Y si el evangelio lo escribió efectivamente un secretario, a partir de las palabras o escritos de tal discípulo, habría sido éste quien subrayara la posición privilegiada de su fuente de información con el propósito indicado.
La pregunta que surge a continuación es: ¿quién podría ser «el discípulo amado»? Para empezar, parece sensato suponer que era uno de los apóstoles, puesto que «el discípulo amado» se encontraba en la última cena y, tal como convienen los evangelios sinópticos, sólo Jesús y los doce apóstoles la celebraron:
Mateo 26.20.
Llegada la tarde, se sentó a la mesa con los doce discípulos,
Mateo 26.21.
Y... comían...
Desde luego, el cuarto evangelio, a diferencia de los demás, no enumera en forma específica los nombres de los doce apóstoles, ni tampoco afirma en concreto que sólo los apóstoles acompañaran a Jesús en la última cena. Por tanto, dentro del contexto del cuarto evangelio, es posible que el «discípulo amado» no formara parte de los apóstoles; para ese papel se han sugerido varios que no eran apóstoles. Sin embargo, la tradición cristiana afirma que el «discípulo amado» era uno de los doce apóstoles.
Pero ¿cuál de ellos?
Es el preferido, y por los evangelios sinópticos parece que existía un grupo interno de tres que compartían de manera más íntima con Jesús los momentos cruciales de su vida. Se dice, por ejemplo, que esos tres, Pedro y los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, estuvieron presentes en la transfiguración:
Mateo 17.1. ...
tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte, a un monte alto.
Mateo 17.2.
Y se transfiguró ante ellos...
A los otros nueve no se les otorgó tal visión.
Y otra vez, Pedro, Santiago y Juan fueron quienes se quedaron a solas con Jesús con motivo de la oración en Getsemaní, poco antes del prendimiento:
Mateo 26.37.
Y tomando
(Jesús)
a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo...
Cabría argumentar que en aquellos momentos Jesús no prescindiría del discípulo que más amaba, de modo que el «discípulo amado» debía ser uno de los tres; Pedro, Santiago o Juan.
De estos tres, Pedro parecería una elección casi instintiva, pues todos los evangelios convienen que era el jefe de los apóstoles, el que siempre tomaba la iniciativa. No obstante, Pedro es precisamente quien debe descartarse, porque en las tres ocasiones en que el «discípulo amado» está presente, Pedro también lo está, y se les distingue como dos individuos separados. Así, es Pedro quien indica al «discípulo amado» que pregunte quién es el traidor.
Esto hace pensar que «el discípulo amado» fuese o Santiago o Juan, los dos hijos de Zebedeo. (¿Acaso por esta razón se les describe tan descarados como para pedir puestos privilegiados cuando se instaurase el reino mesiánico —v. cap. 5—, contando con el favoritismo de Jesús hacia uno de ellos?)
En la elección entre Santiago y Juan, volvamos a la última aparición del «discípulo amado» con ocasión del último sermón del Jesús resucitado a Pedro. Pedro se vuelve, ve al «discípulo amado» (v. este mismo cap.), y se pregunta:
Juan 21.21. ...
¿y éste, qué?
Juan 21.22.
Jesús le dijo: Si yo quisiera que éste permaneciese hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme.
Es decir, Pedro debe seguir instrucciones y no preocuparse del «discípulo amado». Éste tendrá sus tareas propias, que podrían incluir cualquier cosa, incluso la de permanecer vivo en la tierra hasta el segundo advenimiento.
El autor del cuarto evangelio pasa entonces a deshacer un malentendido, señalando que Jesús no dice categóricamente que «el discípulo amado» no morirá hasta el segundo advenimiento; sino que no morirá si Jesús lo dispone así:
Juan 21.23.
Se divulgó entre los hermanos la voz. De que aquel discípulo no moriría; mas no dijo Jesús que no moriría, sino: Si yo quisiera que éste permaneciese hasta que venga, ¿a ti qué?
Esto tiene una significación importante. Los cristianos primitivos creían que Jesús volvería pronto para instaurar el reino de Dios. Hay versículos que parecerían confirmarlo. Así, en los tres evangelios sinópticos se repite lo que al parecer es una promesa clara por parte de Jesús en ese sentido.
Mateo 16.28.
En verdad os digo que hay algunos entre los presentes que no gustarán la muerte antes de haber visto al Hijo del hombre venir en su reino.
