Holocausto (30 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
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Kurt se disponía a hacer otra pregunta, cuando Marta, dando unas palmadas, exclamó:

—¡Entreacto! ¡Ha llegado el momento de abrir los regalos!

Los niños se precipitaron hacia el árbol de Navidad y empezaron a apoderarse de las cajas, que abrieron rasgando los papeles que las envolvían, tirando las cintas al suelo. Había un par de ratones blancos vivos para Peter dentro de una gran jaula de madera, cumpliendo con su deseo, ya que estaba interesado en la biología.

Laura recibió algunos regalos especiales que había encontrado en Rusia, una muñeca de trapo ucraniana y una de esas divertidas muñecas «Petrushka», que consisten en una serie de figuras de madera, cada una de ellas más pequeña que la anterior, de forma que todas pueden quedar metidas en la más grande, formando así una sola. Los dos estaban encantados.

A Marta le había comprado un estupendo vestido de seda, adornado con encajes. Lo obtuve del agente especial de compras para la SS que se ocupa de esas cosas.

—Es maravilloso, Erik —me dijo. Se lo colocó sobre los hombros. Es de un azul muy claro, casi tan claro como sus ojos—. ¿Dónde lo has encontrado? ¡Ninguna tienda de Berlín tiene nada semejante!

La besé en la mejilla.

—No lo creerás, pero ese trabajo tan elegante lo hacen en los campos.

—¿Los campos? —preguntó.

—Sí, en los centros de detención. Es una especie de terapia para quienes han cometido ofensas. Muchos de ellos son hábiles artesanos y es una pena dejar que esa habilidad se pierda.

Peter jugaba con sus ratones. Tenía uno en cada mano.

—Les llamaré Sigfrido y Wotan —anunció.

—Me temo que no podrás hacerlo —le indiqué—. Uno de ellos es hembra, según me ha asegurado el vendedor. Así que ya puedes ir pensando en una Brunilda.

—¿Chico y chica? —preguntó Peter—. ¿Y tendrán bebés?

—Así es —repuso Marta—. Y más vale que conserves a tu familia ratonil dentro de la jaula, tranquila y limpia.

Laura se lamentó.

—Mis muñecas no pueden tener bebés. Eso no es justo.

Acaricié el sedoso pelo de Laura.

—Peter es un hombre y mayor que tú, Laura. Tu madre y yo queremos que empiece a aprender esas cosas.

—Así es, cariño —me apoyó Marta—. El milagro de la vida. La bondad en todas las cosas vivas. Debemos respetarlo, incluso en un ratón, porque son criaturas de Dios.

Kurt había llenado su pipa y nos contemplaba a todos entre una nube de humo, desde cierta distancia. Siendo un soltero ya maduro, se encontraba algo al margen de todo aquello.

—Una idea encantadora, Marta —manifestó por fin—. El milagro de la vida. ¡Qué cosa más hermosa para enseñársela a los niños!

—Hijos —dijo Peter—. Ya estoy impaciente —acercó el ratón a la cara de Laura, atormentándola—. Si se ponen enfermos, acaso te dé uno. O tal vez mate a los enfermos.

—¡Haz que se esté quieto, mamá! —gemía Laura.

Peter la perseguía alrededor de la habitación, por lo que hube de intervenir, cogiendo a mi hijo por un brazo y advirtiéndole que tenía que mostrarse más cariñoso y generoso con su hermana.

Marta observó:

—Los niños están muy cansados, Erik. ¿Por qué no cantamos Noche silenciosa y se van a la cama?'.

Entonces, Kurt, tú y yo podremos escuchar la Misa del Gallo por la radio.

Me dirigí hacia Kurt.

—Como podrás ver, tío, el estar casada con un eficiente administrador ha convertido a Marta en igualmente eficiente.

—Tal vez haya sido al revés, Erik —contestó él—. Algo de la eficiencia de Marta se te ha contagiado a ti.

