Holocausto (26 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
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Ni rezos ni protestas surtieron el menor efecto.

Mi madre, con su viejo abrigo, otrora elegante y de moda en Berlín, se mantuvo muy apretada contra mi padre cogiéndole la mano. Aunque él le hubiera dicho que no necesitaba asistir, ella insistió.

—Soy otra más —declaró.

Aarón Feldman, el muchacho especializado en contrabando, se encaramó al muro carcelario, y explicó con grandes voces a la muchedumbre cómo iban desfilando las mujeres, una por una, hacia la muerte.

Primero sucumbió la mendiga Rivka. Luego cayó Sara bajo las balas. Después, las otras seis mujeres por haber cometido el crimen de buscar comida para sus famélicos hijos.

—¡Oh, Josef! —sollozó mi madre—. ¿No podríamos haberlas salvado?

—Imposible.

Mi tío Moses, el más afable de los hombres, maldijo en vez de llorar.

—¡Quiero venganza! ¡Quiero ver muertos y ensangrentados a unos cuantos de ésos!

Una vez más, mi padre intentó persuadir a mi madre, hacerla marchar, pero ella insistió en quedarse hasta oír la última descarga.

Un rabino dirigió la plegaria hebrea para los muertos, y mis padres —quienes apenas conocían las palabras—, hicieron lo posible para rezar con ellos. Mi tío Moses quedó mudo, su cólera le impidió hablar.

Cuando terminaron de rezar, las gentes se dispersaron, muchos llorando; algunos familiares de las víctimas sacudieron desesperados las verjas del presidio.

Eva Lubin —mi informadora sobre la vida de mis padres durante aquel período— recuerda que ella y Zalman se acercaron a Moses Weiss. Allí se encontraba también Anelevitz, con su habitual expresión meditativa, como si concentrara eternamente el pensamiento en algún objetivo, alguna acción futura.

—¿Quiere acompañarnos? —propuso Zalman.

—Desde luego —repuso Moses.

Varias personas se quedaron rezando todavía ante la verja. Voces entristecidas en el aire glacial de noviembre.

—No me siento capaz de rezar y eso me perturba —manifestó Moses.

Zalman se encogió de hombros.

—Los rezos no sirven para nada, Weiss.

Le condujeron al sótano de una casa en la calle Leszno, un aposento tenebroso, oculto tras una pared falsa, donde había una mesa, numerosos libros, resmas de papel y una linotipia.

Era una maquinaria modesta, manual, pero funcionaba. El impresor se llamaba Max Lowy, un viejo amigo y paciente de mi padre en Berlín. Él y Moses se saludaron.

—Así pues, éste es el lugar de donde sale todo —musitó Moses.

—¿Tiene algo contra nuestro periódico? —preguntó Zalman.

—En absoluto. Al contrario, me gustaría verlo con mayor amplitud. Más noticias, más protestas… Yo leo hasta la última palabra.

—Andamos cortos de tinta —declaró Anelevitz—. Usted tiene acceso a la farmacia.

—No es posible hacer funcionar con yodo una imprenta.

—No —replicó Lowy—. Nosotros mismos fabricaremos la tinta con negro de humo, carbón vegetal y aceite de linaza. Te daré una lista.

Lowy imprimió una hoja y, después de examinarla con mirada experta, la estrujó.

—Sigo siendo un artesano, incluso en sótanos ocultos.

En un rincón del recinto se dejó oír la estática de una radio de onda corta. Entonces es aquí donde se reciben las noticias de Ultramar, pensó Moses. También se dijo, que cualquier actividad en aquella habitación sería castigada con la muerte, que toda persona sorprendida allí se vería sometida a tortura hasta revelar los menores detalles de la operación clandestina.

—¿Un periódico subversivo? —inquirió Moses—. Yo diría que ustedes se han mostrado bastante pasivos hasta ahora.

—Eso se acabó —repuso Anelevitz—. Nos proponemos amotinar a la gente. Su resistencia pasiva será inútil en lo sucesivo. Debemos hacerle ver la suerte que le espera.

Moses titubeó.

—Si… si les traigo ese material me veré complicado.

—Es mejor verse complicado que estar en el Consejo —manifestó Eva.

—Los miembros del Consejo continúan vivos. Los transgresores de la ley caen bajo las balas.

—Usted morirá de todas formas —observó Anelevitz.

—Y es preferible morir luchando, con una protesta en los labios —agregó Zalman.

Moses miró al pequeño Lowy, quien estaba entintando afanosamente su caduca máquina; luego escrutó los rostros serios y abiertos de las personas que le rodeaban en aquel tabuco.

Mi tío empezó a sentir ciertas dudas. ¿Qué clase de ejército formaban? ¿Cómo podrían ofrecer resistencia?

Tal vez él y mi padre hubieran sido demasiado impulsivos al comprometerse con estos visionarios por muy admirables y bravos que fueran.

—Escuche, Zaíman —habló tío Moses—. Usted es un obrero, un líder laboral. ¿Acaso no saben los nazis lo que es un buen trabajador? ¿Y cómo mantenemos en marcha sus fábricas? ¿En qué puede beneficiarles el tener un montón de judíos muertos entre las manos?

