Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
Ocurría también, la mayoría de las veces, que algunos miembros de la tribu decidían quedarse en Oldorando, hasta que los demás retornaran, o para siempre. La enfermedad o la invalidez eran razones para abandonar el Ahd.
Algunos años antes una muchacha Madi, coja, había dejado el Ahd para ocuparse de la limpieza en el palacio del rey Sayren Stund. Su nombre era Bathkaarnet-ella. Bathkaarnet-ella tenía el rostro tradicional Madi, en parte de ave, en parte de flor; y se ponía a barrer dondequiera que se le ordenara, sin cansarse como los perezosos oldorandinos. Mientras barría, los pájaros se reunían alrededor de ella sin temor, y escuchaban su canto.
El rey veía esto desde su balcón. En esos días, Sayren Stund no se había rodeado aún de consejeros religiosos y protocolares. Hizo que trajeran a su presencia a Bathkaarnetella. La muchacha, contrariamente a la mayoría de los Madis, tenía una mirada vívida que podía enfocar como los humanos. Era muy humilde, lo que agradaba al desasosegado Sayren Stund, quien decidió que la muchacha aprendiera Olonets, para lo cual contrató un buen maestro. Pero la muchacha no hizo progresos, hasta que el rey tuvo la inspiración de hablar con ella cantando. Ella cantó en respuesta. Aprendió muchas más palabras, pero nunca pudo hablar: sólo cantar.
Esta deficiencia, que habría acongojado a muchos, al rey le agradaba. Descubrió que el padre de Bathkaarnet-ella había sido humano, y que cuando joven se había unido al Viaje huyendo de la esclavitud.
A pesar de todos los consejos, el rey se casó con Bathkaarnet-ella y la convirtió a su fe. Pronto ella le dio un hijo; tenía dos cabezas y murió. Luego dio a luz dos hijas normales que vivieron. Primero Simoda Tal, y luego la voluble Milua Tal.
El príncipe RobaydayAnganol había oído esta historia con anterioridad. Ahora, vestido de Madi, con el nombre de Roba, se dirigió desde el Puerto hasta una de las entradas posteriores del palacio. Escribió una nota a Bathkaarnet-ella, y se la entregó a un criado.
Esperó pacientemente al calor, junto a un zaldal de florecimiento nocturno que trepaba y se extendía. Para el príncipe, Oldorando era una ciudad rara. No se veía en ella un solo phagor.
Su intención, antes de retornar al Viaje, era que la reina Madi le enseñara todo lo posible acerca de su pueblo. Había resuelto ser el primer hombre capaz de cantar con fluidez la lengua de aquellas gentes. Antes de abandonar la corte de JandolAnganol, había hablado muchas veces con el canciller SartoriIrvrash, quien había inspirado en él el amor al conocimiento. Esta era otra de las razones por las cuales el rey había perdido la confianza en su hijo.
Roba esperaba junto a la puerta. Había besado la mejilla de su hembra, cubierta por el polvo de las calles, sabiendo que jamás podría volver a encontrarla cuando reanudara el Viaje. Porque entonces otra persona lanzaría la Mirada de la Aceptación; e incluso si era ella misma, ¿cómo podría reconocerla con certeza? Roba sintió en lo más profundo que la individualidad era un don precioso, concedido solamente a los humanos y, en cierta medida, a los phagors.
Una hora más tarde vio regresar al criado; miró su paso arrogante, tan diferente del leve andar Madi. El hombre rodeó el palacio cuadrado, bajo los pórticos en sombra, para no afrontar el hálito de Freyr.
—Está bien; la reina te concede cinco minutos de audiencia. Inclínate ante ella, vagabundo.
Se deslizó por la puerta lateral y echó a andar a través del patio de la manera en que lo hacían los Madis, manteniendo flexible la columna vertebral. Un hombre se dirigía hacia él con esa especie de arrogancia vacilante que ya conocía de sobra. Era su padre, el rey JandolAnganol.
