Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
¿Dónde estaría su amiga? Se había enterado por Facebook de que Lena también había dejado el instituto, pero nadie parecía saber qué estaba haciendo o dónde. Incluso unos días atrás había recibido un
e-mail
de Lenny preguntando si ella sabía algo de su paradero.
Se mordió los labios. Si le hubiera hecho más caso a Lenny ahora estaría saliendo con él, yendo al instituto todos los días, preparando los exámenes de Matura. Lena también se habría enamorado de un compañero y podrían ir a bailar los cuatro, a tomar una pizza por ahí, a hacer planes de futuro, mientras que así… su futuro ya estaba planeado y ella no tenía voz ni voto en esos planes. Ella ya no era Clara Gärtner; ahora su nombre era Clara von Lichtenberg, tenía un título nobiliario, un castillo en Tirol del Sur, un chalet en la costa de Amalfi —la famosa y maravillosa casa donde Dominic quería que viviera hasta poco antes del parto—, un jet privado en el que no podía marcharse a ninguna parte y una cadena de hoteles en todos los lugares del mundo a los que no podía ir.
Y además…
Además se estaba convirtiendo en un monstruo y no podía hablarlo con nadie.
Tachó el pensamiento como le habían enseñado a hacer en un cursillo de psicología un par de años atrás. Se imaginó a sí misma llevándose a la boca un animal cualquiera para beber su sangre y empezó a tachar la imagen con un gran rotulador negro. Una raya, otra, otra, una cruz, otra raya, un borrón, otro, otro, hasta que no quedó nada más que una mancha negra, un coágulo de negrura que lo negaba todo.
Sintió los brazos de Dominic abrazándola por detrás y, sin poder evitarlo, se apretó contra él, deseando que la besara, que le dijera que la quería, que todo iba a salir bien.
—¿Qué te pasa, pequeña? —le susurró al oído—. Dime qué tienes y haré todo lo posible para que vuelvas a ser feliz.
Ella se volvió hacia él, se dejó abrazar y se echó a llorar desconsoladamente.
—Estoy muy sola —dijo cuando pudo hablar de un modo comprensible—; estoy muy, muy sola, y tengo miedo, y me aburro aquí. Ésta no es mi vida, Nico.
—Dominic. Sólo mi familia me llama Nico.
Clara se apartó de su abrazo, como si quemara.
—¿Ah sí? Y yo ¿qué soy?
—Tú eres la madre de mi hijo. Mi mujer, si lo prefieres —añadió al ver su expresión—. Mi esposa. No te enfades, Clara, pero prefiero que me llames Dominic. O si te gusta más uno de esos nombres cortos y estúpidos, llámame Domi, pero Nico no. Por favor. ¿De acuerdo?
Estuvo a punto de decir que no, pero de repente se acordó de cuando estaban en tercero y a las compañeras de clase les dio por buscar nombres idiotas para todo el mundo. A ella le tocó Kiki y cada vez que alguien la llamaba así le daban ganas de estrangularlo. A Dominic sólo lo llamaba Nico su hermana mayor. Quizá por eso no quería que nadie más lo llamara con su nombre infantil.
—Dominic.
Él sonrió.
—Gracias, Clara. A ver… hablábamos de ti. Dime, ¿qué te gustaría?
—Volver a casa.
—No es posible, lo siento.
—Pero ¿por qué no? ¿por qué, maldita sea? He vivido allí toda mi vida, ¿por qué, ahora, de repente ya no puede ser? ¡Ya soy mayor! Estoy harta de que todos me tratéis como si fuera imbécil.
Dominic la miró muy serio, como sopesando lo que podía o no contarle.
—De acuerdo. Te lo diré. Eres adulta, sí; tienes derecho.
Repentinamente a Clara ya no le apetecía tanto la idea de que Dominic le dijera… lo que al parecer había decidido decirle y, si hubiera podido hacerlo sin perder la dignidad, le habría dicho que no hacía falta que le diera explicaciones. Pero no era posible.
—¿Recuerdas la muerte de aquel profesor tuyo?
