Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
—Quieres decir, majestad, que los phagors tendrán tu protección mientras MyrdemInggala sea la reina de Borlien. —Quien dijo esas palabras fue uno de los vicarios de Taynth Indredd, un hombre delgado que envolvía sus huesos en un charfrul negro de lana. Nuevamente la tensión pesó sobre los presentes. El vicario continuó: —Han sido la reina, con su conocida amabilidad hacia todas las cosas vivientes, y su padre, el Señor de la Guerra, RantanOboral, a quien el abuelo de su majestad despojó de este mismo palacio no hace aún veinte años, quienes iniciaron esta degradante alianza con los phagors, que tú mantienes.
Guaddl Ulbobeg se puso de pie y se inclinó ante Taynth Indredd.
—Señor, objeto la dirección que está tomando este debate. No estamos aquí para difamar a la reina de Borlien, sino para ofrecer ayuda al rey.
Pero JandolAnganol, como si estuviera fatigado, había vuelto a sentarse. El vicario había tocado su punto vulnerable: su acceso al trono era reciente, y su consorte, la hija de un barón menor.
Dirigiendo una mirada de inteligencia al rey, SartoriIrvrash enfrentó a los visitantes de Pannoval.
—Como canciller de su majestad, me siento sorprendido, aunque es una sorpresa algo mitigada por el hábito, al descubrir este prejuicio, e incluso esta animosidad, entre los miembros del Santo Imperio Pannovalano. Como tal vez sepáis, yo soy ateo, y por lo tanto miro con desinterés los anticuados puntos de vista de vuestra Iglesia. ¿Cuál es esa caridad que predicáis? ¿Acaso ayudáis a su majestad tratando de minar la posición de la reina?
“Me acerco ya al marchito fin de la vida; pero te digo, ilustre príncipe Taynth Indredd, que siento tanto odio por los phagors como tú. Pero son una parte del mundo con la que debemos convivir, así como vosotros, en Pannoval, debéis convivir con vuestras guerras contra Sibornal. ¿Mataríais a todos los sibornaleses, así como a todos los phagors? ¿No es matar, en sí, lo que está mal? ¿No es esto, acaso, lo que afirma vuestro Akhanaba?”
“Ya que estamos hablando con sinceridad, diré que hace tiempo se cree en Borlien que, si Pannoval no combatiese contra los colonos de Sibornal en el amplio frente del norte, ya nos habrían invadido, así como intentan ya dominarnos con su ideología. Por esta razón sentimos agradecimiento hacia Sibornal.”
Mientras el canciller se inclinaba para conversar con JandolAnganol, el embajador de Sibornal se puso de pie y dijo:
—Como las progresistas naciones de Sibornal raramente reciben del Imperio otra cosa que condenas, deseo señalar mi asombrada gratitud por esas palabras.
Taynth Indredd, ignorando el sarcasmo, dijo a SartoriIrvrash:
—Tan cerca estás del marchito final que no ves la realidad de la situación. Pannoval es el bastión que defiende a Borlien de las incursiones de los belicosos sibornaleses. Ya que te auto titulas estudioso de la historia, deberías saber que esos mismos sibornaleses no cesan, generación tras generación, en su intento de abandonar su horroroso territorio del norte y apoderarse del nuestro.
Fuera o no verdadera esa afirmación, era evidente que los pannovalanos estaban ofendidos por la presencia en la sala del consejo de un phagor y de un sibornalés. Pero incluso Taynth Indredd sabía que el verdadero obstáculo entre Sibornal y Borlien era de índole geográfica: los empinados contrafuertes de las Montañas Quzint y el gran corredor entre las Quzint y Mordriat, que recibía el nombre de Hassiz, y era en ese período un desierto calcinante.
JandolAnganol y SartoriIrvrash habían estado cambiando ideas. El canciller volvió a hablar.
—Nuestros amables huéspedes se han referido a la belicosidad de los sibornaleses. Antes de pasar a nuevos insultos y ataques, deberíamos ir al corazón del asunto. Mi señor el rey JandolAnganol fue herido de gravedad hace poco tiempo mientras defendía su reino, y su vida estuvo suspendida de un hilo. El ha agradecido su salvación a Akhanaba, y yo a las hierbas que mis cirujanos aplicaron sobre la herida. Esto es lo que causó esa herida.
Llamó al armero real, un hombre pequeño, de enormes bigotes y vestido de cuero, quien avanzó hasta el centro de la habitación y mostró una bola de plomo entre el pulgar y el índice de su mano enguantada. El armero anunció en tono formal:—Esto es una bala. Fue extraída de la pierna de su majestad por el cuchillo de un cirujano. Causó una gran herida. Fue disparada por un arma de fuego llamada arcabuz de mecha.
—Gracias —dijo SartoriIrvrash, despidiendo al armero—. Reconocemos que Sibornal es una nación muy progresista. El arcabuz es una prueba de ello. Entendemos que en Sibornal se están haciendo ahora gran cantidad de arcabuces, y que se ha creado un arma nueva, llamada arcabuz de rueda, cuyos efectos serán aún más devastadores. Yo aconsejaría al Santo Imperio Pannovalano una verdadera unidad ante estos nuevos inventos. Puedo asegurar que son más temibles que el mismo Unndreid el Martillo.
