Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
De algún modo que no podía precisar, aquel desconocido le daba mala espina y, aunque sabía que era injusto pensar mal de alguien a quien ni siquiera había visto al natural, solía fiarse de sus instintos y por eso se había pasado casi dos horas saltando de aquí para allá buscando datos y fotos. El numerito de las rosas era lo que había hecho saltar todas sus alarmas. Sin embargo, ahora que se había convencido de que Dominic von Lichtenberg era de verdad hijo de millonarios —incluso, posiblemente, de multimillonarios— ya no le parecía tan increíble que le hubiese regalado a Clara todo el ramo que llevaba el vendedor. Le seguía pareciendo imbécil, eso sí, una muestra de arrogancia y de presunción, pero ella nunca había conocido a un millonario y no tenía ni idea de si ciertas cosas que para ella eran pretenciosas y absurdas, resultaban normales en esa clase social.
Al menos, por lo que había podido averiguar, el chaval se ganaba su sueldo y trabajaba en el consorcio familiar en un alto puesto directivo, a pesar de su juventud. Tenía veinticinco años y ya era licenciado en derecho internacional e ingeniería financiera. Una lumbrera, vamos. Y además era realmente guapo, en eso Clara tenía toda la razón. En Internet había encontrado unas cuantas fotos de Dominic —no tantas como ella se había imaginado para alguien de la
jet set
— casi siempre en fiestas de beneficencia o relacionadas con su empresa, y dos en las que se le veía practicando su deporte favorito: la escalada en solitario.
En resumen, no había encontrado nada que apoyara su recelo contra aquel muchacho surgido de la nada que había vuelto loca en un instante a su mejor amiga.
Lena era una chica reflexiva, analítica, dotada de un pensamiento tan racional que a veces llegaba incluso a asustar a sus amigos, y por eso era capaz de enfrentarse directamente con todas las posibilidades que pudieran aclarar su actitud y su comportamiento, calibrarlas, rechazar las que no representaran una solución y aceptar lo que quedara, al más puro estilo Sherlock Holmes.
Si no había encontrado nada que justificara esa reacción visceral suya en contra de Dominic von Lichtenberg, sólo cabían dos explicaciones: o bien había algo realmente y ella no había sido capaz de encontrarlo —ya que al fin y al cabo si en la vida del tal Dominic existía un secreto sucio no iba a estar en la Red al alcance de cualquiera—, o bien se trataba simplemente de que estaba celosa de Clara, o que le tenía envidia por haber encontrado a un chico como él.
La segunda posibilidad era, objetivamente, lógica. Y sin embargo sabía que no era así. No estaba celosa. No le tenía envidia. Era algo indefinible que le susurraba: «Tienes que apartar a tu amiga de ese hombre; ese hombre es peligroso, muy peligroso», pero no encontraba nada con que apoyar ese miedo difuso. Tendría que esperar a conocerlo y ver si, al natural, su recelo aumentaba o bien se desvanecía. Eso sería lo mejor, porque siempre había soñado con tener una buena relación con el novio de su mejor amiga y que Clara también le tuviera cariño al chico que ella eligiera, que pudieran salir los cuatro a bailar o a cenar o incluso ir de vacaciones. Pero así…
Ella aún no tenía novio y Clara, si continuaba con Dominic, cambiaría pronto de nivel, de costumbres, de todo. Ya no podrían ir los cuatro de viaje con Interrail, ni de camping. Si Clara seguía con un chico que regalaba setenta rosas de golpe, ya no irían a dormir a un albergue juvenil ni a una habitación compartida. Y ella y su futuro novio no iban a poder permitirse nada mejor al menos hasta que los dos trabajaran y ganaran un sueldo.
Suspiró otra vez y se fue a la cocina a prepararse algo para la cena. Otra vez sola. Era evidente que su padre no pensaba ir a cenar y ni siquiera le había mandado un mensaje como hacía al principio. Al parecer, aquella Isabella le tenía sorbido el seso y, poco a poco, lo estaba convirtiendo en un idiota.
Su padre nunca había sido demasiado expresivo ni mimoso. Muchas veces, cuando invitaban a otros matrimonios a cenar, le había oído decir, aunque siempre cuando pensaba que ella no lo oía, que a él nunca le habían gustado los niños y que sólo lo había hecho por su mujer, que deseaba un bebé por encima de todo; sin embargo a ella siempre la había tratado con cariño y la había ayudado en todo, desde pequeña, y sobre todo los primeros meses del año anterior, cuando se quedaron solos.
Mientras esperaba que se calentara el aceite para hacerse la tortilla francesa que siempre acababa siendo su cena cuando estaba cansada y un poco triste como en ese momento, notó que los ojos empezaban a pincharle desde dentro y pronto las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas.
