Así pues, charlamos sobre la campaña de Rusia, y el buen quehacer de los Ejércitos, esperando que una vez se hallase toda Europa bajo nuestra égida, Inglaterra propusiera la paz. Según se rumorea, en el Gobierno británico hay una potente facción que propugna el aniquilamiento del bolchevismo, seguido por un acuerdo entre ingleses y alemanes.
Propuse a Kurt que regresáramos en mi coche a Kiev. Durante el camino seguimos charlando: de Marta, de los chicos, de la misión de Kurt en el Ejército. Entonces él preguntó:
—¿Qué lugar es ese Babi Yar? ¿Qué está ocurriendo ahí?
Durante un instante guardé silencio. Desde luego, podía contarle algo de lo que sucedía. Y sin mentir.
—Ejecuciones —contesté.
—¡Ah! Ésa es vuestra responsabilidad. Se requiere seguridad detrás de la primera línea. Y, ¿quiénes son… las víctimas?
—Bueno… hay mucha mezcolanza. La chusma usual. Espías, saboteadores, agitadores complicados en los bombardeos e incendios de Kiev. Delincuentes comunes. Traficantes del mercado negro.
—¿Y judíos?
—Sí, algunos.
—¿Cuántos?
—No los contamos. Cualquiera que se resista a nuestro avance, sucumbirá.
Kurt se pasó una mano por la barbilla.
—Estoy en Ucrania desde hace varias semanas, y a mi juicio, esos judíos parecen cualquier cosa menos rebeldes. Les he visto actuar como si no supieran qué hacer para agradarnos.
—Son un pueblo astuto, tío. Actualmente estamos reinstalando a muchos de ellos. Para mantenerlos alejados de la población ordinaria.
—¿Reinstalando?
—Sí. Una medida sanitaria, por así decirlo. De ese modo la guerra puede proseguir.
—Claro, claro. —Me miró con una rara penetración—. Antes tú eras uno de los chicos más tímidos que jamás he visto. ¡Lo que son las cosas! Ahora das órdenes y diriges programas de reinstalación para cambiar la faz de Europa.
—Estás atribuyéndome excesivo poder, tío. Yo me limito a cumplir órdenes.
Kurt soltó una carcajada.
—¿Acaso no lo hacemos todos nosotros?
En aquel instante, otra columna reptante e interminable de judíos nos cerró el paso. ¡Más y más, respondiendo a nuestra convocatoria en Babi Yar! Avanzaban parsimoniosamente. A la cabeza iban varios hombres barbudos, posiblemente rabinos o maestros, canturreando y poniendo los ojos en blanco.
—¡Dios mío! —exclamó Kurt—. ¡Más todavía! ¡Más de vuestros saboteadores! Todos camino del barranco.
—Y otros lugares.
—¡Ah! —Kurt no pareció dar crédito a mis palabras.
¿Para su reinstalación?
—Sí, algunos de ellos. Habrá una criba, digamos, un proceso selectivo. Se fusilará a los criminales que aparezcan entre ellos.
Por fin, nuestro coche se abrió paso entre las manadas de judíos. Éstos parecían exhalar un olor de miedo e inmundicia, cuerpos viejos sin lavar, heces.
—Una tarea cruel —observó Kurt.
—Cualquier guerra lo es.
—Pero… ¿tanto personal civil? ¿Es realmente necesario…?
Le ofrecí un cigarrillo y fumamos. No quise hablar más sobre Babi Yar u otras peculiaridades de mi trabajo.
—Cuéntame cosas de Marta tío Kurt —dije—. ¡Cuánto deseo regresar a Berlín para verla! Y también a los niños. Si me faltara la inspiración de ellos, no sabría cómo marchar adelante, créeme.
El no respondió, pero sus ojos pálidos me miraron con una expresión profunda, melancólica e inquisitiva.
