Heliconia - Verano (17 page)

Read Heliconia - Verano Online

Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
12.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿No son divertidos? —dijo al príncipe—. Se parecen mucho a la gente, excepto por el pelaje.

El thribriatano, al oír esto, llevó la mano a su braffista y dijo al príncipe:

—¿Deseas que haga luchar entre sí a los Otros?

El príncipe mostró en la palma de su mano una moneda de plata.

—Es tuya si consigues que hagan rumbo.

Todos rieron. La chica lanzó un chillido, con humor.

—No seas descortés —dijo al príncipe—. ¿Lo harán? Apesadumbrado, el hombre de Thribriat respondió: —Estas bestias no tienen khmir, como los seres humanos. Sólo hacen rumbo…, el amor…, una vez por décimo. Es más fácil hacer que peleen.

Taynth Indredd sacudió la cabeza y guardó su moneda, riendo. En el momento en que se disponía a alejarse, MyrdemInggala se dirigió hacia él. La pequeña acompañante del príncipe se había marchado, súbitamente aburrida. Vestía como una mujer adulta, y llevaba las mejillas pintadas de rojo.

Tan pronto como pudo, la reina dejó a JandolAnganol conversando con Taynth Indredd y se encaminó hasta la fuente para hablar con la muchacha.

—¿Buscas peces?

—No, gracias. En Oldorando tenemos peces mucho más grandes. —Indicó su tamaño de modo infantil, abriendo las manos.

—Lo creo. Acabo de hablar con tu padre, el príncipe.

Por primera vez la muchacha miró de frente a su interlocutora, con expresión irritada. Aquel rostro asombró a la reina: era muy extraño, con unos ojos inmensos rodeados de pestañas anormalmente largas, y una nariz como el pico de un periquito. “Por la Observadora —pensó la reina—, esta niña es Madi a medias. ¡Qué cosa tan rara! Debo ser amable con ella”.

La chica decía:

—¡Zygankes! ¿Taynth, mi padre? ¿Qué te ha dado esa idea? Es sólo un primo lejano, por su matrimonio. No lo aceptaría como padre: es demasiado grueso. —Como para concluir con una nota más agradable, la chica agregó:— Por primera vez he sido autorizada para alejarme de Oldorando sin mi padre. Me acompañan mis damas, por supuesto, pero esto es muy aburrido, ¿verdad? ¿Debes vivir aquí?

Miró a la reina con los ojos entrecerrados. Algo, en su rostro, le daba a la vez un aire de belleza y de estupidez.

—¿Sabes una cosa? —continuó—. Para ser una mujer mayor, eres muy atractiva.

Manteniendo su rostro grave, la reina dijo:

—Tengo una bonita piscina, alejada de miradas indiscretas. ¿Te gustaría venir a nadar? ¿Te está permitido?

La muchacha reflexionó.

—Puedo hacer lo que quiero, por supuesto; pero no creo que ir a nadar sea lo más adecuado. Después de todo, soy una princesa. No debo olvidarlo.

—¿De veras? ¿Te importa decirme tu nombre?

—Zygankes, qué primitivos sois en Borlien. Creí que todo el mundo sabía mi nombre. Soy la princesa Simoda Tal, y mi padre es el rey de Oldorando. Supongo que habrás oído hablar de Oldorando…

La reina no pudo contener su risa. Compadeciéndose de la joven, dijo:

—Bueno, si has venido desde tan lejos te mereces un baño.

—Iré cuando lo desee, gracias —dijo la muchacha.

Y cuando lo deseó fue a la mañana siguiente, de madrugada. Se abrió paso hasta las habitaciones de la reina y la despertó. MyrdemInggala se sintió más divertida que irritada. Hizo levantar a Tatro y ambas fueron con Simoda Tal a la piscina, acompañadas sólo por sus criadas, quienes traían toallas, y una guardia de phagors. La muchacha, sin ocultar su disgusto, pidió que fueran despedidos.