Nos reunimos todos de nuevo alrededor del piano. Empezamos a cantar, pero, después de tocar unas notas, Marta se detuvo.

—Es extraño —dijo—. Las notas más bajas hacen un sonido raro. Como si los martillos o las cuerdas estuvieran rotos. Algo que apaga el tono.

Kurt y yo levantamos la inmensa tapa de caoba hasta su posición más alta. Mi tío atisbo en el interior del piano y sacó algo… algo que parecían cartulinas.

—Fotografías —declaró Kurt.

Les sacudió el polvo. Había tres fotos, todas enmarcadas en ese tipo de cartón duro que utilizan los fotógrafos profesionales.

—¡Bah! Fotografías —exclamó Peter—. ¡Déjame verlas!

—Estaban bloqueando las cuerdas —dijo Marta—. Tíralas.

Kurt y yo examinamos las viejas fotografías. Una era del doctor Josef Weiss y una mujer que debió de ser su esposa, una mujer atractiva y esbelta que sonreía. Iban vestidos como para una excursión veraniega. En el fondo podía distinguirse agua, tal vez un lago, posiblemente el océano. Había también una foto de una pareja joven, un muchacho delgado con cierto parecido con el doctor y una mujer joven, con un rostro más bien ario.

La tercera fotografía, más pequeña y en modo alguno profesional, reproducía la imagen de una jovencita de doce años con trenzas, rodeando con el brazo a un chico de aspecto más bien rudo, de unos dieciséis años. El chico llevaba una camiseta de futbolista y parecía tener buenos músculos.

—Sí, éste parece el doctor Weiss —confirmé.

—Y su familia —añadió Kurt.

—Estoy asustada. Es como si del piano hubieran salido fantasmas. —Laura miró las fotos, sacándoles la lengua—. ¡Fantasmas!

—¿Dónde están ahora todos ellos, Erik? —preguntó Kurt.

—Bueno, a Weiss lo deportaron hace años —contesté—. No era mal tipo y un médico bastante bueno. Pero era polaco y se encontraba aquí ilegalmente, infringía la ley.

—¿Y el resto de la familia? —siguió preguntando mi tío.

—No tengo la menor idea. Hace años que abandonaron Berlín.

Marta hizo sonar una nota alta.

—No hemos terminado de cantar Noche silenciosa —dijo. Luego pidió las fotografías.

Por un instante, pensé que también quería mirarlas. Sin embargo, tras entregarlas a Peter, indicó: Quémalas, Peter. En la chimenea, con las envolturas de los regalos.

RELATO DE RUDI WEISS.

Aquel invierno mi madre cayó enferma. Al parecer, no padecía enfermedad específica alguna, según me dijeron Eva y los demás supervivientes, pero iba debilitándose, como tantos otros en el ghetto, debido a la pobre alimentación y a la falta de medicamentos.

Según mis informadores, mis padres seguían unidos por el mismo cariño que siempre. Mi madre rara vez se quejaba, pero tuvo que ir abandonando paulatinamente sus tareas de enseñanza, las lecciones de música y literatura que daba gratis a los niños del ghetto.

Cierto día, mientras en el apartamento contiguo a la habitación de mis padres se celebraba una reunión de algunos miembros clave del Consejo, Eva oyó cómo mi padre le tomaba el pulso a mi madre y le auscultaba el corazón con el estetoscopio. Al igual que con todos sus pacientes, se mostraba cariñoso, considerado, esperanzador.

—¿Qué escuchas en mi viejo corazón? —le preguntó ella.

—A Mozart —contestó papá.

Ella se echó a reír.

—Siempre con tus viejos trucos, las eternas bromas.

—Nosotros, los viejos doctores de medicina general tenemos un repertorio limitado. Aún sigo dibujando conejos en mi bloc de recetas para distraer a un niño cuando hay que ponerle una inyección.