Zalman se rascó la barbilla.

—Mire, Weiss, ellos preferirán cerrar todas las fábricas de Polonia antes que dejar un solo judío vivo. Luego las harán funcionar nuevamente con polacos y rusos.

Moses intentó proseguir la argumentación. ¿Qué oportunidad tenían ellos frente a las Waffen SS, al Ejército alemán? Le pareció bien la idea de defenderse. Pero ¿cómo? ¿Acaso tenía algún sentido? Los judíos se pasaban casi todo el tiempo discutiendo entre sí…, ortodoxos contra incrédulos, sionistas contra antisionistas, comunistas contra socialistas. Bastaría con citar cualquier disputa interna para verificarlo.

Anelevitz señaló la puerta.

—Que se marche. No lo necesitamos. Pero escuche, Weiss, procure ser discreto respecto a lo que ha visto.

Sin embargo, Moses se hizo el remolón. Le fascinó Lowy: el hombrecillo era todo actividad, como si estuviera manipulando una gigantesca máquina impresora para Ullstein. Llevaba en la cabeza una visera de linotipista. Un tiznón negro le decoraba la nariz.

¡Ja! —dijo en yiddish Lowy—. El artífice en funciones. Si los del sindicato berlinés vieran las trastadas que estoy haciendo aquí me expulsarían. —Y haciendo un guiño a Zalman añadió—: Oye, no me refiero al contenido, sino a la calidad de la impresión.

Moses apeló a Zalman y los otros.

—No me interpreten mal. Yo estoy de su parte. Pero la lógica dice que no todos nosotros estamos marcados necesariamente para… para…

—La lógica no demuestra nada, Weiss —advirtió Lowy.

Moses no tardó ni un instante más en decidirse. Tendió la mano a Anelevitz.

—Estoy con ustedes —decidió.

El joven sonrió. Zalman y Eva abrazaron a Moses.

—También nos sería útil el doctor —opinó Lowy—. El tener un representante en el hospital, un hombre respetado por el pueblo, significará una gran ayuda.

—Hablaré con mi hermano.

Lowy sacó otra hoja de los rodillos, la agitó durante unos segundos para secarla, y luego se la entregó a Moses.

—Puede pasar. No ganaría jamás un premio de tipografía, pero es aceptable. Léela.

Moses la cogió y empezó a leer.

«A los judíos de —Varsovia —decía el llamamiento—: pongamos fin a la apatía. No más sumisión ante el enemigo. Pues la apatía puede ocasionar nuestro colapso moral, extirpar nuestro coraje y odio contra el invasor. Puede destruir la combatividad en nuestras filas, minar nuestra resolución. Hallándonos en una situación tan amarga y desesperada, es preciso reforzar nuestra voluntad de entregar la vida para un fin mucho más sublime que la existencia cotidiana. Nuestros descendientes deben caminar con la cabeza bien alta».

Así se comprometió Moses. No sólo se unió a la resistencia aquel día, sino que también quiso distribuir las primeras llamadas a la resistencia en los puntos neurálgicos del ghetto. Él, Eva y otros cuantos recorrieron las calles y fueron clavando octavillas clandestinas en portales, vallas y postes telefónicos, no sin antes cerciorarse de que no rondaba por allí la Policía.

Según recuerda Eva, cuando Moses estaba clavando una proclama en el portal de una tienda abandonada, acertaron a pasar por allí mis padres, mientras él fingía ser un mero transeúnte. Mi padre se detuvo para leer las palabras de protesta sin sospechar que Moses las había plantado allí.

—«Es preciso reforzar nuestra voluntad de entregar la vida para un fin mucho más sublime que la existencia cotidiana» —leyó mi padre en voz alta—. Nobles palabras —comentó.

Mi madre las leyó también. Luego dijo;

—Los que hayan escrito esas palabras y las pusieron ahí son personas más valientes que nosotros, Josef. Y quizá más buenas.

—¡Ah, no estoy seguro! —repuso Moses—. Tal vez sea gente joven e imprudente.

Papá rió.

—Esto me recuerda a Rudi. Sería su actividad predilecta si estuviese aquí.

—Sí, tienes razón —dijo mamá—. Si él estuviese aquí, andaría ya en el asunto. Mira, Josef, tengo la impresión de que Rudi está a salvo, Ha conseguido escapar.

Él la besó en la mejilla.

—Sí, yo también. Y Karl e Inga. Pronto estaremos todos juntos de nuevo.

DIARIO DE ERIK DORF.

Berlín Noviembre de 1941.

Aquella mañana, 16 de noviembre, Heydrich y yo revisamos la proyección de películas y fotografías de Ucrania.

Me sorprendió que él no compartiera mi repulsión sobre esos testimonios gráficos tomados por diversas personas sin autorización de nuestra oficina. Pero reconoció la necesidad de vigilar esas actuaciones y archivar todas las películas y fotografías en nuestro Cuartel General.

—¿Por alguna razón especial, señor? —pregunté.

—Para demostrar al mundo que no flaqueamos.