—Claro.
—Fue asesinado por una confusión.
—No te entiendo.
—El tirador quería matarte a ti.
Como en una mala obra de teatro, Clara se llevó una mano a la boca y otra al pecho.
—Te has convertido en una persona muy importante. Llevas un hijo del clan rojo. Por primera vez en mucho, mucho tiempo nos va a nacer un bebé. Y eso no es todo.
—¿No? —preguntó con un hilo de voz, deseando que se callara.
—Ese niño, o niña, podría ser lo que todos los clanes llevamos siglos esperando.
Clara sintió que estaba a punto de tener un ataque de histeria y se iba a echar a reír de un momento a otro. Aquello sonaba exactamente como la Anunciación, sin arcángel san Gabriel. Tenía que ser una broma, pero Dominic no daba la sensación de estar contando un chiste.
—¿Lo dices en serio? —preguntó.
—Totalmente. Mi hijo puede ser el nexo que esperamos.
—¿Tu hijo? —preguntó, picada.
—Nuestro hijo, Clara.
—¿Una especie de Mesías, de Salvador?
—Sí. Algo parecido. Por eso hay que cuidaros tanto, ¿entiendes? Corréis peligro y es importante que estéis siempre en un entorno protegido, vigilado, para evitar sorpresas.
—Pero ¿quién quiere matarme?
—No lo sabemos con certeza, aunque lo lógico es que se trate de alguien de otro clan, probablemente el negro, que no verían con buenos ojos que seamos nosotros los que consigamos engendrar al nexo.
—Me estoy mareando.
Dominic le pasó un brazo por la cintura y la ayudó a sentarse en una piedra, sobre la que primero colocó su jersey.
—¿Estás mejor?
Él se puso detrás, con las piernas abiertas, y la dejó apoyar la cabeza en su hombro. Clara asintió sin palabras.
—Si me voy a la casa de la costa de Amalfi ¿estaré segura?
—Todos creemos que es mejor. Tendrás todo lo que quieras, todo lo que necesites. Además de protección total. Yo te visitaré con frecuencia, Eleonora también, y tu madre; podemos incluso arreglar que venga alguna amiga a verte, ¿te gustaría eso?
Ella movió la cabeza afirmativamente mientras las lágrimas se deslizaban en silencio por sus mejillas sin que Dominic lo notara.
—Falta muy poco ya, tesoro. Nuestros hijos suelen nacer antes de lo normal. Y en cuanto nazca el bebé serás más libre, ya verás.
En ese momento estuvo a punto de decirle lo que le pasaba cuando caía la noche y la necesidad de beber se volvía irresistible, pero no tuvo valor. Estaba confusa, mareada, asustada.
—¡Ay!
—¿Qué pasa? ¿Qué tienes, Clara?
—¡Se ha movido! ¡Toca, toca aquí! —casi gritó, poniéndole una mano sobre el vientre—. ¿Lo notas?
El rostro de Dominic se iluminó de pronto con una expresión de triunfo como Clara no había visto jamás.
—¡Está vivo!
—¡Pues claro que está vivo! ¡Qué cosas tienes! —De repente todo había quedado olvidado frente aquella muestra de la existencia de su hijo. Clara ya no era una chica deprimida y quejicosa, aterrorizada por el desarrollo de los acontecimientos; ahora, de repente, creía por fin en el bebé que pronto nacería, en su bebé.
Dominic se puso en pie y la levantó en vilo, como si no pesara nada.
—¡Oh, Clara, Clara! ¡Qué maravilla! ¡Qué felicidad!
Se besaron y luego él la llevó en brazos de vuelta al sanatorio, hablando de nombres posibles en femenino y en masculino.
Desde la terraza del hotel, el castillo de Chambord era una joya misteriosamente iluminada en la noche. El espectáculo nocturno estaba en pleno curso. Aquí y allá, en diferentes salones, las luces se encendían y se apagaban, unas anaranjadas, otras de color de rosa, otras de un azul fantasmal, como si una compañía de espectros se paseara por su interior buscando la vida de otros tiempos. En la amplia terraza que remataba el edificio, las luces eran difusas, cambiantes, y de vez en cuando formaban sobre la superficie de las chimeneas constelaciones de estrellas, salamandras, ojos abiertos y cerrados, guirnaldas de flores.
