—¿En todas las zonas? —preguntó alguien.
—En todas.
—¡Ah…! ¿Eso quiere decir tanto en Alemania como en todos los países conquistados?
La respuesta de Heydrich fue que todos los judíos de Europa, cuya cifra él calculaba en 11 millones, incluidos los ingleses e irlandeses, quedarían bajo nuestra eventual jurisdicción y sufrirían la misma suerte.
Jamás llegó a definir con palabras exactas cuál era esa «solución final», aun cuando ninguno de los presentes en la reunión lo ignoraba. Todos estábamos al corriente.
—La emigración ha sido un fracaso —siguió diciendo mi jefe__. Nadie quiere a esos judíos, ni Norteamérica, ni Inglaterra, ni nadie. Además, la logística para sacarlos, en especial a los de la Europa Oriental, de sus infectas aldeas y ciudades representa demasiado para nosotros o para cualquiera. Así que se realizará una evacuación escalonada de judíos hacia el Este… principalmente a Polonia.
Heydrich demostró sobre un mapa la manera en que todos los judíos europeos —franceses, alemanes, ingleses, italianos— serían enviados al «Este».
—Y entonces, ¿qué ocurrirá? —indagó Hans Frank—. ¿Después de que me los hayáis largado todos a mí?
Heydrich lo ignoró.
—Los judíos formarán equipos de trabajo. Las bajas naturales debidas a la enfermedad, el hambre, el fardo de un duro trabajo para el que no está hecho el judío, reducirán mucho su número. Quedará, naturalmente, el correoso grupo de supervivientes judíos, los tenaces y vigorosos.
—¿Y a ellos qué les ocurrirá? —indagó Eichmann.
—Se les administrará el tratamiento adecuado.
La gente sonrió agitándose en sus asientos. Dos de los funcionarios civiles, semejantes a perfectos escolares sorprendidos fumando con los rufianes de la aldea, rieron entre dientes, dándose mutuamente con el codo.
—¿Podría el general ampliar el tema? —preguntó el gauleiter Meyer.
—Bien, primero ha de quedar perfectamente aclarado que esos judíos supervivientes representarán una amenaza directa para Alemania. Pueden reconstruir la vida judía. La selección natural contribuirá a fortalecerlos. Por tanto… hay que tratarlos en consecuencia.
—¡Maldición, en Polonia hay en la actualidad alrededor de tres millones de judíos! —rugió Frank—. Glotones, parásitos, llenos de enfermedades, dejando sus excrementos por toda Polonia. Muy bien, les diré lo que he dicho a mis jefes de división, no podemos disparar o envenenar a tres millones de kikes, pero encontraremos alguna manera de exterminarlos.
—Me permito recordar al Gobernador-General que cuide su lenguaje —advertí.
—¡Maldición! —exclamó Frank dando un puñetazo sobre la mesa—. Estoy harto de todas esas mierdosas palabras en clave, esas sustituciones de la auténtica cuestión.
Heydrich se le quedó mirando fríamente y, si yo hubiera sido Frank, me hubiera sentido aterrado ante aquella mirada glacial.
Eichmann, siempre diplomático, trató de desviar la discusión. Preguntó si iba a ampliarse el Einsatzgruppen, a lo que Heydrich contestó de manera afirmativa.
—Y, ¿habrían de estudiarse nuevos métodos? —preguntó Eichmann.
—Se ha pensado en utilizar el gas —repuso Heydrich.
Un alto funcionario civil, no recuerdo ahora quién, se mostró sorprendido. Heydrich le dijo que se estaban haciendo pruebas a nivel de laboratorio. Los traseros empezaron a agitarse en sus asientos, se frotaban las narices. Los hombres miraban el alto techo.
El doctor Luther, que representaba a Asuntos Exteriores, hizo observar que hacía algunos años el clero había protestado cuando a los «inútiles» se les ponía fin generosamente a sus sufrimientos matándolos mediante gas. Hice un incisivo comentario en el sentido de que aquello no nos impediría obrar como consideráramos conveniente. Luther, volviéndose hacia mí, me enumeró protestas del Vaticano y de las iglesias protestantes, y de qué manera las había respaldado el propio Führer.
—¿Y bien? —preguntó Heydrich.
Los demás civiles se mostraban igualmente confundidos.
—No podía ocurrir de nuevo. Una cosa era disparar en masa contra la gente estando en guerra. Los hombres razonables, incluso los eclesiásticos, siempre encuentran alguna excusa para aceptarlo. ¡Pero gas! ¡Con mujeres, niños, ancianos! No deberíamos enfrentarnos de nuevo con las iglesias. Este maldito asunto empieza a desbordarse, Heydrich.
—¡Cálmese! —aconsejó Heydrich—. Estamos tratando con judíos.
Luther estaba furioso.
—¡Sí! ¡Quienes controlan los Bancos, la Prensa, la Bolsa, todo el aparato comunista en Rusia! ¡Los que le hablan al oído a Roosevelt!
Heydrich se inclinó hacia delante.
—Acepte mi palabra, doctor. Nadie levantará un dedo para proteger a los judíos.
Eichmann asintió con la cabeza.