Una fresca luz iluminaba la escena, pero el agua estaba algo más que tibia. Antes, en tiempos del padre de JandolAnganol, se traían de las montañas carros de hielo y nieve para refrescar la piscina, pero la escasez de personal, motivada por las incursiones de las tribus de Mordriat, había puesto fin a esos lujos.

Aunque no daban sobre la piscina otras ventanas que no fueran las de la reina, ésta solía cubrir su blanco cuerpo con una leve túnica. Simoda Tal no tenía esas reservas. Arrojó a un lado sus ropas, revelando un cuerpo pequeño y macizo, con negras vellosidades que se destacaban como pinos en una ladera nevada.

—¡Oh, te quiero, eres hermosa! —exclamó. Apenas estuvo desnuda, corrió hacia la reina y la abrazó. MyrdemInggala no pudo responder con libertad. Sintió algo impropio en aquel abrazo. Tatro lanzó un chillido.

La muchacha se zambulló y reapareció junto a la reina. Nadaba abriendo repetidamente las piernas, como si quisiera convencer a MyrdemInggala de que ya era adulta donde más importaba.

Al mismo tiempo, un funcionario de la corte interrumpía el sueño de SartoriIrvrash. Los guardias informaban que el embajador de Sibornal, Io Pasharatid, había partido, solo en su hoxney, una hora antes de la salida de Freyr.

—¿Y Dienu, su mujer?

—Todavía en sus habitaciones, señor. Parece inquieta, según me han dicho.

—¿Inquieta? ¿Qué significa eso? Esa mujer es inteligente. No puedo decir que me agrade, pero es inteligente. Qué fastidio… Y hay tantos necios… Ven, ayúdame a incorporarme, ¿quieres?

Se echó una túnica sobre los hombros y despertó a la esclava que lo atendía desde la muerte de su esposa. Admiraba a los sibornaleses. Había estimado que en ese momento del Gran Año probablemente existieran, en los diecisiete países de Campannlat, unos cincuenta millones de seres humanos; esos países no podían entenderse entre sí. Las guerras eran endémicas. Los imperios ascendían y caían. Jamás había paz.

En Sibornal, el frío Sibornal, las cosas eran muy distintas. En los siete países de Sibornal vivían, según se estimaba, veinticinco millones de personas. Esas siete naciones constituían una fuerte alianza. Campannlat era incomparablemente más rico que el continente norte; pero las perpetuas luchas entre sus naciones impedían que nada se desarrollara, aparte de las religiones, las cuales prosperan con la desesperación. Por esto odiaba SartoriIrvrash su tarea de canciller. Despreciaba a la mayoría de los hombres para quienes trabajaba.

Había sobornado ya a varias personas, y estaba al tanto, por ello, de que el príncipe Taynth Indredd había llevado al palacio una caja llena de arcabuces, los mismos de los que se había hablado el día anterior. Obviamente, serían un incentivo para un arreglo; pero aún estaba por verse cuál sería ese arreglo.

No era improbable que el embajador de Sibornal también se hubiese enterado de la existencia de aquellas armas. Eso podía explicar su apresurada partida. Se dirigiría hacia el norte, hasta Hazziz y los establecimientos sibornaleses más próximos. Habría que traerlo de regreso cuanto antes.

SartoriIrvrash bebió un tazón de té de pellamonte que la esclava le había llevado; y luego, dirigiéndose al funcionario, dijo:

—Ayer hice un descubrimiento fabuloso acerca de los hoxneys, algo que puede influir sobre la historia del mundo… Un descubrimiento notable. ¿Y quién lo toma en consideración? —Rascó su cabeza calva.— Aprender no significa nada; la intriga lo es todo.

De manera que debo levantarme al alba para capturar a un loco que huye hacia el norte… ¡Qué fastidio! Pues bien. ¿Qué buen jinete de hoxney tenemos a mano? Uno en quien podamos confiar, si tal cosa es posible. Ya sé. YeferalOboral, el hermano de la reina. Tráelo, ¿quieres? Que traiga también sus botas.

Cuando YeferalOboral apareció, SartoriIrvrash le explicó la situación.