Emma y Albert, bien envueltos en sendas mantas, contemplaban el despliegue de luz desde las sombras de un castaño.
—¡Cuánta belleza! —dijo ella en voz baja.
—¡Y cuántos recuerdos!
Emma giró la cabeza hacia él y le regaló una pequeña sonrisa.
—¿Tú también?
Albert rió suavemente.
—Siempre has sido el amor de mi vida, Emma, lo sabes. ¿Cómo voy a olvidar que fue aquí donde todo empezó? Entonces no te llamabas Emma.
—Ni tú Albert. —Acarició la manta de cachemir que la cubría y su expresión se hizo soñadora—. Yo era la joven condesita de Montfleury. Isabelle. Pero tú me llamabas Fiordiligi, a la moda italiana.
Hacía muchos años que no habían hablado de tiempos pasados; trabajaban juntos, se veían casi todos los días, pero sus conversaciones ya nunca eran íntimas, ni siquiera personales. Era como si los dos fueran de verdad otras personas, diferentes de las que habían sido entonces. Pero ahora, entre las sombras, con la luna creciente bajando hacia el horizonte, brillante como un cuchillo, era de pronto más fácil, como si el tiempo se hubiera detenido y hubiera dado media vuelta, hacia atrás, hacia el pasado.
—Nunca olvidaré la primera vez que te vi —dijo Albert con la vista fija en las luces de Chambord, sin mirar a Emma—. Sabía que veníamos a que yo te conociera, con la excusa de presentarme al rey; sabía que mi mentor, mi tío Gilles, tenía la esperanza de que nos gustáramos lo suficiente como para casarnos e intentar tener un hijo, y yo estaba dispuesto a ello, evidentemente, para eso me habían educado, pero cuando te vi…
—En el salón azul, junto al despachito del delfín —interrumpió Emma con voz soñadora.
—Estabas como enmarcada por las puertas abiertas que daban a la pequeña biblioteca. Ibas vestida de blanco y oro, y detrás de ti brillaban todos los volúmenes recién traídos de Italia. Tenías el pelo rubio trenzado hacia arriba, despejando el cuello, y los ojos más brillantes que he visto en la vida, como estrellas. —Suspiró—. Me enamoré de ti como un idiota, en ese mismo instante, sin que me importara en absoluto lo que los conclánidas pudieran pensar de mí.
Emma suspiró también.
—Creo que fue lo más hermoso que me ha pasado en toda mi vida, Philippe. —Albert sintió un escalofrío al oírla llamarlo por el nombre de su infancia, de su juventud, como tanto tiempo atrás—. ¡Qué lástima que el amor no viva tanto como nosotros!
Estuvo a punto de contradecirla, de confesarle que, si había estudiado biología y llevaba más de cincuenta años en una estación en medio de los hielos eternos, era solamente para estar con ella, para verla todos los días, y oírla reír, y hablar de cualquier cosa, pero decidió guardar silencio, como llevaba tres siglos haciendo. Mejor conformarse con lo posible que arriesgarse a perderlo todo.
—Está bonito este espectáculo de luz y sonido, ¿verdad? —comentó ella al cabo de un par de minutos de silencio.
—Sí. Han tenido buen gusto.
Emma miró a Albert sin girar la cabeza, para que no se diera cuenta. Siempre había parecido un príncipe elfo. Con los siglos se había hecho más sólido, más sabio, más sereno, pero seguía siendo tan guapo como entonces, con esos ojos grises de seda, con ese cabello rubio, fuerte, que invitaba a acariciarlo. Su amor había sido un torbellino, un huracán que lo arrastraba todo, pero en algún momento sus vidas se habían ido separando y, más tarde, al reunirse de nuevo, ella había tenido que aceptar que él no la quería ya, que se habían convertido en amigos, hermanos, conclánidas, aunque seguían sintiendo una afinidad tan poderosa que, a veces, parecía amor.
