Holocausto (40 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
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Era un hombretón de más de dos metros de estatura, con la cara cubierta de cicatrices, no como consecuencia de duelos o combate, sino a causa de un accidente de automóvil. Ignoro el motivo que indujera a Himmler a elegirlo para suceder a un intelectual, de mente creadora, como Heydrich. Bien es verdad que Kaltenbrunner es abogado, pero carece de la menor sutileza y agudeza. Verdaderamente, es un hombre al que temo.

—Dorf, Hoess.

Echó un vistazo a las fotografías que Hoess trajera consigo.

—El comandante Hoess y yo hemos estado revisando los problemas del trato especial, mi general.

—¡Trato especial! —Kaltenbrunner se echó a reír—. Vive el cielo, Dorf, que ya me advirtieron cuando tomé posesión de este cargo que en mi plana mayor tenía a todo un maestro del lenguaje. Se refiere a los centros de exterminio, ¿no es así?

—Desde luego, mi general.

—¿Nos perdonará un minuto, Hoess? —le dijo. Hoess saludó, recogió sus fotos y diagramas y salió.

Kaltenbrunner había traído consigo a mi oficina una cosa algo extraña. No era, ni mucho menos, un tipo sensitivo, y, sin embargo, aquello parecía un portafolios de artista.

Me sonrió… la sonrisa de un oso polar, de un tiburón.

—Ya habrá tenido tiempo de darse cuenta de que soy un tipo diferente a ese mestizo violinista para quien trabajaba.

Le dije que era injusto con Heydrich. ¡Al diablo con él! Ya está muerto. ¡Caramba, aquellas estupideces suyas cuando se estaba muriendo! Pedía perdón por lo que había hecho a los judíos. Él mismo era un kike.

—Estaba agonizando. Tenía rota la columna vertebral. Deliraba.

—No se moleste en defenderle. Preocúpese por usted. ¿Dónde está la verdad respecto a Heydrich? Era un enigma que nunca lograré descifrar. ¿Será verdad lo que dicen algunos que sólo vivía para «matar al judío que había en él»? ¿Quién conoce la realidad? Ahora ya no importa. Nos encontramos sumergidos en sangre hasta la rodilla. Cualquier pausa, cualquier vacilación, significaría que dudamos de lo justo de nuestra misión, al igual que las supuestas lamentaciones de Heydrich en su lecho de muerte. Por mucho que me aterre Kaltenbrunner, le necesito. Formo parte de la causa, de la gran campaña emprendida para cambiar a Europa, de la Santa Cruzada. El halago me dio excelente resultado con Heydrich; intenté seguir la misma norma con este odioso gigante.

—¿Por qué habría de preocuparme? El trabajo se está llevando adelante gracias a su soberbia actuación, mi general. Los ghettos empiezan a reducirse. Los nuevos campos están preparados para comenzar a funcionar a gran escala.

—Deje ya la verborrea —me apuntó con un dedo del tamaño de una salchicha—. Tiene malas notas en su expediente, Dorf. He visto las cartas. Tal vez su padre fue un rojo.

—Fui sometido a investigación y me rehabilitaron.

—Blobel, Nebe, y algunos otros tienen quejas de usted. Dicen que es un intrigante, un delator.

No repliqué. ¿De qué sirve combatir a los embusteros? Ellos mismos están en dificultades. Los Einsatzgruppen están abriendo camino para un programa mucho más profundo y rápido.

Kaltenbrunner abandonó el tema. Luego abrió el portafolio sobre mi mesa de escritorio y, con sus manazas, empezó a extender cinco grandes dibujos a plumilla.

—¿Qué diablos piensa de éstos? —preguntó.

Examiné los dibujos. Desde luego eran originales. Aparecían sin firmar. Y eran obra de profesionales, de hombres con talento.

