Heliconia - Verano (21 page)

Read Heliconia - Verano Online

Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
3.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

—En todas partes está lo que necesitáis, si queréis aceptarlo y no tomarlo por la fuerza. Basta con que dejéis vuestro yo para que encontréis lo que es más grande que vosotros.

“Todas las cosas son iguales en este mundo, y también más grandes.”

“Por lo tanto, no preguntéis si soy hombre, animal o piedra:

Soy todas esas cosas, y otras que debéis aprender a percibir.”

El sonsonete continuó, y un coro se sumó a él. La reina meditó en la belleza que transmitían aquellas voces agudas, donde parecían reunirse el espíritu y la piedra.

Deslizó una mano por debajo de sus ropas, y, apoyándola sobre su pecho, trató de acallar los latidos de su corazón.

Pero la hermosura del canto no podía aplacar los temores de MyrdemInggala. La presión de los acontecimientos no le permitía contemplar la eternidad.

El sacerdote les dio la bendición; ya podían continuar su camino. Las dos mujeres, con las cabezas cubiertas con los chales, salieron otra vez al viento y a la luz.

La reina se dirigió a los muelles; allí el Takissa estaba oscuro y turbulento, como un pequeño mar. Una barca recién llegada de Oldorando atracaba con alguna dificultad. Se estaban cargando barcas pequeñas, pero había menos actividad que la habitual a causa del thordotter. Cerca había carros vacíos, toneles, maderos, grúas y otros implementos esenciales de la vida ribereña. La reina avanzó con decisión hasta que llegaron a una barraca con una enseña en la que se leía: COMPAÑÍA DE HIELO DE LORDRYARDRY.

Era el despacho de Matrassyl del famoso Capitán del Hielo, Krillio Muntras de Lordryardry.

La construcción estaba llena de puertas, grandes y pequeñas. MyrdemInggala escogió y entró, seguida por Mai.

Dentro había un patio empedrado, donde dos hombres hacían rodar unos toneles tan gruesos como ellos.

—Deseo hablar con Krillio Muntras —dijo al hombre más próximo.

—Está ocupado. No puede hablar con nadie —respondió el hombre, mirándola con suspicacia. Ella había cubierto su rostro con un velo, para no ser reconocida.

—Conmigo hablará. —De un dedo de la mano izquierda se quitó un anillo que tenía los colores del mar. Llévale esto.

El hombre obedeció, murmurando. Por su estatura y su acento, ella sabía que era de Dimariam, uno de los países del continente de Hespagorat, en el sur. Aguardó con impaciencia, taconeando sobre el suelo, pero un momento después el hombre regresó, con muy distinta actitud.

—Solicito tu permiso para acompañarte adonde está el capitán Muntras.

MyrdemInggala se volvió hacia Mai.

—Esperarás aquí.

—Pero, señora…

—Y no molestes a los hombres que trabajan.

Fue conducida a un taller que olía a cola y a madera recién cepillada, donde ancianos y aprendices aserraban tablas y hacían cajas para el hielo. Los bancos de carpintero estaban barbudos de virutas largas y enruladas. Los hombres contemplaron con curiosidad la encapuchada figura femenina.

Su guía abrió una puerta oculta detrás de una cortina. Subieron por una polvorienta escalera a una larga habitación baja que miraba al río. En un extremo los empleados trabajaban encorvados sobre sus mesas. En el otro extremo había una mesa con una silla sólida como un trono de la que se levantó un hombre grueso de piel oscura, que se adelantó con el rostro iluminado. Hizo una reverencia, despidió al guía y condujo a la reina a una habitación privada.

A pesar de que daba a un establo, estaba bien decorada, con grabados en las paredes; su elegancia contrastaba con el aspecto funcional del resto del edificio. Uno de los grabados era el retrato de la reina MyrdemInggala.