¡Echaba tanto de menos a su madre! A su padre lo quería, siempre lo había querido, aunque él, a partir de sus diez o doce años, había dejado de demostrarle mucho entusiasmo, pero no podía sustituir a su madre. Incluso si lo hubiera puesto todo de su parte, que no era el caso, no era lo mismo. Podía pedirle lo que necesitara en cuestiones prácticas y él se las solucionaba, siempre la apoyaba en cualquier problema que tuviera en el colegio, siempre podía contar con él cuando se trataba de algo serio.
Pero con él no podía arrebujarse en el sofá y ver una película romántica, ni podía contarle sus problemas con las amigas y los amigos, ni pedirle consejo sobre qué ponerse para un momento especial. Si su madre aún estuviera viva, ahora estarían las dos en la cocina y ella le contaría lo de Clara y Dominic y las rosas, y le enseñaría las fotos que había visto en la Red, y le preguntaría si ella creía que alguna vez encontraría al hombre de su vida. Y su madre la miraría a los ojos, le sonreiría y le diría que por supuesto que lo encontraría, que menuda suerte tendría el chico que la consiguiera, y luego la abrazaría muy fuerte y la mandaría a poner la mesa con una palmada en el trasero.
Echó una mirada circular a la cocina, al gran ficus benjamina que siempre había sido el orgullo de su madre y que ahora había perdido casi todas las hojas, como si estuviera triste por su ausencia y no consiguiera recuperarse a pesar de que ella no se olvidaba de regarlo, a los paños de cocina con el estampado de las vacas de colores que habían comprado juntas, al reloj amarillo que hacía tanto ruido cuando no estaba puesta la radio, como en ese momento, y que su madre siempre decía que era antediluviano y que habría que cambiar por uno digital.
—¡Mamá! ¿Dónde estás, mamá? —dijo bajito, entre sollozos que no podía controlar.
Terminó de hacer la tortilla, apagó el fuego, puso el plato en una bandeja junto con un vaso de leche fría, un poco de pan y dos mandarinas, y se fue a la sala de estar a ver una película antes de acostarse.
En momentos así comprendía por un instante que su padre no quisiera estar en casa. Dolía demasiado.
Pero de ahí a comprender que, después de haber estado veinte años felizmente casado, se hubiese liado ahora con una estúpida que no se parecía en nada a su mujer de siempre, que casi podría ser su hija y que, al menos por teléfono, tenía una risa como de gallina histérica que ponía los pelos de punta… ¿Cómo podía ser tan imbécil? Y cada semana pasaba más noches en casa de Isabella, y cada vez más a menudo se olvidaba de mandarle un mensaje a ella para que no se preocupara.
Los padres se pasan años recordando a los hijos la necesidad de avisar siempre que haya cualquier retraso o cambio de planes, para que no tengan que preocuparse, y luego ellos hacen lo que les da la gana, sin pensar que los hijos también se angustian cuando no saben dónde están o cuándo tienen intención de volver.
Por un momento pensó en llamar a Clara, como casi todas las noches, pero ese día no le apetecía volver a hablar de Dominic, ni tenía ganas de contar sus propias penas.
Empezó a pasar canales con la esperanza de que en alguna cadena hubiera una película de acción, con muchos disparos y muchas explosiones, donde al final muere el malo y el bueno acaba sucio y lleno de rasguños, pero gana.
Nils llevaba apenas un par de semanas en Innsbruck y empezaba a orientarse en la rutina cotidiana cuando sucedió algo fuera de lo común.
Estaba tomando un té en el café Katzung, en pleno centro de la ciudad antigua, se había levantado de la mesa para ir al baño y, a su vuelta, alguien había dejado sobre la taza dos naipes. Uno, el más convencional, era el caballo de bastos. El otro era uno de los Arcanos Mayores del Tarot: el número VII, el Carro.
Los levantó, les dio la vuelta esperando que hubiera un mensaje o un número de teléfono escrito en el reverso, pero no había nada. Al parecer el mensaje estaba contenido en la misma simbología de las dos cartas.
Echó una mirada circular al local, a esa hora ya bastante lleno de gente, tanto turistas como nativos, con la esperanza de descubrir la mirada de alguien fija en la suya, pero nadie pareció darse por aludido y tampoco él reconoció a ninguno de los presentes.
Llamó a la camarera, pidió la cuenta y preguntó, como sin darle importancia, si ella había visto a alguien dejarle los naipes sobre la taza. La mujer tardó en comprender la pregunta y, cuando lo hizo, se limitó a agitar la cabeza en una negativa.
Nils pagó y se quedó mirando las cartas. No sabía prácticamente nada de Tarot, salvo que el clan blanco era muy aficionado a consultarlo. ¿Habría algún clánida blanco por los alrededores?
Lo que sí sabía con toda seguridad era que los bastos eran el palo del clan negro, de su propio clan. Quienquiera que hubiera dejado allí esas cartas le estaba diciendo con claridad que sabía quién era él realmente. ¿Y qué más? ¿Que deseaba ponerse en contacto con él? ¿O era más bien una advertencia, un aviso de que no interfiriera en cuestiones relacionadas con el clan blanco? ¿Qué cuestiones? En Shanghai, Imre no le había mencionado nada relacionado con los otros clanes, aunque era evidente que el clan rojo tenía algún tipo de interés en Innsbruck y por eso estaba él en la capital del Tirol, para intentar averiguar qué se proponían.
