo, besarnos, desnudarnos, quedarnos dormidos, despertarnos, vestirnos, besarnos mucho más e incluso, bajar las escaleras de vez en cuando para echarle un vistazo a las lentejas, aunque eso lo hice yo sola, para volver corriendo a su lado. Estaba a punto de hacerlo otra vez cuando escuché el ruido del motor y los pasos de la gente que atravesaba el umbral, tres hombres vestidos de paisano y una mujer a la que no reconocí, porque ni siquiera la miré. No pude mirar nada, ver nada, entender nada, después de identificar al que encabezaba la comitiva, un chico apenas mayor que yo, no muy alto, no muy flaco, con gafas redondas y el pelo ondulado, cuyo nombre me había acompañado durante tres años, su firma al pie de mi carné de la JSU. Y contemplé mi asombro en los ojos de los oficiales que fueron entrando en la casa muy despacio, perdiéndose en sus pasos, tan desorientados como una expedición de viajeros sin mapas y sin brújulas en un país extranjero. Hasta que el Lobo volvió la cabeza, me buscó con los ojos, me encontró, y movió la cabeza hacia arriba para hacerme una seña.

—Ya han venido —subí la escalera corriendo, pero me aseguré de cerrar bien la puerta antes de acercarme a la cama—. Santiago Carrillo está abajo.

Él cerró los ojos, apretó los párpados, los aflojó antes de volver a abrirlos. Luego me miró.

—¿Carrillo? —me preguntó, como si antes no me hubiera oído bien.

Asentí con la cabeza y le vi incorporarse muy despacio. Luego se estiró la camisa, se la metió dentro del pantalón, se acercó a mí, y me besó en los labios antes de bajar las escaleras tan deprisa como yo las había subido. Fui tras él y presencié a distancia su escueta ceremonia de bienvenida, antes de esconderme en la cocina, porque si habían venido a llevárselo, a arrancarlo de mi vida, no quería saludarlos, no quería saber quiénes eran, cómo se llamaban, cuáles eran las razones que les habían traído hasta nosotros tan tarde, tan a destiempo, cuando mi amor ya no tenía remedio. Y sin embargo, tuve que darles de comer, porque cuando escuché el ruido de un coche que se alejaba, salí al zaguán para encontrarme a dos desconocidos, y a la mujer que los acompañaba, sentados en un extremo de la mesa, ellos tranquilos, hablando entre sí, ella doblada sobre sí misma, con los brazos cruzados bajo el pecho, la cabeza baja, el rostro oculto bajo el ala de un sombrero que no se había molestado en quitarse. El Lobo se había ido con Carrillo a ver a López Tovar, la reunión sería en su puesto de mando, no en el nuestro, pero los demás se habían quedado conmigo, Zafarraya también, porque distinguí su cabeza rapada entre el remolino de hombres que entraban y salían del cuarto más pequeño de la casa, con la excusa de hacerle una visita al Sacristán y el verdadero propósito de hablar entre ellos. No se escondían, y los visitantes se estaban dando cuenta de todo mientras la atmósfera se impregnaba de un espesor rojizo, caliente, pura violencia, como un improvisado remolino de polvo preludiando una tormenta, tensando por sus dos extremos el hilo frágil, transparente, al que había quedado reducida una normalidad que parecía incapaz de conservar su forma. Nadie sostenía un arma entre las manos, pero el aire me picaba en la nariz, tanto o más que en la plaza de Vilamós.

«Seguramente los han dejado aquí por eso», calculé, para prevenir un motín o, al menos, para poder contarlo después. En aquel instante, Montse, que no había querido acompañar al Zurdo antes, entró por la puerta y cruzó el zaguán taconeando con una furia desconocida para mí, tal vez incluso para ella. La cogí del brazo para llevarla a la cocina, y cuando estuvimos solas, abrí una botella de vino, llené dos vasos, le ofrecí uno.

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