Todos llevaban títulos y eran, a todas luces, un reflejo de la vida en uno de nuestros campos. El estilo era aterrador, satírico, semejante al de George Grosz en sus peores momentos, dibujos rebosantes de amargura e ira, distorsiones de la condición humana.

Leía los títulos a medida que examinaba cada dibujo. «Esperando el final». Gente vieja. ¿Cómo se titulaba éste? «Castigo de rutina». Era el dibujo de un patíbulo con cuatro judíos colgando de la viga transversal. A su alrededor se veía a los guardianes de la SS, gordos, semejantes a criaturas simiescas y riendo.

Éste se llamaba «La raza superior»… más humanoides cerdosos. Otro. «Niños del ghetto» que representaba a unos chiquillos hambrientos, de mirada atormentada. Y el denominado «Pasando lista», un mar de gente, realmente aterrador, en pie como si se encontraran debajo de una inmensa nube, mientras los guardias de la SS comprobaban las filas.

—Uno de nuestros agentes los encontró en Praga —declaro Kaltenbrunner—. No nos faltaría más que la Cruz Roja pudiera ver esta serie de estupideces.

Comprendía su preocupación. Estamos realizando enormes gastos y esfuerzos para convencer al mundo de que Theresienstadt era un delicioso hogar de vacaciones, un lugar de descanso para los judíos. Recientemente, uno de nuestros mejores productores' de cine documental había filmado una película llamada «El Führer entrega una ciudad a los judíos». Era soberbia. Mujeres judías, felices y sonrientes, en tiendas de ropas, orquestas judías, una panadería donde casi podía olerse a pan de centeno recién hecho, competiciones de atletismo, todo ello presentado de la manera más atractiva. Estaba destinada a convencer a los escasos judíos que quedaban en Alemania —rehenes valiosos, VIP_, veteranos de guerra condecorados— para que se decidieran a ir voluntariamente a Theresienstadt. Y, sobre todo, su fin primordial era dar un rotundo mentís a quienes estaban protestando de los supuestos malos tratos infligidos a los judíos.

Pero ese tipo de propaganda aterradora, esos devastadores dibujos podrían destruir todos nuestros esfuerzos en tal sentido, si llegaban a ponerse en circulación.

—Tiene que ir a Checoslovaquia, Dorf, y ponerse en contacto con Eichmann —indicó Kaltenbrunner—. Entre los dos podrán descubrir quién ha dibujado estas mierdas.

Le aseguro que lo descubriré, mi general.

—¡Más le valdrá, condenación!

Estaba inclinado, semejante a un ogro, sobre la mesa, mirando furioso los dibujos.

—Si esos malditos han dibujado cinco, igual pueden haber hecho cincuenta. Acaso tengan la intención de pasar de contrabando todas estas porquerías a montones. Entonces todo nuestro trabajo se vendría abajo.

—¿Puedo llevarme éstos? —pregunté.

—Sí. Y averigüe quién los dibujó, Dorf. De no hacerlo así, empezaré a releer su expediente.

Saludé, tratando de ocultar mis temores.

Cuando salía, empezaba a echarle una bronca a Hoess, por no actuar lo suficientemente rápido en Auschwitz.

RELATO DE RUDI WEISS.

Karl era ya miembro de pleno derecho en la «cabala de artistas» en Theresienstadt.

Todas las noches, con las cortinas echadas, él, Felsher, Frey y algunos otros trabajaban creando un historial condenatorio, a plumilla, con carboncillo, en acuarela, de lo que era la vida en aquella especie de lazareto. Estaban enterados de la falsa película que habían realizado los nazis contraatacarían las falsedades con su arte. (La mayoría de la gente que aparecía en la película «El Führer da una ciudad a los judíos» fue, finalmente, gaseada en Auschwitz). Frey era el jefe del equipo. Una noche, cuando todos se encontraban trabajando, Frey empezó a comprobar uno de los folios. Al observar algo raro, se volvió hacia Felsher.