—Señora reina, es un honor que hayas venido. —El Capitán del Hielo resplandeció nuevamente e inclinó la cabeza de lado, tanto como podía, para mirar mejor a la reina mientras ésta se quitaba el velo y el tocado. Él Vestía un sencillo charfrul, la larga túnica con bolsillos que utilizaban muchos nativos de las regiones ecuatoriales.

Una vez que la reina se hubo acomodado en un sillón, y después de ofrecerle un vaso de vino enfriado con hielo de Lordryardry, él extendió la mano cerrada. La abrió, revelando el anillo, que devolvió con ceremoniosidad e insistió en colocarlo en el delicado dedo de la reina.

—Es el mejor anillo que he vendido jamás.

—Eras un humilde buhonero en esa época.

—Algo peor: un mendigo. Pero un mendigo con determinación. —Apoyó el puño en el pecho.

—Ahora eres muy rico.

—¿Qué son las riquezas, mi señora? ¿Acaso compran la felicidad? Es preciso reconocer con franqueza que, al menos, nos permiten vivir con un mínimo decoro. Mi suerte, lo admito, es mejor que la de la gente común.

Tenía una risa agradable. Apoyó sin ceremonias una gorda pierna contra el borde de la mesa y alzó su vaso para brindar por la reina, mientras la evaluaba. La reina de reinas lo miró. El Capitán del Hielo apartó los ojos, protegiéndose para no sentir algo muy parecido a la veneración. Había tenido tanto trato con las mujeres como con el hielo; pero ante la hermosura de la reina se sentía impotente.

MyrdemInggala le habló de su familia; sabía que él tenía una hija inteligente y un hijo tonto, y que el hijo tonto, Div, se haría cargo del negocio del hielo cuando su padre resolviera retirarse. Esa decisión se había postergado. Muntras había hecho lo que él consideraba su último viaje un décimo y medio antes, en el momento de la Batalla del Cosgatt; pero en verdad no pudo ser el último, porque Div necesitaba aún mayor preparación.

Ella sabía también que el Capitán del Hielo era afectuoso con Div. Sin embargo, el padre de aquél había sido un hombre duro que lo enviaba, cuando Muntras era un muchacho, a ganar dinero como fuese, vendiendo o mendigando, para demostrar que algún día sería capaz de dirigir su empresa de un solo barco. La reina había oído antes esa historia, pero no la aburría.

—Has tenido una vida llena de acontecimientos —dijo ella.

Tal vez él pensó que eso implicaba alguna crítica, porque parecía incómodo.

Para ocultar esa sensación, él se golpeó la pierna y dijo:

—No me avergüenza decir que he prosperado en un momento en que lo contrario es la norma para la mayoría de los ciudadanos.

MyrdemInggala miró la ancha cara de Muntras como preguntándose si él comprendía que ella misma era parte de esa mayoría; pero sólo dijo, en su tono reposado:

—Te iniciaste en este negocio con un solo barco. ¿Cuántos tienes ahora, Capitán?

—Sí, señora reina; mi anciano padre empezó con una sola y vieja embarcación. Pronto entregaré a mi hijo una flota de veinticinco naves. Rápidos bergantines, queches, goletas, dogres, adaptados para la navegación de ríos y costas, todos preparados para el transporte y entrega de esta mercancía. En esto se ve el beneficio de comerciar con hielo. Cuando más aumenta el calor, más caro se cotiza en el mercado un bloque de buen hielo de Lordryardry. Cuando más empeoran las cosas para los demás, más mejoran para mí.

—Pero tu hielo se derrite, Capitán.

—Así es, y la gente hace muchas bromas al respecto. Pero el hielo de Lordryardry, puro, extraído de los glaciares, se derrite más lentamente que otros. —El mercader gozaba de la presencia de la reina, aunque no había dejado de percibir su estado de ánimo turbado, tan distinto de su disposición normal.— Señalaré otro aspecto. Eres devota de la religión de tu país, señora reina; no es necesario que te recuerde, entonces, la redención. Pues bien: mi hielo es como tu redención. Cuanto menos hay, se torna más denso y cuesta más. Ahora mis barcos recorren toda la distancia desde Dimariam, a través del Mar de las Águilas y de los ríos Takissa y Valvoral, hasta las ciudades de Matrassyl y Oldorando y también, a lo largo de la costa, hasta Keevasien y los puertos de los terribles assatassi.