Permaneció inmóvil en la oscura sala de proyecciones, reflexivo, fumando mientras sus dedos de pianista rascaban de vez en cuando la larga nariz.

Ambos contemplamos las escenas en blanco y negro: judíos conducidos hasta el borde del hoyo, obligados a desnudarse, y meterse en la fosa para enfrentarse con los fusiles. Luego, cayendo bajo el brutal impacto de las balas. Debo confesar que la filmación resultó más soportable que presenciarlo personalmente.

—Parecen morir pacíficamente —comentó Heydrich—. Y hay una notable falta de resistencia. Fíjese, Dorf, estamos alcanzando el objetivo del Führer con menos dificultad de lo que yo suponía.

Le transmití las quejas de Blobel, quien aseguraba que millones de judíos huían hacia el Este, delante de nuestros victoriosos ejércitos.

Él bostezó.

—¡Oh, ya les daremos caza a su debido tiempo! Rusia se hundirá y entonces serán nuestros.

Luego le hice algunas sugerencias útiles sobre la meticulosa supervisión de los documentos de cada Einsatzgruppen…, películas, fotografías, actas y oficios. Además se debería constituir una unidad especial para llevar cuenta de las listas. Él dio su aprobación. Seguidamente, le leí algunos de los informes recibidos.

—Casi todos los comandantes procuran ejecutar los fusilamientos a ciento cincuenta kilómetros o incluso a casi doscientos kilómetros de las ciudades en donde residen los judíos. Siento informar que durante esos largos recorridos, bien sean a pie o con camión, algunos judíos consiguen escapar. Hemos obtenido los mejores resultados en Lituania; allí, los voluntarios adiestrados del populacho local prestan una ayuda inconmensurable.

—¡Bien por los lituanos!

Efectivamente, el coronel Jager, quien manda una de nuestras unidades, denomina a Kovno «el paraíso del fusilamiento». Y es la pura verdad, aunque convenga excluir del registro esa frase y otras similares. Kovno está libre de judíos. Y hay unas estadísticas preliminares (con las cuales haré más tarde un cuadro sinóptico para Heydrich) donde" se lee: 30 000 judíos fusilados en Lvov; 5000, en Tarnopol; 4000, en Brzezany. Sin embargo, Lituania sigue siendo un área selecta. Según cálculos aproximativos, se ha eliminado a 300 000 judíos en las comarcas de Vilna y Kaunas.

Mientras leía esas estadísticas, observé a Heydrich esperando alguna reacción. Pero su agraciado rostro permaneció impasible. Se hace el trabajo tal como lo desea el Führer. Se está extirpando de Europa una plaga, una maldición. Por añadidura, ahora percibimos que nuestra operación no es más cruenta e insólita que un intenso bombardeo aéreo, o el envolvimiento y aniquilación de una división soviética, o la administración de una zona ocupada. Lo importante es hacer la tarea.

En verdad, las estadísticas, aun siendo asombrosas en términos cuantitativos —confieso que se requiere bastante imaginación para concebir el fusilamiento de 300 000 judíos—, te ayudan a aceptarlo. Demuestran que constituimos una organización eficiente, dinámica, donde se da órdenes y se las obedece. No se debe ver esas operaciones en función de meros detalles como una muchacha levantando el brazo o una niña preguntando cuándo podrá ir a hacer los deberes escolares, sino en función de una malevolencia esencial, una perniciosidad persistente de los judíos.

Ambos seguimos viendo las imágenes en la pantalla; ahora secuencias de mujeres desnudas cubriéndose los senos y el órgano genital, y corriendo hacia la fosa con esos movimientos desmañados tan peculiares del sexo femenino. Viejos judíos de cuerpos blancuzcos y rostros barbudos, conservando puestos sus bonetes incluso ante las armas. Jóvenes con ojos atónitos, espantados. Explicándolo en términos de nuestra misión, cualesquiera sean las razones (y hay muchas), nosotros somos los agentes idóneos para esos actos, y hemos encontrado las víctimas adecuadas. Es como una boda, olímpica, algo concebido por divinidades mitológicas.

—No se debiera menospreciar el aspecto pictórico de nuestro trabajo, creo yo —dijo Heydrich—. Dorf, vea que se haga bajo nuestra supervisión, y que todas las películas sean reveladas, proyectadas y almacenadas aquí.

Vacilé unos instantes.

—Desde luego me ocuparé de ello. Pero,…

—¿Alguna duda?

—Ninguna, señor.

Heydrich pareció quedar algo absorto contemplando las horripilantes escenas de la pantalla. Fumó, charlamos, y le respondí a alguna que otra pregunta. Sólo me sorprendió una vez al pedirme que «leyese entre lineas en el trabajo del Führer» y revisara las antiguas Memorias… como si quisiera confirmar en su ser (y en el mío) la absoluta equidad de lo que estábamos haciendo.

La última fotografía parpadeó en la pantalla. Tres niños judíos, desnudos, esas criaturas con extrañas patillas rizosas y cabezas afeitadas; ambas manos en alto y ojos redondos como platos reflejando terror. Dentro de unos segundos estarían muertos. Estadísticas.

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