Parecía un buen momento para respaldar a mi jefe.
—Además, estaremos pisando terreno legal firme. Ejecutaremos, cualquiera que sea el medio, a enemigos del Estado, espías, terroristas. Actos semejantes son permisibles durante una guerra.
Habiendo logrado silenciar a Luther respecto a este tema, planteó algunos extremos de poca importancia. En algunos países, en especial en Noruega y Dinamarca, era harto dudoso que la población civil cooperara en el programa. Tampoco los italianos se mostraban muy cooperativos. Se encogían de hombros, aducían excusas.
Mussolini no sentía el menor interés en ello. E incluso Franco, claro, siendo neutral, había dado cobijo a judíos, permitiéndoles que entraran subrepticiamente en España.
—Naturalmente a largo plazo —dijo Luther conciliador—, en los Balcanes y en Europa Oriental, no habría verdaderas dificultades, ya que allí estaba muy enraizado el sentimiento antijudío.
Era evidente que algunos de los demás civiles estaban trastornados; permanecieron en silencio. A nadie más parecía que le quedara algo por decir. Por último, Frank afirmó brutalmente que la teoría de Heydrich de dejar que los judíos «trabajaran» hasta caer muertos era una pura tontería. En Polonia, la mayoría de los judíos estaban tan hambrientos y enfermos que eran incapaces de realizar trabajo productivo alguno.
—Ése es el motivo de que se construyan nuevos campos —anunció con amabilidad Eichmann.
—Sí, y ya sé para qué —vociferó Frank.
Continuaba siendo el mismo blandengue con quien me enfrenté en Varsovia hace año y medio. Por una parte, sigue musitando sobre lo hermoso de la ley, la idea abstracta de la justicia. Y, por otro, está decidido a demostrar que es tan duro como cualquiera de nosotros.
—Recuerde lo que el Führer dijo en cierta ocasión a un grupo de abogados y se sentirá mejor —le indicó Heydrich, sonriendo luego.
—No lo recuerdo —farfulló Frank.
Heydrich se volvió hacia mí.
—¿Dorf?
Yo conocía la cita.
—Aquí estoy yo, con mis bayonetas. Y ustedes ahí, con su ley. Veremos quién se impone.
Era una nota excelente con que terminar la reunión en Gross-Wannsee.
Horas después, un selecto grupo de nosotros nos encontrábamos sentados en el despacho particular de Heydrich, contemplando oscilar las llamas de un inmenso tronco, bebiendo coñac francés y fumando.
Eichmann, Heydrich y yo cantamos viejas canciones y propusimos brindis, primero de pie en el suelo, luego sobre las sillas, seguidamente sobre la mesa, subiendo más y más con nuestras copas. Heydrich dijo que era una vieja costumbre del norte de Alemania.
El jefe dormitaba junto a la chimenea, y Eichmann y yo discutíamos las decisiones adoptadas ese mismo día.
—Trascendental, realmente trascendental —decía Eichmann—. El mundo no comprende realmente nuestros objetivos.
—Acaso no quieran hacerlo —repuse.
—En realidad, hemos hecho un soberbio trabajo de enmascaramiento. Nadie nos cree y muchos no quieren creernos. Ni siquiera los judíos.
Me incliné hacia delante.
—Dígame, Eichmann, como viejo amigo. ¿No ha pensado jamás sobre ello? ¿Jamás?
—Claro que no —repuso sin vacilar—. Obedecemos el deseo del Führer. Somos soldados. Los soldados se limitan a obedecer.
—Pero… y el hecho de que el propio Führer jamás comparezca en estas reuniones… la manera que tiene de ordenar a Himmler y Heydrich parece… bueno, como si danzara alrededor del meollo de la cuestión.
—Eso nada significa. Lo ha repetido una y otra vez. Ya en 1922, dijo que colgaría a todos los judíos de Munich y que luego seguiría en las demás ciudades. Recuérdelo siempre, Dorf, nuestra única ley, nuestra sola constitución es la voluntad del Führer.
Naturalmente, tenía razón.
—Supongo que estará enterado de este nuevo programa.
Eichmann apuró su coñac.
—Los detalles no le interesan. Está dirigiendo una guerra en dos frentes. Pero querrá que el trabajo se lleve a cabo. Y lo aprobará. Ya sabe lo que dijo hace años: «En mi movimiento nada ocurre sin mi conocimiento y aprobación». Siento más bien admiración por Eichmann. Tiene una mente clara, aunque relativamente poco cultivada, y una forma especial de poner las cosas en orden. Me ha repetido, una y otra vez, que no tiene nada contra los judíos. En realidad, desde un punto de vista histórico, Eichmann los encuentra fascinantes… los fundadores de las grandes religiones del mundo, destacando en ciencia, arte y todas las formas de erudición.
Alardeó de nuevo de la época que pasara en Palestina, en calidad de agente, y lo familiarizado que estaba con el hebreo. «Una lengua difícil Dorf —decía—, con un sistema gramatical absolutamente desconcertante».