Hablaron sobre la conveniencia de que ella volviera a la escuela. Si dejaba de hacerlo, muchos de los niños se escaparían para mendigar, robar y pasar cosas de matute.

La conversación sobre los escolares les hacia recordar a todos nosotros… a mí, a Karl, a Anna. Mi madre conservaba nuestras fotografías a la cabecera de su cama. En ocasiones mi padre pensaba que no era una buena idea el que recordara constantemente a su familia perdida.

—Pero es que así conservo la esperanza, Josef —solía decirle ella.

Y mi padre acostumbraba a seguirle el juego. Aducía que todo aquel que era «útil» sobrevivía.

—Yo soy médico, de manera que saldré adelante; Karl es un artista y puede serles de utilidad. Y Rudi.

—Rudi se abrirá camino, Josef. Tengo fe en él.

Eva les interrumpió para decirles que el tío Moses acababa de volver subrepticiamente al ghetto con un hombre de Vilna que poseía importante información.

En aquel momento, mi madre hablaba con mi padre sobre cierta cantidad de dinero que tenía escondido cosida en su viejo abrigo, desde Berlín. Era una especie de fondo de emergencia para sólo Dios sabe qué finalidad. Pero mi madre había decidido, al saber la terrible situación en el pabellón infantil del hospital, que mi padre utilizara aquel dinero para comprar comida a los niños enfermos.

Él se mostró de acuerdo. Mi madre empezó a cortar con unas grandes tijeras el forro del abrigo.

—¿Alguien quiere introducirse a hurtadillas en nuestro ghetto? —preguntó mi padre a Eva.

—Un correo llamado Kovel. Trae información importante para nosotros.

—Una conferencia de alto nivel, vamos.

Besó a mi madre y siguió a Eva Lubin a la habitación contigua.

Kovel era un tipo macilento, con barba y ojos atormentados. Pero tenía unos ademanes precisos y mientras permanecía allí sentado, encorvado y bebiendo té caliente, contó al grupo su historia.

—No deben creer nada sobre lo que los alemanes les digan respecto a campos de trabajo o ghettos especiales, —manifestó Kovel.

—Claro que hemos de aceptar con reservas cuanto nos dicen.

Quien hablaba era el doctor Kohn, el eterno conciliador.

Kovel alzó la mirada. Sus ojos ensombrecidos recorrieron la atestada y glacial habitación.

—Están dispuestos a asesinar a todos los judíos en Europa.

—Imposible —replicó Kohn.

—Quiere decir represalias a gran escala —intervino mi padre.

Ni siquiera él pese a su gran sensibilidad, podía creer en la realidad.

—Nada de represalias —rectificó Kovel—. Exterminio. Tienen la intención de matar a todos y cada uno de los judíos. ¿Por qué ninguno de ustedes es capaz de comprender lo que estoy diciendo?

Eva recuerda el silencio que se hizo. Zalman, Anelevitz y ella, gentes trabajadoras y humildes parecían captar mejor los acontecimientos que las personas educadas, los profesionales. Durante meses, Anelevitz había estado tratando de prevenirles sobre la suerte que les estaba reservada, Kovel prosiguió:

—En el ghetto de Vilna había 80 000 judíos. Hoy día son menos de 20 000.

Mi tío Moses fue el primero en reaccionar.

—¿Sesenta mil…?

—Asesinados por la SS.

El doctor Kohn alzó las manos.

—Eso es un absurdo. Nadie, ni siquiera los alemanes, pueden poner en movimiento 60 000 personas y liquidarlas. La logística… los preparativos… imposible…

—A mí también me resulta difícil creerlo —intervino mi padre.

Anelevitz, sentándose junto al hombre de Vilna, preguntó:

—¿Cómo lo hacían, Kovel?