—¿Y aquellos bocetos que hicimos la semana pasada? Ya sabes… el de los niños de Karl. Y el otro titulado «La raza superior». No los encuentro.

Felsher miró a su alrededor con nerviosismo. Sabía que, si la SS llegaba a descubrir los dibujos, los resultados serían desastrosos.

—Los… los vendí —declaró al fin.

Los otros dejaron de trabajar y levantaron la vista.

—¿Qué los vendiste? —repitió Frey.

—Sí… sí. Uno de los policías checos quería algunos. Es un tipo muy decente, que siente simpatía por nosotros. Sólo le vendí cinco.

Frey estaba fuera de sí.

—Acordamos que esos dibujos permanecerían ocultos en el campo, Felsher. Si llegan a manos de los nazis, estamos acabados. Además, algunos de ellos eran míos y otros de Weiss.

¡Pobre Felsher! María Kalova recuerda que parecía a punto de romper a llorar.

—Verás, Frey, necesitaba cigarrillos, un bote de mermelada. Yo… no lo volveré a hacer. Repartiré los cigarrillos.

—¡Al diablo con los cigarrillos! —exclamó Frey.

Intervino María.

—Nos has puesto en gran peligro —le amonestó con suavidad.

Karl habló a su vez.

—¿Qué diferencia hay? Hemos practicado ese juego pensando que nuestros dibujos jamás lograrán introducir una diferencia. No te sientas culpable, Felsher.

Pero Frey estaba preocupado.

—Rezaré para que la Gestapo no les eche el guante. Todos debéis rezar.

Felsher estaba asustado. Repetía sin cesar.

—¿Es un crimen desear un paquete de cigarrillos?

Todos volvieron a sus tableros de dibujo, a sus caballetes.

—¡Pobre infeliz! —comentó Karl—. A veces me pregunto si vale la pena todo este trabajo en secreto.

—Lo mismo me pasa a mí —suspiró María.

Karl trabajaba en un dibujo titulado «Transporte al Este». Cada vez en mayor número estaban enviando, con destino desconocido en Polonia, a los viejos y a los enfermos calificados de «improductivos». Decían que a casas de reposo, lugares donde podrían recibir mejor atención médica. El boceto mostraba una fila de judíos encorvados, derrotados, todos ellos mostrando la estrella amarilla y dispuestos a subir a un tren.

—¿Y a qué se debe todo esto? —preguntó Karl—. ¿Por qué los envían fuera?

María se quedó mirando su propio dibujo.

—No estoy segura. Pero corren rumores… claro que nadie los cree.

En el exterior se escuchó ruido de pisadas. Por lo general, los guardias y la Policía del ghetto no se ocupaban por la noche, del estudio. Habían llegado a la conclusión de que a los artistas les gustaba tanto su trabajo que hacían horas extra.

Todos comenzaron a ocultar su trabajo,., en mesas, en cajones.

—Ve a ver quién es, Weiss —indicó Frey.

Karl se dirigió hacia la puerta, la abrió… y se encontró frente a frente con su mujer, Inga.

—Inga…

—Karl, amor mío.

En el primer momento no se abrazaron, hasta tal punto Karl se sentía confundido. Inga llevaba una maleta.

Tenía el pelo recogido con un pañuelo. Acababa de llegar con un pequeño grupo de cristianos «enemigos del Estado». En Theresienstadt había una sección especial reservada a los no judíos; entre dichos prisioneros se encontraban numerosos sacerdotes checos que habían protestado por las medidas nazis.

Durante un momento, Inga permaneció allí de pie, en la penumbra, con la mirada clavada en el demacrado rostro de Karl. Fue ella quien hubo de hacer el primer gesto cariñoso. Se acercó a él y le abrazó. Se besaron.

Pero Karl parecía un autómata, un robot, apenas reaccionó. Casi parecía temeroso de ella.

—¿Cómo… cómo llegaste aquí?