—Trae de vuelta a ese loco de Pasharatid. Si te das prisa lo alcanzarás. Dile… algo. Déjame que piense. Sí, dile que el rey ha decidido no firmar ningún compromiso con Oldorando ni con Pannoval. Que en cambio quiere hacerlo con Sibornal. Sibornal tiene una flota. Dile que le ofrecemos la posibilidad de que atraquen en Ottassol.

—¿Qué podrían hacer los barcos de Sibornal tan lejos de su país? —preguntó YeferalOboral.

—Que él mismo lo piense. Tú sólo debes persuadirlo de regresar.

—¿Por qué quieres que vuelva?

SartoriIrvrash unió y apretó sus manos.

—Es culpable de algo. Por eso se ha ido de repente. Quiero saber qué ha hecho. En la manga de un sibornalés siempre cabe algo más que un brazo. Ahora vete, por favor, y no hagas más preguntas.

YeferalOboral atravesó la ciudad hacia el norte; las calles ya estaban llenas de personas que se habían levantado temprano; luego siguió a través de los campos. Avanzaba rápidamente, alternando el paso con el trote.

Llegó al puente sobre el Mar, en el punto en que este río se reunía con el Takissa. Había allí una pequeña fortificación. Se detuvo y cambió de hoxney.

Al cabo de otra hora de marcha, cuando el calor se hacía intenso, se demoró junto a un arroyo para beber. Cerca del agua encontró huellas frescas de hoxney; esperaba que fueran las del animal que montaba Pasharatid.

Continuó hacia el norte. El campo era menos fértil. Había pocas viviendas. Soplaba el thordotter, que secaba la piel y ardía en la garganta.

El paisaje estaba sembrado de grandes rocas. Más o menos un siglo atrás, abundaban en la región los ermitaños, quienes construían pequeñas capillas detrás o encima de aquellas rocas. Se veían uno o dos hombres, pero el intenso calor había ahuyentado a la mayoría. Los phagors labraban las tierras cerca de los peñascos; brillantes mariposas revoloteaban en torno de sus piernas.

Detrás de un promontorio, Io Pasharatid aguardaba a su perseguidor. Su hoxney estaba agotado. Pasharatid esperaba que fueran tras él, pero le asombró que sólo se acercara un jinete. La tontería de los campannlatianos era infinita.

Cargó el arcabuz, lo puso en posición y esperó el momento adecuado para encender la mecha. Su perseguidor se acercaba a paso firme, cabalgando entre las rocas, sin tomar demasiadas precauciones.

Pasharatid apretó la culata contra el hombro, apuntó, entrecerrando los ojos, y acercó la mecha encendida. Odiaba usar esas armas brutales, propias de bárbaros.

No todo disparo era exitoso. Este lo fue. Hubo una fuerte explosión y la bala voló hacia su blanco. YeferalOboral fue derribado de su montura, con un agujero en el pecho. Se arrastró hasta la sombra de una roca y murió.

El embajador de Sibornal se apoderó del hoxney de su víctima y prosiguió su viaje hacia el norte.

Es necesario decir que en la corte del rey JandolAnganol no había riquezas capaces de rivalizar con las de las cortes amigas de Oldorando y Pannoval. En esos centros de civilización, más favorecidos, se habían acumulado tesoros de todo tipo; se protegía a los estudiosos, y la Iglesia misma —esto era más cierto en Pannoval— estimulaba en cierta medida el conocimiento y las artes. Pero Pannoval tenía la ventaja de ser gobernada por una dinastía que alentaba una religión proselitista, logrando así una mayor estabilidad.

Casi todas las semanas, los barcos desembarcaban en el puerto de Matrassyl sus cargamentos de especias, drogas, pieles, dientes de animales, lapislázuli, maderas aromáticas y aves extrañas. Pero pocos de estos tesoros llegaban al palacio. Porque a los ojos del mundo, y tal vez a los propios, JandolAnganol era un rey advenedizo. Se jactaba del ilustrado reino de su abuelo; pero su abuelo había sido poco más que un guerrero de éxito —uno de los muchos que se disputaban el territorio de Borlien—, con suficiente talento para reunir formidables ejércitos de phagors bajo el mando de capitanes humanos, y someter así a sus enemigos.