Ella sonrió, quizá no muy de acuerdo conque se mezclase la religión con el comercio.

—Me alegro de que a alguien le vaya bien en tiempos tan malos. —No había olvidado el momento, hacía ya muchos años, cuando en su primera visita a Oldorando conoció al dimariamano en el bazar. Él vestía andrajos, pero tenía una sonrisa peculiar, y había extraído de un bolsillo el anillo más hermoso que ella había visto. Shannana, su madre, le había dado el dinero. Y ella había vuelto al día siguiente a comprar aquel anillo, y no había dejado de usarlo desde entonces.

—Con lo que me pagaste —dijo Krillio Muntras—, regresé a mi tierra y compré un glaciar. De modo que soy tu deudor, desde ese momento. —Ambos rieron.— Pero no has venido aquí, señora reina, para comprar hielo; de eso se ocupa el mayordomo del palacio. ¿En qué puedo servirte?

—Capitán Muntras, estoy en una difícil situación, y necesito ayuda.

Bruscamente cauteloso, él respondió:

—No quisiera perder el favor real que permite comerciar aquí a un extranjero como yo. Aparte de eso…

—Es natural. Sólo te pido que justifiques mi confianza en ti, como estoy segura que harás. Quiero que entregues una carta mía en secreto. Has hablado de Keevasien, en la frontera con Randonan. ¿Puedes entregar una carta a cierta persona que combate en Randonan, en nuestro Segundo Ejército?

La cara expresiva de Muntras estaba tan preocupada que sus mejillas se contraían alrededor de la boca.

—En la guerra todo es dudoso. Según las noticias, el ejército de Borlien tiene graves dificultades, y también el de Keevasien. Pero…, pero se trata de ti. Mis barcos, señora reina, remontan el río Kacol, hasta Ordelay. Sí; puedo enviar un mensajero desde allí, si no hay demasiado peligro. Por supuesto, habrá que pagarle.

—¿Cuánto?

Él reflexionó.

—Conozco a un joven que lo haría. Cuando se es joven, no se teme a la muerte. —dijo cuánto costaría. Ella le dio de buena gana el dinero y el bolso con la carta para el general TolramKetinet.

Muntras hizo una reverencia.

—Es para mí un orgullo poder servirte. Primero debo entregar un cargamento en Oldorando. Eso lleva cuatro días río arriba, dos días para regresar, y dos días aquí. En total, una semana. Luego partiré hacia el sur, a Ottassol.

—¡Cuánta demora! ¿Debes ir antes a Oldorando?

—Sí, señora, debo hacerlo. El comercio es el comercio.

—Está bien, Capitán Muntras. Lo dejo en tus manos. ¿Comprendes que se trata de un asunto de vital importancia, y absolutamente secreto entre tú y yo? Cumple finalmente esta misión, y yo me ocuparé de que tengas una recompensa.

—Agradezco esta oportunidad de ayudar, señora.

Después de beber otro vaso de vino helado, la reina se despidió más animada y retornó al palacio con su dama de compañía, la hermana del general a quien enviaba su misiva. Podía alentar una esperanza, cualquiera que fuese la decisión del rey.

En el palacio, las puertas se cerraban con violencia y las cortinas revoloteaban por el viento. JandolAnganol, pálido, hablaba con sus asesores religiosos. Finalmente, uno de ellos dijo:

—Majestad, ése es un estado religioso, y creemos que, en tu corazón, ya está decidido. Consolidarás esta nueva alianza por razones religiosas, y te bendeciremos por ello.

El rey respondió con vehemencia:

—Si hago esta alianza, será porque soy malvado y acepto la maldad.