Durante unos instantes perdí el aplomo. Los ojos de Kurt fueron, por un momento, los de mi padre… la misma mirada que éste me lanzaba cuando mentía o hacía algo incalificable. Yo era un hijo tan obediente y sumiso que esas ocasiones se daban muy raras veces, lo cual era mucho peor, pues entonces yo no sólo me sentía culpable de haber hurtado un lápiz o manipulado unas notas escolares, sino también de entristecer inútilmente a mi padre. Su panadería declinante y su mala salud le hacían padecer lo suyo y a mí me dolía hacerle sufrir, por añadidura, con mis pequeños pecados.
Ahora los ojos de Kurt hicieron revivir todos esos recuerdos de la infancia. ¿Se me estaría reprendiendo?
Pero ¿por qué? Kurt sabría probablemente cuáles eran mis deberes. Uno no puede ocultar todas las pruebas.
Sin embargo, ¿qué derecho tenía él a censurarme… si era eso realmente lo que leía en sus ojos?
Yo no cometo pecado alguno. Cumplo, obediente, los preceptos, las leyes y el destino de nuestra nación, según señalan los dirigentes. Deberé explicárselo algún día a Kurt. Aunque realmente no desee verle otra vez, ni tener que justificar mis acciones ante él, ni percibir esa expresión dolorida de mi padre en el rostro de su hermano.
RELATO DE RUDI WEISS.
Los guardias no nos siguieron hasta el bosque. Durante varias horas permanecimos ocultos en la floresta, luego vadeamos un arroyo insignificante y aguzamos continuamente el oído para captar el sonido de camiones, carromatos o pisadas.
Por fin, a lo largo de aquel día calinoso, agobiante —era el 29 de setiembre de 1941— ascendimos un monte y desde su cumbre contemplamos un espacioso barranco, el Babi Yar, sobre el cual nos había hablado nuestro compañero de viaje… Allá abajo se estaba ejecutando a centenares de judíos, Celebré hallarme lo suficientemente alejado para no ver sus rostros ni oír sus voces. Los disparos de pistola y fusil (más tarde se recurrió a las ametralladoras) sonaban como armas de juguete. Las víctimas se desplomaron sobre la tierra arenosa sin ruido alguno; casi pareció una escena cinematográfica a cámara lenta.
—¡Rudi, Rudi! —sollozó Helena—. ¡Cuántos de ellos!
Niños, recién nacidos… La estreché contra mí mientras me preguntaba adonde podríamos ir y cómo evitar a las patrullas de SS. Las ciudades significaban perdición, muerte. Nuestra única esperanza era el vagabundeo por los campos. Sin duda algunos judíos habrían escapado. Y algunos labradores se apiadarían de nosotros.
—¡Quiero morir con ellos! —balbuceó Helena entre gemidos.
—¡No, no, maldita sea! —repliqué—. Tú te quedarás conmigo. Nosotros no moriremos desnudos y humillados. Cuando muramos, nos llevaremos por delante a varios de ellos.
—¡No más muertes! —gritó Helena—. ¡No más…!
La sujeté con fuerza y le tapé la boca. Debería ir aprendiendo a no gritar, ni lanzar alaridos ni poner en riesgo nuestras vidas. También debería aprender a odiar, desear la venganza, darse cuenta de que nuestro único recurso era correr, huir y luchar si fuera necesario. Asimismo me vería obligado a hacerle comprender cosas peores. Por ejemplo, que deberíamos estar siempre dispuestos a morir, pero con bravura. Estaba ya harto de esas gentes alineándose mansamente, disculpándose para sus adentros y obedeciendo órdenes que les acarreaban la muerte.
Durante todo el día prosiguió el tiroteo. Filas de judíos fueron conducidas una tras otra hacia la zona de concentración tras el barranco. La tierra se tornó negra con sangre judía. Los nazis vislumbraron algo que el mundo tardó mucho tiempo en aprender. Cuanto mayor sea el crimen, tanto menos crédito le darán las gentes.
Pero lo vi con mis propios ojos. Y desde entonces no seré nunca más el mismo; Helena tampoco.