¿Qué pasaría si ella ahora le tendiera la mano y lo atrajera hacia sí, como aquella primera vez en la terraza del castillo, bajo las estrellas?
No. No quería oírle decir que ya no era tiempo de amor. No quería que la rechazara.
Se puso en pie y se apretó la manta contra el cuerpo.
—Ya hace demasiado frío, Albert. Me voy a la cama.
Él se levantó también, se inclinó frente a ella, le tomó la mano y se la besó.
—Buenas noches, Fiordiligi.
La vio perderse en las sombras, sintiendo que, de nuevo, un arpón se le había clavado dentro y era ella quien tenía el cabo, como siempre, como durante todos los siglos desde que se conocieron. Se clavó las uñas en las palmas de las manos para no seguirla. Dejó la manta en la hamaca y echó a correr hacia los bosques oscuros para agotarse antes de regresar.
Lena estaba tumbada boca abajo en la cama del hotel sintiéndose más desgraciada que en todos los días de su vida, salvo en los que siguieron a la muerte de su madre. Pero entonces el dolor tenía sentido, era natural y, aunque no le gustara reconocerlo, sabía que alguna vez pasaría, que volvería a reír y a ser feliz, a pesar de que siempre la recordaría y la echaría de menos, mientras que ahora el dolor que sentía era estéril, inútil, innecesario y, sobre todo, para el futuro, porque sabía que lo que acababa de suceder en el parque del Retiro era lo que le esperaba en adelante: una vida en la que iría comprendiendo cosas cada vez más extrañas, donde iría entrando en un juego que ahora le parecía una locura y en el que, al parecer, el asesinato era uno de los platos cotidianos.
Se sentía tan sola, tan sola… Habría dado diez años de su vida por un abrazo, por una caricia, por que un ser humano la estrechara entre sus brazos y poderse acurrucar contra alguien vivo que la mimara, y hablara con ella y le diera valor. Estaba aterrorizada.
No podía apartar sus pensamientos del momento en el que Sombra había hundido la mano en el pecho del hombre como si fuera de mantequilla y le había arrancado el corazón sin un parpadeo. Y luego… ¿por qué había tenido que metérselo en la boca? ¿No era bastante con matarlo? ¿Tenía que hacer algo tan asqueroso, tan cruel?
Que Sombra no tenía sentimientos, o no como los de ella, había quedado claro en muchas ocasiones, pero siempre había sido un ser eminentemente práctico; la crueldad no le resultaba necesaria, no era… efectiva, como él lo formulaba. ¿O sí? ¿O en este caso lo era?
Se le ocurrió de repente tratar de averiguarlo y, así como estaba, llorosa y con la cabeza tapada por la almohada, lanzó el pensamiento, como de puntillas, a la mente de Sombra. No era la primera vez que lo intentaba, y nunca lo había conseguido, pero tampoco perdía nada con probar. Estaba segura de que se sentiría mejor si lograba atravesar aquella barrera de negrura, de vacío, que Sombra ponía en su camino cada vez que ella quería comprender lo que pensaba.
Nada más evocarla, la barrera volvió a aparecer, pero esta vez no era como las otras, sólida, infranqueable. Esta vez se presentaba a su ojo interior como una altísima puerta de dos hojas, claveteada con gruesos remaches de cabeza cuadrada y fajada con anchas cintas de hierro, incrustada en un muro de sillares de piedra negra, tan alto que cuando echaba la cabeza atrás no conseguía verle el final. Estaba muy oscuro y no se oía el mínimo ruido, salvo un siseo como de un viento huracanado colándose por una rendija muy lejos del lugar donde ella se encontraba. Las puertas no tenían aldaba, ni llamador, ni cerradura, ni picaporte, como si sólo pudieran abrirse desde dentro y no estuvieran pensadas para que nadie acudiera a llamar a ellas.