Roba se quitó la vieja caperuza de tela y se inclinó, rozando el polvo con ella, mientras continuaba su marcha con pasos lánguidos y firmes. JandolAnganol pasó a su lado sin dedicarle una mirada, hablando animadamente con otro hombre. Roba se enderezó y siguió su camino.
La reina coja estaba en un columpio de plata. Llevaba anillos en los dedos de sus pies morenos. Un lacayo vestido de verde la hamacaba. Roba fue recibido en una cámara cubierta de vegetación. Las pecubeas se deslizaban velozmente y el preet emitía su canto.
Apenas descubrió quién era él, la reina, en lugar de hablar de su propia vida anterior, elogió de modo desmedido a JandolAnganol, cantando.
Esto no fue del gusto de Roba, quien, algo irritado, le dijo:
—Quiero entonar la canción de tu lengua natal. Pero tú cantas la maldición de mi nacimiento. Para conocer a ese hombre que elogias, debes ser su hijo. No hay lugar en su corazón para la carne y la sangre, sólo para abstracciones. El país, la religión; esto es lo que hay en sus harneys, y no Tatro y Roba.
—Los reyes creen en esas cosas. Lo sé. Sé que sueñan cosas grandes; nosotros no podemos —cantó la reina—. Los reyes viven en un lugar vacío.
—La grandeza es una lápida —dijo Roba—. Bajo esa lápida él mantiene aprisionado a su propio padre. Y a mí me encerraría durante dos años en un monasterio. Dos años para enseñarme la grandeza. Un voto de silencio en un monasterio de Matrassyl, para introducirme a esa otra piedra, Akhanaba… ¿Cómo podría soportarlo? ¿Soy acaso un gusano o una babosa para reptar debajo de una piedra? De piedra es el corazón de mi padre, y por eso he huido como el viento sin pies, para unirme al Ahd de los tuyos, bondadosa reina.
Entonces, Bathkaarnet-ella cantó:
—Pero los míos son la escoria de la tierra. No tenemos inteligencia, sólo ucts, y por lo tanto, ningún sentimiento de culpa. ¿Cómo llamáis a eso? No tenemos conciencia. Sólo podemos andar, andar y andar la vida entera, excepto yo, que por fortuna soy coja.
“Mi querido marido Sayren me ha enseñado el valor de la religión, desconocido por los pobres ignorantes Madis. Imagínate, vivir siglos enteros sin saber que sólo existimos por la gracia del Supremo. Respeto a tu padre por sus sentimientos religiosos. Cuando está aquí no pasa un día sin que se flagele.”
Cuando la canción terminó, Roba preguntó con amargura:
—¿Y qué hace aquí? ¿Me busca a mí acaso, una parte errante de su reino?
—Oh, no, no. —Su risa parecía el sonido de una flauta.— Ha debatido con Sayren, y con los dignatarios eclesiásticos de la lejana Pannoval. Sí; los he visto, he hablado con ellos.
Él se acercó, de tal modo que el lacayo que la columpiaba tuvo que hacerlo más suavemente.
—¿Quién debate y no habla? ¿Quién posee y sin embargo busca?
—¿Quién puede saber lo que debaten los reyes? —cantó ella.
Una de las brillantes aves aleteó junto al rostro de Roba, quien la apartó.
—Debes saber cuáles son sus planes, majestad.
—Tu padre tiene una herida. Lo veo en su rostro —cantó ella—. Necesita que su nación sea poderosa, para arrojar al polvo a sus enemigos. Y para eso sacrificará incluso a la reina, tu madre.
—¿Cómo la sacrificará?
—La sacrificará a la historia. ¿Acaso no es más pequeña la vida de una mujer que el destino de un hombre? Sólo somos cosas sin forma en las manos de los hombres…
Su alma se volvió oscura. Tenía el presentimiento del mal. Su razón huyó. Trató de volver junto a los Madis y olvidar las traiciones de los hombres. Pero el Ahd exigía paz, o al menos una mente ausente. Después de algunos días de marcha, abandonó el uct y se lanzó a la soledad, viviendo en los árboles de la selva, o en cavernas abandonadas por los leones. Hablaba consigo mismo en un lenguaje propio. Vivía de frutas, hongos, cosas que reptaban debajo de las piedras.