—No es así, mi señor. Tu reina y su hermano han conspirado contra Sibornal, y merecen el castigo. —Ya empezaban a creer a medias en la mentira que él había puesto en circulación; era la mentira de su padre, pero ahora todos eran dueños de ella.

En sus cámaras, los diplomáticos visitantes se quejaban de la falta de comodidad de ese miserable palacio y de la pobre hospitalidad que recibían, mientras aguardaban la palabra del rey. Los consejeros discutían entre sí, cada uno celoso de los privilegios del otro; pero en una cosa estaban de acuerdo. Cuando el rey se divorciara de MyrdemInggala para desposar a Simoda Tal —si lo hacía— se volvería sobre el tema de la gran población phagor de Borlien.

Las viejas historias narraban que una vez las hordas de los seres de dos filos habían caído sobre Oldorando, incendiándola hasta los cimientos. Esa hostilidad nunca había muerto. Año tras año se reducía la población phagor. Era indispensable que Borlien siguiera la misma política. Con Simoda Tal, y sus ministros, al lado de JandolAnganol, se podría hacer más presión sobre él.

Y una vez que MyrdemInggala, con su bondadoso corazón, estuviese fuera de la escena, sería posible introducir nuevos decretos.

Pero ¿dónde estaba el rey, y cuál era su decisión?

Habían pasado pocos minutos de las catorce y el rey estaba de pie, desnudo, en una cámara. Un gran péndulo de peltre oscilaba solemnemente contra una pared, marcando los segundos. En la pared opuesta había un enorme espejo de plata. Los criados aguardaban entre las sombras, con ropas en las manos, a que JandolAnganol se vistiera para presentarse ante los diplomáticos.

JandolAnganol caminaba ante el espejo y a veces se detenía. En su indecisión, pasaba a veces un dedo a lo largo de la cicatriz del muslo, tironeaba de la pálida piel de su prodo, o miraba el reflejo de las sangrientas marcas que corrían desde sus omóplatos hasta sus finas nalgas. Gruñía ante el delgado cuerpo flagelado que contemplaba. Pensaba que no tendría ninguna dificultad en expulsar a los diplomáticos; su furia, su khmir, eran perfectamente capaces de hacerlo. Podía abrazar al ser que más amaba —su reina— y sellar su boca con cálidos besos, jurando que nunca se alejaría de ella. O bien, con igual facilidad, hacer lo contrario: ser un villano en privado y un santo a los ojos de muchos, un santo decidido a privarse de todo para salvar a su país.

Algunos de los que lo observaban desde lejos, como los miembros de la familia Pin, del Avernus, quienes estudiaban la historia de la familia real, sostenían que esa decisión del rey había sido tomada en un pasado muy remoto. En sus registros constaban los antecedentes de la familia de JandolAnganol a lo largo de sesenta generaciones, desde que la mayoría de Campannlat estaba debajo de la nieve y un lejano antecesor del rey, AozRoon, gobernaba una ciudad llamada Oldorando. En toda esa historia había una división, desconocida por quienes la padecían, entre padres e hijos. A veces se sumergía por algunas generaciones, pero nunca estaba ausente.

El modelo de esa división estaba profundamente enclavado en la psique de JandolAnganol, tanto que no tenía conciencia de ella. Debajo de su arrogancia había un desprecio por sí mismo aún más antiguo. Ese desprecio le obligaba a volverse contra sus más queridos amigos y a acercarse a los phagors; era una alienación nacida en años anteriores. Estaba sepultada, pero no carecía de voz, y estaba a punto de hablar.

Other books

Clouds In My Coffee by Andrea Smith
Sinful Cravings by Samantha Holt
The Lady and the Panda by Vicki Croke
hidden by Tomas Mournian
Night's Honor by Thea Harrison
All Things Eternal (Book 2) by Alex Villavasso
The Summer Hideaway by Susan Wiggs
This Love's Not for Sale by Ella Dominguez