—Entrar en un campo no es problema. Decidí que no podía permitir que siguieras sin mí. Si no puedo lograr que te pongan en libertad, estaré contigo.

Karl trató de hablar, pero se encontró que tenía la boca seca.

—Estás pálido y delgado, cariño. Y tienes el pelo gris. Pero sigues tan guapo como siempre.

Karl, aturdido, la condujo al estudio principal.

—Como puedes ver, estoy bien. Tengo trabajo, bastante fácil. Amigos.

Presentó a los demás.

—Frey, Felsher, María Kalova.

María se adelantó y abrazó a Inga.

—Karl nos ha hablado mucho de ti. Ni un momento te ha olvidado.

Inga sonrió.

—Estoy muy contenta de conoceros a todos.

Frey intentó mostrarse animado.

—No sé lo que tú sabrás sobre este lugar. Pero es mejor que otros campos, si te mantienes ocupado. Y aquí todos estamos muy ocupados…

—Así es —rubricó Felsher—. Aún seguimos por aquí.

Frey dio a Karl la llave del almacén. Allí había siempre un camastro donde el policía del ghetto echaba a veces un sueño mientras estaba de servicio.

—Toma —le dijo—. Querrás hablar con ella.

—Tal vez quede algo de té —indicó María—. Id y festejad el encontraros al fin reunidos.

Tan pronto como se encontraron en el pequeño cuartito. Inga se aferró a él y lo besó apasionadamente. Había sentido tanta ansia de él. Era como si quisiera borrar la violación de Muller con su amor por Karl. Él se resistía al principio. Más que resistirse, permanecía frío, ausente. Pero luego, mientras la boca de ella seguía insistiendo, el rostro de Inga cada vez más cerca, con sus manos acariciándole la espalda, respondió al fin.

—Querida Inga —sollozó—, jamás pensé que volvería a verte. Destruyen todas nuestras esperanzas. Hacen que te odies a ti mismo, que aborrezcas la vida…

—Te dije que no desesperaras, Karl.

—Sí. Recuerdo tus cartas en Buchenwald. Siempre rebosantes de esperanzas, de palabras amables. —Se apartó de ella y se puso cara a la pared—. Y también me acuerdo de quién las traía.

—Muller te lo dijo —indicó ella.

—Fanfarroneó de ello.

—Sabía que lo haría. No pude evitarlo.

Karl se volvió con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Por qué… Inga?

—Para poder llegar hasta ti. Para mantenernos juntos.

—Elegiste un extraño camino. Cuando pienso en ese cerdo, ese animal contigo… unidos… contigo, Inga….

Debes creerme, Karl. Intenté no hacerlo. Jamás sentí por él el menor adarme de cariño. Le odiaba. Cuando estaba con él, me sentía como una prostituta. Y ahora aún le odio mucho más.

—¡Dios mío! Hubiera preferido no saber de ti.

—¿De veras?

—Otros han sido lo suficientemente valerosos para permanecer solos… sin cartas, sin familia. Y han sobrevivido. Al esposo de María Kalova lo fusiló la Gestapo el día que entraron en su ciudad.

—Yo creía que no eras como los demás. Necesitabas mi amor, aunque sólo fuera por carta.

—Quieres decir que soy más débil que los otros. Sí, hay algo de verdad en ello. El pobre Karl, el frágil artista, incapaz de sobrevivir sin tener noticias de su mujer.

—Debemos olvidarnos del pasado… Karl. —Le tocó los labios—. ¿Recuerdas que solías llamarme tu Saskia?

¿La mujer de Rembrandt? Nos adaptaremos lo mejor que podamos. Y al final nos pondrán en libertad. Lo sé.

—No, Se librarán de nosotros mucho antes de rendirse. Por aquí corre el rumor de que en Stalingrado han capturado a todo un condenado Cuerpo de Ejército alemán. Pero seguirán luchando hasta el fin y, cuando en realidad empiecen a perder, nos culparán y acabarán con nosotros.

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