“Además, deseo advertir a los presentes que las tribus que invadieron el Cosgatt, según los informes de nuestros agentes, no recibieron estas armas desde Sibornal, como podríamos esperar, sino de una fuente sibornalesa en Matrassyl.”
Ante esa afirmación, todos los ojos se volvieron hacia el embajador de Sibornal. En ese preciso instante Io Pasharatid se refrescaba con una bebida. Se detuvo, antes de que la copa llegara a sus labios, con una expresión de consternación en el rostro.
Su esposa, Dienu Pasharatid, estaba reclinada sobre unos cojines. Se puso de pie. Era una mujer alta y delgada, vestida de gris, de aspecto severo.
—Si os extraña que en mi país vuestros territorios reciban el nombre de Continente Salvaje, basta con que consideréis esta mentira. ¿A quién se debe acusar por ese tráfico de armas? ¿Por qué se desconfía siempre de mi marido?
SartoriIrvrash tironeó de sus patillas, de modo que en su cara apareció una involuntaria sonrisa.
—¿Por qué menciona a su marido en relación con ese incidente, Madame Pasharatid? Nadie lo ha hecho. Yo no lo hice.
JandolAnganol se puso de pie nuevamente.
—Dos de nuestros agentes, disfrazados de Driats, han comprado una de estas invenciones en el mercado. Propongo una demostración de lo que puede hacer esta arma, para que no quede la menor duda de que hemos entrado en una nueva era militar. Quizá comprenderéis también por qué necesito tener phagors en mi ejército y en mi reino.
Dirigiéndose al príncipe pannovalano, agregó:
—Si tu delicadeza te permite tolerar la presencia de phagors en esta sala…
Los diplomáticos miraron con aprensión al rey.
Él dio una palmada. Un capitán, vestido de cuero, salió a un pasillo y dio una orden. Dos phagors sin cuernos entraron. Habían permanecido inmóviles en la oscuridad. Sus pieles blancas recibían la luz del sol al pasar junto a las ventanas. Uno traía un largo arcabuz. En el centro del salón se abrió un claro cuando lo depositó en el suelo y comenzó a hacer preparativos.
El arma tenía un cañón de hierro de casi dos metros y una culata de madera pulida, unidos a intervalos con un alambre de plata. Cerca de la boca había un trípode plegadizo, muy sólido. El phagor sacó un poco de pólvora de un cuerno que llevaba colgado del cinto, y la dejó caer dentro del cañón; luego, introdujo en él una bolita valiéndose de una baqueta y a continuación encendió una mecha. El capitán de phagors estaba a su lado, cuidando de que todo se hiciera debidamente.
Mientras tanto, el otro phagor se había situado en el extremo opuesto de la sala; apoyado contra la pared, miraba hacia adelante, torciendo una oreja. Los humanos que estaban cerca se movieron y despejaron un amplio espacio a los lados.
El primer phagor, con el arma apoyada en el trípode, miró con un ojo a lo largo del cañón. Acercó la mecha, que chisporroteó. Hubo una tremenda explosión y una nubecilla de humo.
El otro phagor vaciló. Una mancha amarilla apareció en lo alto de su pecho, donde tenía los intestinos. Dijo algo, llevándose las manos al punto donde la bala había tocado su cuerpo. Luego se desplomó, muerto.
En la sala del consejo, llena de humo y olor, los diplomáticos empezaron a toser. El pánico se apoderó de ellos. Se pusieron de pie, recogiendo sus charfules, y salieron al aire libre. JandolAnganol y su consejero quedaron solos.
Después de esa demostración del poder del arma de fuego, la reina, que había sido una testigo oculta, se marchó a sus habitaciones.
Odiaba las intrigas que el poder implicaba. Sabía que la representación de Pannoval, encabezada por el odioso príncipe Taynth Indredd, no dirigía sus ataques contra Sibornal, puesto que era obvio que Sibornal era su enemigo permanente; esa relación, por amarga que fuera, era clara. El blanco de los ataques era JandolAnganol, a quien deseaban obligar a acercarse a ellos. Y en consecuencia, también ella, que tenía poder sobre él, era su blanco.
MyrdemInggala comió con sus damas de compañía; JandolAnganol, por mero protocolo, con sus huéspedes. Guaddl Ulbobeg recibió una negra mirada de su amo cuando se acercó al rey y le dijo en voz baja:
—Tu demostración ha sido dramática, pero poco efectiva. Nuestros ejércitos del norte enfrentan cada vez más fuerzas sibornalesas, armadas con esos mismos arcabuces. Sin embargo, es posible aprender el arte de su fabricación, como verás mañana. Cuidado, amigo mío; el príncipe desea imponerte un trato muy duro.
Después de probar apenas la comida, la reina retornó a sus habitaciones y se sentó ante su ventana favorita en un diván con cojines instalado junto a ella. Pensaba en el odioso príncipe Taynth Indredd, que parecía una rana. Sabía que él estaba emparentado con el también desagradable rey de Oldorando, Sayren Stund, cuya esposa era una Madi. ¡Sin duda incluso los phagors eran preferibles a esas intrigantes majestades!