DIARIO DE ERIK DORF.
Berlín Octubre de 1941.
Hoy, Heydrich y yo hemos visto las fotografías oficiales de la operación en Babi Yar.
Le dije que, aunque Blobel constituyera un problema, estaba sirviendo la mercancía. En sólo dos días habíamos reinstalado exactamente 33 771 judíos. Y él continúa su tarea. Si los judíos continúan complaciéndonos así, habremos reinstalado aproximadamente 100 000 antes de que concluya el programa Babi Yar.
—¿Y los cuerpos? —quiso saber Heydrich.
—Blobel los cubrirá con tierra. Excavadoras, tractores… Según sus cálculos, se requerirá una fosa común que mida sesenta metros de longitud y dos metros y medio de profundidad.
Luego discutimos sobre los progresos de otros Einsatzgruppen en la ejecución de nuestra misión. Había diversos grados de eficiencia. Ohlendorf, nuestro distinguido jurisconsulto, economista, abogado… en suma, «el intelectual de nuestra casa», actúa con singular eficacia. Su grupo, el denominado «D», a cargo de Crimea, despachará muy pronto al judío número 90 000. Con tal motivo, indiqué que el proceder frío y eficiente de Ohlendorf me parecía preferible a la jactancia del alcoholizado Blobel, pero Heydrich se mostró indiferente.
Entretanto aparecieron más fotos del Babi Yar en la pantalla. Las de mujeres desnudas o casi desnudas estuvieron fijas un poco más. Entonces Heydrich se inclinó hacia delante y las escrutó con un interés poco profesional. Esto suele ocurrir en nuestras proyecciones. Y no ocurre sólo con el jefe. Muchos elementos nuestros se excitan con esas imágenes de mujeres judías prestas a morir. No consigo explicármelo en términos generales. Heydrich hace una vida hogareña feliz, tiene una esposa y unos hijos encantadores. Según rumores, fue expulsado de la Armada cuando comenzaba la carrera militar, por comprometer a la mujer de un oficial, pero esto tiene poco que ver con la depravación sexual. No obstante, me pregunto inevitablemente si habrá algún nexo entre nuestros voluntarios —a todos los niveles— y las complejas necesidades sexuales de la psique humana.
Por último, Heydrich dijo que Ohlendorf era un compañero excelente.
—Al principio, Ohlendorf tuvo algunos problemas —declaré—. Fue algo muy raro, porque los colonos alemanes en Crimea e incluso algunos de nuestros aliados húngaros formularon protestas…
—¡Ah! ¿Sí?
Mientras decía esto, contempló extasiado a una judía bien constituida de grandes senos y ampulosas caderas.
¡Parecía increíble que dentro de unos segundos estuviese muerta!
—Sí. Adujeron que los judíos con quienes convivían eran absolutamente inocentes. Y Ohlendorf dio marcha atrás…, aunque de forma transitoria, por supuesto. Es bastante extraño. Siempre que protesta una población local o una unidad aliada, nosotros parecemos retroceder como si…, me repugna decirlo…, como si nos avergonzásemos de nuestra misión.
Heydrich ladeó la cabeza.
—Es preciso informar sobre esos fallos. Nuestro mandato es claro.
Entonces le revelé que Ohlendorf, pese a su tenacidad en la reinstalación de judíos, había indultado a varios granjeros judíos en Besarabia por motivos económicos.
—¡Oh, ya conozco ese incidente! —repuso Heydrich—. Poco después Himmler visitó Crimea y los granjeros judíos de Ohlendorf fueron incluidos en el cupo. No ha quedado ni uno.
LA SOLUCIÓN FINAL
DIARIO DE ERIK DORF.
Berlín 25 de diciembre de 1941.
¡Unas Navidades maravillosas!
Qué gusto estar de nuevo con la familia en Berlín para celebrar estos días que son los más sagrados. Al cabo de un viaje final al frente oriental, abreviado en cierta manera por la tenaz defensa que el Ejército Rojo hace de Moscu y que detuvo momentáneamente nuestro avance, me dieron permiso para volver a casa.