Luego, con sus acostumbradas maneras atractivas, Eichmann cambió el tema refiriéndose a mi mujer y a los niños, a quienes recordaba de aquel día delicioso en que fuera nuestro anfitrión en Viena. Me dijo que su propia familia estaba en excelentes condiciones pese a las molestas escaseces de los tiempos de guerra y a los ocasionales actos de sabotaje.
Yo me sentía satisfecho, ahito, y manifesté:
—No cabe la menor duda, Eichmann, que estos duros trabajos los realizamos por nuestras maravillosas familias, nuestras mujeres e hijos. Ellos son los que nos proporcionan el valor y la decisión.
Él se mostró de acuerdo.
—Les debemos algo a la próxima generación de alemanes. Las decisiones que hoy día adoptamos, por terribles que parezcan, son absolutamente necesarias para proteger la pureza de nuestra raza, la supervivencia de la civilización occidental.
Acaso las generaciones posteriores no tengan la fortaleza o la voluntad de acabar la tarea. O tal vez la oportunidad. Pienso en mi hogar, en mi familia, y tengo la certeza de que estamos haciendo lo adecuado.
Seguimos bebiendo en el despacho, silenciosos mientras Heydrich dormía, exhausto por su larga y agotadora jornada.
RELATO DE RUDI WEISS.
Seguimos vagando. Nos habían dicho, a raíz de nuestra fuga de Babi Yar, que había bandas de guerrilleros errantes por los bosques de Ucrania. Queríamos unirnos a alguna.
Habíamos oído algo sobre Babi Yar. Los granjeros ucranianos, no todos ellos tan brutales y cobardes como sus compatriotas que tomaran también parte en la matanza que tuvo lugar en la hondonada, se encogían de hombros al hablarles de ello.
Pero no constituía un secreto. Una vieja campesina, haciendo trabajar sus encías desdentadas, informó a Helena, que entre los cristianos pobres de Kiev y sus alrededores se habían distribuido ciento cuarenta cargamentos de ropas.
—De los judíos —repetía sin cesar—. De los judíos.
Una fría mañana, Helena empezó a temblar. Dormía en mis brazos en una choza en ruinas, de campesino, abandonada por un granjero que se fue Dios sabe dónde, quizá se alistara en el Ejército Rojo, tal vez le hicieron prisionero. Hacía frío y humedad. Yo había robado algunas mantas y dormíamos juntos, tratando de transmitirnos mutuamente el calor de nuestros cuerpos.
—Tengo frío —musitó Helena, castañeteándole los dientes.
—Acércate más.
—De nada servirá, Rudi. Jamás volveré a sentir calor.
Le froté las manos y las muñecas, pero nada consiguió animarla o calentarla.
—No huiré por más tiempo —gimió—. Tengo frío y hambre.
Piensas que debiéramos habernos quedado en Praga.
—No lo sé… No lo sé. Al menos, ahí hubiéramos podido encontrar comida. Tenia mi apartamento, amigos…
—Tus amigos están todos en campos de concentración.
—Soy una carga para ti —dijo—. Lloro demasiado.
Miré los pocos utensilios realmente primitivos que había sobre la mesa… una taza, un plato, cucharas, todo de metal. Cogí la taza y la estrellé contra la chimenea.
—¡Maldición! ¡Maldición! Helena se sentó en la cama llorando aún más.
—No hay nada que hacer, Rudi.
La tomé por los brazos y la levanté del colchón de paja.
—No. No. Me diste aquellas conferencias sobre la patria sionista que tú y tus padres queréis construir en Palestina, en algún desierto rodeado de árabes. ¿Acaso crees que lo alcanzarás, sentada aquí y llorando? Cediendo ante todo aquel que te amenaza. Aquel tipo con las patillas que hablaba de eso… ¿cómo se llama?
Mi ignorancia le hizo reír.
—Estás completamente loco, Rudi. Se llama Herzl.
—Pues bien, ese sueño suyo nada significará si los judíos no aprenden a luchar. ¿Acaso crees que lograrás esa tierra sin antes matar gente? ¿Y sin que muera un montón de judíos?
Helena se estremeció.
—Lo siento, cuando tengo frío soy incapaz de pensar. Cuando me estoy congelando, no puedo preocuparme por Herzl.
Salí de la choza y arañé la tierra helada, encontrando algunos nabos que no fueron recogidos durante el otoño anterior. Estaban helados, casi podridos, pero tal vez podría cortar algunas partes que fueran comestibles. Un pequeño gato de color canela me siguió al volver a la casa.
—Cierra los ojos —indiqué a Helena—. Tengo un regalo.
Así lo hizo. Y le puse al gatito en el regazo.
—Siamés, persa, ucraniano, de pura raza. Todo para ti.
—¡Oh, Rudi! Está tan débil y hambriento como nosotros.
—Aprende algo de él. Es un gato. Y sale adelante. —Le di una rebanada de nabo—. Prueba un poco. Tiene muchísimas vitaminas.
Tras mordisquearlo ligeramente, empezó a vomitar.
—Hazte la idea de que es un bollo recién hecho para el desayuno. Strudel caliente, Stollen, y café recién hecho. ¿Crema y azúcar?
La hice reír. Simulando enfado, me arrojó el pedazo de nabo.