Entre esas cosas que reptaban debajo de las piedras había unos pequeños crustáceos, los rickybacks. Esas criaturas gibosas tenían una cara diminuta que miraba desde debajo de su caparazón quitinoso, y veinte delicadas patas blancas. Los rickybacks se congregaban debajo de piedras y maderos por docenas, confortablemente amontonados.
El se extendía en el suelo, y apoyando su cabeza en el brazo los miraba y jugaba con ellos, desprendiéndolos de sus guaridas. La falta de temor y la pereza de aquellas criaturas lo maravillaban. ¿Qué finalidad tenían? ¿Cómo podían existir haciendo tan poco?
Pero esos pequeños seres habían sobrevivido a lo largo de los siglos. Cuando el frío o el calor insoportables caían sobre Heliconia —SartoriIrvrash se lo había dicho— los rickybacks se ocultaban debajo del suelo; y probablemente no habían hecho otra cosa desde el principio del tiempo.
Le parecían fascinantes, mientras movían sus delicadas patas en un ridículo intento por volver a erguirse.
Su fascinación fue reemplazada por inquietud. ¿Cómo podían existir si el Todopoderoso y Supremo no los había puesto en el mundo?
Mientras estaba allí, ese pensamiento se le presentó con tanta evidencia como si alguien le dijera que él podía estar equivocado y su padre en lo cierto; quizás existía realmente un Todopoderoso que regía los asuntos humanos. En ese caso, muchas cosas que le habían parecido malvadas eran buenas, y él había incurrido en un grave error.
Tembloroso, se puso de pie olvidando las insignificantes criaturas del suelo.
Alzó la vista a las densas nubes del cielo. ¿Alguien había hablado?
Si había un Akhanaba, él debía entregar al dios su voluntad. Lo que decretara el Todopoderoso debía ser cumplido. Incluso el crimen se justificaba para cumplir una finalidad de Akhanaba.
Terminó por creer en la Observadora Original, esa figura maternal que se ocupaba de la tierra y de todas sus obras. Esa figura nebulosa, identificada con el mundo mismo, se impuso en su mente a Akhanaba.
Pasaban los días, recorridos por los soles que lo abrasaban. Se perdió en el desierto sin saber casi que estaba extraviado, sin ver a nadie, sin poder hablar con nadie. Había algunos Nondads, evasivos como el pensamiento, pero él no tenía trato con ellos. Escuchaba la voz de Akhanaba, o de la Observadora.
Mientras vagaba, se vio rodeado por un incendio de bosques. Se zambulló en un arroyo, viendo cómo la rugiente máquina de la conflagración ascendía la cuesta de una colina para descender al otro lado, exhalando su energía. Entre las llamas de aquel infierno vio el rostro de un dios; el humo era su barba y su pelo, encanecidos por su sabiduría cósmica. Al igual que su padre, aquella visión destruía todo cuanto hallaba a su paso. Yacía en el agua con los ojos abiertos, uno debajo del agua, otro encima, viendo los dos universos iluminados por el visitante. Cuando éste se marchó, se puso de pie y subió a la colina como arrastrado por la estela del monstruo, tambaleándose entre los arbustos quemados.
El dios del fuego había dejado una huella negra. Frente a él podía ver cómo continuaba avanzando, como un vendaval de venganza.
Riendo, el príncipe RobaydayAnganol se echó a correr. Estaba convencido de que no era posible matar a su padre; era demasiado poderoso. Pero había otros, próximos a él, a quienes era posible matar. Sin ellos, el poder del rey disminuiría.
Ese pensamiento rugió en su mente como el fuego, y en él reconoció la voz del Todopoderoso. Ya no sentía dolor; se había vuelto anónimo, como un verdadero Madi.