¿Sería una señal del clan rojo? No parecía probable. Le habrían dejado un naipe de oros.
Abrió el pequeño ordenador y consultó el significado del Arcano número siete. Curioso. Al parecer el significado general era el comienzo de un largo viaje que se emprende con entusiasmo y confianza, de una aventura que nos llevará a través de numerosos altibajos y peligros en busca del paraíso perdido que quizá consigamos alcanzar. Era también una advertencia para no sobreestimar las propias facultades, para darse cuenta de la propia inexperiencia y estar siempre dispuesto a aprender para que nuestros planes lleguen a buen término.
Muy interesante.
De hecho, casi podía decir que era una carta que podía muy bien representarlo a él mismo, a Nils Olafson. Así había sido siempre su vida y en el momento presente su situación era, si cabía, más clara que nunca: un nuevo comienzo, una búsqueda, un camino peligroso que podría llevarlo a encontrar algo que aún no había quedado bien definido pero que era evidentemente importante no sólo para su clan, sino también para todo
karah
.
Echó una mirada al significado del caballo de bastos y, como suponía, también era posible referirlo a sí mismo: pasión, impaciencia, ramalazos de agresividad, amor al riesgo…
¿Quién le había dejado aquello sobre su taza y qué había querido decirle con ello? ¿Algo así como «sabemos quién eres y cómo eres»? De acuerdo, y ¿qué más? ¿«Márchate»? ¿«Sigue así»? ¿«Tenemos que vernos»?
No podía saberlo, de modo que se encogió de hombros, cerró el portátil y salió de la cafetería. Si alguien quería ponerse en contacto con él, ya lo haría. De momento no tenía ninguna prisa. Ni siquiera pensaba decírselo a Imre. Ya hablaría con él cuando tuviera algo que contarle.
Lena estaba en el último piso del edificio de su instituto, el Privates Oberstufenrealgymnasium St. Karl —PORG Volders para sus alumnos y profesores—, que estaba situado en un pueblecito a quince kilómetros de Innsbruck, un instituto de bachillerato especializado en dos ramas: ecológica y musical. Había sido un internado durante el siglo
XIX
y la mitad del
XX
y, aunque había sido remodelado varias veces, seguía teniendo la dignidad que le otorgaban sus amplios pasillos, las grandes escaleras, los marcos de las puertas tallados en madera y la enorme altura de las habitaciones.
En el último piso, de techo abuhardillado, todo de madera clara, estaba el salón de actos, con capacidad para los trescientos alumnos, sus profesores y los padres que acudían a las veladas musicales, así como las salas de prácticas de los diferentes instrumentos.
Lena estaba medio reclinada en el largo banco corrido frente a las aulas de música, con la espalda apoyada en la mochila, hablando con dos chicos de octavo B —ella era de octavo C— que también estaban esperando su turno de piano. Clara estaba dentro; tocaba una pieza de Yann Tiersen que combinaba muy bien con la luz grisácea, como de acuario, que entraba por las ventanas inclinadas del ático, una música de bosque húmedo, de gotas resbalando desde las ramas altas.
A uno de ellos, Andy, Lena lo conocía desde la escuela anterior, a la que ambos habían asistido entre los diez y los catorce años, pero si entonces Andy había sido un niño callado y más bien bajito, ahora se había convertido en un chico de casi metro noventa, con rastas y una pasión desbordada por la batería. Al otro, Lenny, era la primera vez que lo veía y Andy se lo acababa de presentar, haciendo, de paso, un resumen de lo más importante:
—Éste es Lennart Schwarz, Lenny. Va a mi clase y es nuevo en el PORG. Bueno, en el PORG y en Tirol y casi que en Austria. Fuimos juntos a la guardería y a primero de primaria, cuando aún vivíamos en Viena. Luego nosotros nos vinimos a Tirol y sus padres consiguieron un trabajo en algún país raro y nos perdimos de vista, pero han vuelto este verano. Ha vivido ya en cuatro países. Toca el piano que te pasas. Y el saxo. Es buen tío —terminó, como si él no estuviera delante. Luego le palmeó la espalda, casi con orgullo de propietario—. Ésta es Lena. Una amiga de toda la vida. Quiero decir, que llevo toda la vida soportándola, pero es majilla cuando quiere. ¡Anda, me acabo de dar cuenta! Lenny y Lena. Parecen los protagonistas de un cuento para críos.
Lena se levantó y le estrechó la mano, sin hacer ningún caso a la cháchara de Andy.
—Con el tiempo una acaba por desarrollar sordera selectiva con este pelmazo —comentó—. ¿En qué países has vivido?