—Primero, los de la SS reunían a todos los judíos para trabajar y les obligaban a cavar zanjas a unos treinta kilómetros de la ciudad. Luego, la Policía lituana acordonaba el ghetto. Nadie podía salir o entrar. Si intentaban defenderse, los mataban. Obligaban a todos con porras y látigos. Poseían una técnica. Se obligaba a los judíos a desvestirse y a esperar. Después los conducían hasta las zanjas en grupos y disparaban contra ellos, bien un solo disparo en la nuca o con fuego graneado de ametralladoras. No hacían excepciones.

Cuando se producen retrasos, se obliga al Consejo Judío a preparar unas listas. Y luego los matan también a ellos.

El doctor Kohn se humedeció los labios.

—Bueno,… Vilna… acaso sea una excepción, un caso especial… Ya saben.

—No —le rebatió Kovel—. Están aniquilando ghetto tras ghetto. Riga, Kovno, Lodz.

Mi padre movió pesaroso la cabeza.

—Sé que son crueles y que nos odian. Pero el Ejército alemán… el viejo sentido del honor… No es posible que no protesten.

Kovel rió con amargura.

—¿Protestar? Vuelven la cabeza hacia otro lado o son ellos mismos los que ayudan a los sanguinarios SS.

De nuevo se hizo el silencio.

Kovel habló de más matanzas: Dvinsk, Roano, ghettos a todo lo largo y ancho de Polonia y Rusia.

—Abran los ojos —insistió—. En Varsovia existe la mayor concentración de judíos de toda Europa. Les llegará la hora.

—Nos acercamos al medio millón —dijo el doctor Kohn—. No les será posible cavar suficientes fosas, reunir bastantes municiones.

El tío Moses le interrumpió.

—Ya encontarán una forma.

Anelevitz miró a Kovel.

—Díganos lo que debemos hacer.

Kovel sacó del bolsillo de su chaqueta un arrugado papel.

—Empiecen con esto. Envíenlo como advertencia a cuantos se encuentran aquí. Y léanlo para que todos lo oigan.

Eva Lubin lo cogió y, con su voz juvenil, leyó la proclama de Vilna.

No permitamos que nos conduzcan a la muerte como rebaños para ser sacrificados. A vosotros apelo, jóvenes judíos, no creáis a quienes nos quieren mal. Hitler planea exterminar a los judíos. Nosotros somos los primeros. Bien es verdad que somos débiles y estamos solos, pero la única respuesta posible al enemigo es la resistencia. Hermanos, es preferible morir luchando que vivir gracias al perdón del carnicero. Defendámonos hasta la muerte. Vilna, en el ghetto, 1," de enero de 1942.

Durante algún tiempo, nadie pronunció palabra. Luego, el doctor Kohn preguntó:

—Pero ¿de qué servirá? Nos ha dicho que de todas formas los matarán.

—¿A ellos? —inquirió el tío Moses—. A nosotros, Kohn, a nosotros.

—¿Únicamente las manos contra tanques y artillería? —preguntó Kohn.

Kovel se volvió hacia Anelevitz.

—¿Tenéis algunas armas?

—Todavía no. Pero enseñamos a la juventud sionista a obedecer órdenes, a actuar con palos de escoba como si se tratara de armas, a organizarse en formaciones militares.

—Primero llegaremos a ser soldados; luego ya buscaremos las armas —dijo Eva.

—Muy propio de los judíos —replicó el tío Moses—. No disponemos siquiera de un arma, pero sí de soldados.

El doctor Kohn sacudía la cabeza.

—A los alemanes se les puede sobornar. Lo sé. Para ellos resulta valioso el ghetto de Varsovia. Saben que la guerra ha terminado. Los americanos han entrado en ella. Están perdiendo África. Los rusos no cederán Moscú…

—Y nosotros moriremos todos mientras todo eso esté sucediendo —dijo Kovel.

—Necesitan nuestras fábricas, nuestros talleres —proseguía Kohn—. Uniformes, artículos de cuero. Los judíos somos hábiles artesanos.

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