Presa del uct de su propia vida, RobaydayAnganol miraba todas las noches las estrellas que giraban sobre su cabeza. Antes de dormir veía el cometa de YarapRombry ardiendo en el norte. Veía pasar la estrella fugaz, Kaidaw.
La aguda mirada de Robayday distinguía las fases de Kaidaw cuando estaba en el cenit. Pero se movía con rapidez, atravesando el cielo de sur a norte. Mientras corría hacia el horizonte, no era posible distinguir el disco de Kaidaw; se convertía en un punto brillante y luminoso, y luego desaparecía.
Sus habitantes daban a Kaidaw el nombre de Avernus, Estación Observadora Terrestre Avernus. En esa época, eran unos seis mil, hombres, mujeres, niños, androides. Los seres humanos se dividían en seis familias o clanes de estudiosos. Cada clan estudiaba algún aspecto del planeta, o de sus planetas hermanos. La información que recogían era transmitida a la Tierra.
Los cuatro planetas que giraban en torno de la estrella de clase G llamada Batalix, eran el gran descubrimiento de la época interestelar de la Tierra. La exploración interestelar —o «conquista», como la llamaron los hombres de aquella época arrogante— se hizo a un enorme costo. Ese costo llegó a ser tan ruinoso que, por fin, los vuelos interestelares fueron abandonados.
Sin embargo, el espíritu de los hombres había sufrido un cambio. El enfoque de la vida, más íntegro, hacía que la gente sólo quisiera extraer lo necesario de un sistema de producción global mucho mejor conocido y controlado. En verdad, las relaciones interpersonales asumieron una especie de santidad cuando se comprendió que, entre un millón de planetas existentes a una distancia razonable de la Tierra, ni uno solo podía igualar la maravillosa diversidad de ésta, ni sostener la vida humana.
El universo era pródigo —más allá de lo creíble— en vacío. Pero increíblemente avaro en vida orgánica. La escala de la desolación del universo fue uno de los grandes motivos que apartaron a la humanidad, con horror, del vuelo interestelar. Pero en ese momento, sin embargo, ya habían sido descubiertos los planetas del sistema Freyr-Batalix.
“Dios hizo la Tierra en siete días. El resto de su vida no hizo nada. Sólo cuando fue un anciano se movió un poco y creó Heliconia.” Era un dicho popular terrestre.
De modo que los planetas del sistema Freyr-Batalix tenían gran importancia para la existencia espiritual de la Tierra. Y entre esos planetas, el principal era Heliconia.
Heliconia no era muy diferente de la Tierra. Allí vivían otros seres humanos que respiraban aire, sufrían, gozaban y morían. Los sistemas ontológicos de ambos planetas eran paralelos.
Heliconia estaba a mil años luz de la Tierra. Viajar de un mundo al otro, en la nave espacial tecnológicamente más avanzada, llevaba más de mil quinientos años. La mortalidad humana no podía soportar un viaje así.
Sin embargo, una profunda necesidad del espíritu humano, el deseo de identificarse con algo situado más allá de él mismo, se esforzaba por mantener un nexo entre la Tierra y Heliconia. A pesar de las dificultades impuestas por el enorme abismo de tiempo y espacio, se construyó, en órbita alrededor de Heliconia, un puesto de vigilancia permanente, la Estación Observadora Terrestre. Su misión consistía en estudiar Heliconia y transmitir sus hallazgos a la Tierra.
Comenzó así un largo compromiso unilateral. Ese compromiso aplicaba uno de los más atractivos dones de la humanidad: la empatía. Los habitantes de la Tierra se preocupaban a diario por saber qué hacían sus amigos y héroes en la superficie del planeta lejano. Temían a los phagors. Contemplaban los sucesos que se desarrollaban en la corte de JandolAnganol. Escribían en el alfabeto Olonets; muchas personas hablaban alguno de sus idiomas. En cierta medida, Heliconia había conquistado involuntariamente a la Tierra. Esta situación perduró mucho después del final de la gran era interestelar de la Tierra.