No todos esos enemigos habían muerto. Una de las «reformas» más asombrosas del padre de JandolAnganol había sido la creación de un parlamento, o scritina, que debía representar al pueblo y aconsejar al rey. Se basaba en el modelo de Oldorando. VarpalAnganol había constituido el cuerpo de la scritina con dos categorías de hombres: los dirigentes de cofradías y gremios, tales como los gremios de los herreros, quienes detestaban un poder tradicional sobre la tierra; y los jefes derrotados o los miembros de sus familias. A todos ellos se les ofrecía la posibilidad de manifestar sus quejas, apaciguando así su furia. Gran parte de la carga que llegaba a Matrassyl se destinaba al pago de este poco amistoso cuerpo.

Cuando el joven JandolAnganol depuso y encarceló a su padre, pensó en abolir la scritina, pero ésta se negó a desaparecer. Se reunía irregularmente y continuaba asediando al rey, mientras sus miembros se enriquecían. Su jefe, BudadRembitim, era también el alcalde de Matrassyl.

Durante las reuniones con los extranjeros, la scritina llamó a un encuentro extraordinario. Sin duda exigiría una nueva tentativa de someter a Randonan y una defensa más eficaz contra las tribus guerreras de Mordriat, las cuales incursionaban a poco más de dos o tres jornadas de sus hogares. El rey debería responder y comprometerse a seguir una línea de acción determinada.

JandolAnganol se presentó ante la scritina por la tarde, mientras sus distinguidos visitantes dormían la siesta. Dejó fuera a su runt y, sombrío y silencioso, se instaló en su trono.

Después de las dificultades de la mañana, otras nuevas. Su mirada recorrió el salón de madera y los rostros de los consejeros.

Varios miembros de las viejas familias tomaron la palabra. En su mayoría se refirieron a un tema viejo y a un tema nuevo. El viejo era el tesoro vacío. El nuevo era el informe desfavorable de las Guerras Occidentales, debido al saqueo que sufriera la ciudad fronteriza de Keevasien. Unidades randonanesas habían atravesado el río Kacol, devastando la ciudad.

Esto era debido, según se lamentaban, al hecho de que el general Hanra TolramKetinet era demasiado joven e inexperto para estar al mando del ejército. Cada queja era una crítica contra el rey. JandolAnganol escuchaba impaciente, tamborileando con los dedos en el brazo del sillón. Volvía a recordar los desventurados días de su juventud, después de la muerte de su madre. Su padre le pegaba y no lo atendía. Él se ocultaba en los sótanos de la servidumbre, jurando que de mayor no permitiría que nadie se opusiera a su felicidad.

Después de ser herido en el Cosgatt, y de retornar con grandes dificultades a la capital, había padecido un estado de debilidad que evocaba en su mente el pasado que deseaba olvidar. De nuevo se sintió impotente. Y entonces observó que el joven capitán TolramKetinet sonreía a MyrdemInggala, recibiendo, en respuesta, otra sonrisa.

Apenas hubo abandonado el lecho, ascendió a TolramKetinet a general y lo envió a las Guerras Occidentales. En la scritina había hombres que creían —con buenas razones— que sus hijos merecían con mucha mayor justicia ese ascenso. Cada fracaso en las obstinadas junglas del oeste reforzaba esa creencia y la furia contra el rey. Éste necesitaba una victoria de alguna clase, y muy pronto. Y por esto se veía obligado a dirigir su vista hacia Pannoval.

Other books

The Jock and the Wallflower by Lisa Marie Davis
Billionaire Baby Dilemma by Barbara Dunlop
Port Mungo by Patrick McGrath
Crying for Help by Casey Watson
The Spare Room by Kathryn Lomer
Reflected Pleasures by Linda Conrad