Estoy agotado. El viaje a Rusia me ha dejado sin fuerzas. Pero ha tenido sus compensaciones. El trabajo del Einsatzgruppen ha superado todas las esperanzas. Heydrich está satisfecho, pero comprende la necesidad de un programa más amplio. Aun así, han quedado eliminados 32 000 judíos en Vilna; 27 000, en Riga; 10 000, en Simferopol, y así sucesivamente.
La única nota discordante es que los Estados Unidos han entrado en la guerra a raíz del ataque japonés a Hawai. Pero eso a nadie le preocupa. América está lejos, muy lejos. Según afirma nuestro Servicio Secreto, no están preparados en modo alguno para la guerra, y Roosevelt, influido por los judíos, ha cometido una baladronada. La opinión pública es que su propio país le obligara a corregir su error. Además, es muy probable que los norteamericanos le fuercen a abandonar el poder si prosigue con su desbocada carrera. Se dice que, en Estados Unidos, sienten gran simpatía hacia Alemania: acaso Roosevelt fuera depuesto.
Pero ninguna de esas cuestiones políticas o militares nos preocupaban a nosotros aquella noche. Todos nos encontrábamos alrededor de nuestra más reciente adquisición, un piano «Bechstein», y mientras Marta tocaba, nosotros cantábamos villancicos.
Peter, Laura, Marta, el tío Kurt y yo uníamos felices nuestras voces, mientras cantábamos Tannenbaumn, El acebo y la hiedra y Belén. Fue un momento maravilloso, cálido y entrañable.
Laura preguntó:
—¿Podemos abrir los regalos, papá?
Es una deliciosa chiquilla rubia, de tez blanca como su madre, con el rostro en forma de corazón.
Y Peter exclamó:
—¡Eso, eso! ¡Los regalos!
Ahora ya tiene edad suficiente para pertenecer a las Juventudes Hitlerianas, cuyo uniforme viste con orgullo (se sintió algo fastidiado cuando elegí, para festejar la Nochebuena, una chaqueta deportiva a cuadros en lugar del uniforme).
—Después de los villancicos, niños —les dijo Marta—. Ya conocéis las reglas… villancicos, quitar la mesa, dejar la cocina en orden, y luego, los regalos. La recompensa una vez cumplido el trabajo.
Kurt, que siempre tuvo buen ojo en cuanto a diseño y calidad, pasó la mano sobre la caoba pulimentada de la tapa del «Bechstein».
—Es magnífico. Dicen que el tono de estos «Bechstein» se perfecciona con el tiempo.
Marta pulsó algunos acordes para demostrar su sonido.
Me quedé petrificada al llegar los transportistas. No podía creer lo que veía.
—¡Y, además, no ha costado un céntimo! —interrumpió Peter.
—¿De veras? —preguntó Kurt.
—Se encontraba allí, sin que nadie lo utilizara en esa clínica de Groningstrasse, en una de las habitaciones superiores —explicó—. El médico que dirige el consultorio, el doctor Heinzen, conoce mi interés por la música, de manera que me lo ofreció.
—¿Te lo ofreció? —Kurt parecía desorientado.
—En interés de la unidad del Partido. Mi —intervención contribuyó a que el buen doctor se hiciera cargo de la clínica.
Marta frunció el ceño.
—Creo que necesita que lo afinen.
—¡Bah! —bromeó Kurt—. Afinar un piano no es problema. Lo difícil es obtener uno.
Mi tío parecía sentirse como hipnotizado por el piano y siguió haciendo preguntas sobre él. Es una perfecto ingenuo respecto al proceso por el que el Partido premia a los buenos trabajadores, a los oficiales de alta graduación. De repente, Peter volvió a intervenir inoportunamente para aclarar que el piano había pertenecido al médico judío que vivía en el piso encima de la clínica. Debió de escuchar alguna de las conversaciones entre Marta y yo.