Desde la ventana miró, a través de su jardín, la piscina de mosaicos donde solía nadar. Del otro lado se elevaba una alta pared cuyo objetivo era ocultar su belleza a los ojos indiscretos. En la base de esa pared, justo por encima del nivel del agua, había una pequeña reja de hierro. Esa reja era la ventanilla superior de una celda. Allí estaba prisionero, desde el casamiento de la reina, el rey depuesto VarpalAnganol, padre de JandolAnganol. Desde donde ella estaba podía ver las carpas nadando en la piscina. Como ella misma, como VarpalAnganol, estaban allí prisioneras.
Alguien golpeó la puerta. Una criada abrió y anunció que el hermano de la reina la aguardaba.
YeferalOboral estaba apoyado contra la barandilla del balcón. Tanto él como la reina sabían que de no ser por ella, el rey ya lo habría matado desde hacía tiempo.
No era un hombre bien parecido; toda la belleza de la familia parecía haberse concentrado en MyrdemInggala. Tenía un rostro delgado de expresión amarga. Era valeroso, obediente, paciente, y pobre en otras cualidades. Al contrario que el rey, su aspecto parecía destacar que no poseía grandes ambiciones. Pero servía sin protestas a JandolAnganol, y sentía mayor estima por la vida de su hermana que por la propia. Ella lo amaba, a pesar de su sencillez.
—No has estado en la reunión.
—No era para gente como yo.
—Fue horrible.
—Eso he oído decir. Por alguna razón, Io Pasharatid está perturbado. Generalmente suele ser tan frío como un bloque de hielo de Lordryardry. Sin embargo, los guardias dicen que tiene una mujer en la ciudad. Imagínate. Si es cierto, corre gran peligro.
MyrdemInggala sonrió, mostrando los dientes.
—Detesto la forma en que me mira. Si tiene una mujer, tanto mejor.
Ambos rieron. Durante un rato hablaron de cosas agradables. Su padre, el viejo barón, estaba ahora en el campo; se quejaba del calor, ya era demasiado viejo para que nadie lo considerara peligroso. Últimamente se dedicaba a la pesca, buscando un entretenimiento fresco.
Sonó la campana del patio. Miraron hacia abajo, y vieron a JandolAnganol, que entraba seguido de cerca por un guardia que sostenía una sombrilla de seda roja sobre su cabeza. El joven phagor lo acompañaba, como siempre. Llamó a su reina.
—¿Quieres bajar, Cune? Conviene atender a los huéspedes en los intervalos de las discusiones. Tú serás mucho más agradable para ellos que yo.
MyrdemInggala dejó a su hermano y se reunió con el rey. Él la tomó del brazo con formal cortesía. A ella le pareció que estaba fatigado, aunque la tela de la sombrilla proyectaba en su rostro una especie de rubor febril.
—¿Conseguirás un tratado con Pannoval y Oldorando que alivie la presión de la guerra? —preguntó ella, con timidez.
—Sabe la Observadora qué conseguiremos —respondió el rey con brusquedad—. Debemos entendernos con los demonios y aplacarlos, para que no se aprovechen de nuestra temporaria debilidad y nos invadan. Están tan llenos de astucia como de falsa religiosidad. —Suspiró.
—Ya llegará el momento en que podamos salir a cazar y gozar de la vida como antes dijo ella, apretando su brazo. No quería hacerle reproches por sus visitantes.
Ignorando su tierna esperanza, él dijo con furia:
—SartoriIrvrash ha hablado torpemente esta mañana, cuando admitió su ateísmo. Tendré que librarme de él. Taynth esgrime en mi contra el argumento de que mi canciller no es miembro de la Iglesia.
—También contra mí ha hablado el príncipe Taynth. ¿Te librarás de mí porque no le gusto? —A pesar de su tono ligero, sus ojos centellearon indignados. Él respondió con tono sombrío:
—Tú sabes, y la scritina también, que las arcas están vacías. Tal vez tengamos que hacer muchas cosas que no deseamos.
Ella se apartó del rey con brusquedad.
Los visitantes, junto con sus criados y sus concubinas, se encontraban en un jardín rodeado de columnatas. Se exhibían bestias salvajes; un grupo de juglares entretenía a los invitados con sus burdos juegos. JandolAnganol condujo a su reina entre los emisarios. Ella pudo advertir que los rostros de los hombres se iluminaban cuando les hablaba. “Todavía debo de servirle de algo a Jan”, pensó.
Un anciano miembro de las tribus de Thribriat, con un complicado yelmo braffista, exhibía dos goriloides Otros, encadenados. Las criaturas atraían curiosos. Alejados de su hábitat arbóreo, sus movimientos eran torpes. A lo que más se parecían —como observó un cortesano— era a dos cortesanos borrachos.
El príncipe Taynth Indredd estaba debajo de un quitasol amarillo. Mientras lo abanicaban, fumaba un Veronikano y miraba los limitados ejercicios de los Otros. Junto a él, riéndose de los cautivos, se hallaba una muchacha de unos once años y seis décimos.