Es evidente que «el discípulo amado» debía estar presente en aquel momento, y si tal apóstol gozó de una vida larga la observación de Jesús cobraría un significado específico. Uno por uno, los que conocieron a Jesús murieron, pero «el discípulo amado» siguió viviendo. Entonces, muchos debieron pensar sin género de duda que era a él a quien se refería Jesús entre los varios «que no gustarán la muerte» hasta el segundo advenimiento.
Por su tardía fecha de composición (setenta años o más después de la crucifixión), el cuarto evangelio habría de ser menos preciso que los evangelios sinópticos en el tema de la segunda e inminente llegada del Mesías. Y como «el discípulo amado» murió antes de que el segundo advenimiento tuviese lugar, su secretario o algún comentarista posterior debió añadir una observación en el sentido de que Jesús
había
hecho una afirmación con referencia al «discípulo amado», pero que había sido condicional y no categórica.
(Claro que la alusión a algunos que no morirán antes del segundo advenimiento bien podría no referirse al «discípulo amado», sino a alguna persona enteramente desconocida que estuviera escuchando a Jesús en aquel momento. Esta idea tal vez contribuyera al surgimiento del denominado «Judío errante». Se trataba de un judío que cometió algún delito u ofensa contra Jesús durante la crucifixión, siendo condenado a vagar para siempre en la tierra hasta el segundo advenimiento. En torno a este personaje se ha originado una amplia serie de leyendas que carecen en absoluto de fundamento bíblico salvo por el lejano apoyo de este único versículo.)
Pero volviendo al «discípulo amado», observamos que el pasaje último del cuarto evangelio puede emplearse para argumentar que tuvo una vida larga. Y en efecto, si escribió el cuarto evangelio en el 100 dC o algo después, así debió ser.
Pero de los dos hijos de Zebedeo, Santiago no vivió mucho tiempo. Murió en el martirio no muchos años después de la crucifixión:
Hechos 12.1.
Por aquel tiempo, el rey Herodes echó mano a algunos de la Iglesia
[2]
para maltratarlos.
Hechos 12.2.
Dio muerte a Santiago, hermano de Juan, por la espada.
Lo que deja a Juan, hijo de Zebedeo, único de los apóstoles de quien no hay una tradición ampliamente aceptada de martirio. Por el contrario, la leyenda le atribuye una vida de noventa y tantos años.
Según la leyenda, en su vida posterior se dedicó Juan a hacer labor de misionero en Éfeso, ciudad de la costa de Asia Menor.
Durante el reinado de Domiciano (81-96 dC), cuando las persecuciones de cristianos, se retiró por razones de seguridad a la isla de Patmos, a unos ochenta kilómetros al suroeste de Éfeso. Tras la muerte de Domiciano volvió a Éfeso y allí murió durante el reinado de Trajano (98-117 dC).
Si eso es realmente cierto y si tenía veinte años en la época de la crucifixión, Juan, el hijo de Zebedeo, habría nacido en el 9 dC y tendría noventa años cuando se escribió el cuarto evangelio. Es una vida larga, pero no imposible.
Otro aspecto en favor de esta teoría es que a Juan no se le menciona por su nombre en el cuarto evangelio, así no hay posibilidad de distinguirle del «discípulo amado». Lo más cerca que se está de ello, ocurre cuando se enumera a varios discípulos que ven a Jesús resucitado en una ocasión:
Juan 21.2. ...
Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo; Natanael, el de Cana de Galilea, y los dos de Zebedeo, y otros discípulos.
En este pasaje no hay mención alguna del «discípulo amado».
No hay, pues, contradicciones flagrantes en suponer que «el discípulo amado» fuese Juan, el hijo de Zebedeo; efectivamente, la firme tradición de la Iglesia primitiva es que este Juan fue quien escribió el cuarto evangelio. Hacia el 200 dC la tradición era universal, y es posible remontarla a Ireneo.
Su testimonio resulta especialmente valioso, pues afirma haber conocido a Policarpo, obispo de Asia Menor que vivió entre el 70 y el 155 dC y quien, a su vez, pudo ser discípulo del propio Juan.
En épocas recientes ha habido teorías de que el Juan mencionado por Ireneo como autor del cuarto evangelio era otro Juan distinto del hijo de Zebedeo, pero es probable que el asunto no se resuelva nunca a satisfacción de todos. -Simplemente podemos decir que la tradición cristiana afirma que Juan, hijo de Zebedeo, es autor del cuarto evangelio, y no hay medio sencillo y evidente de refutar tal tradición. Por tanto, el cuarto evangelio se llama «El Evangelio según san Juan».
El evangelio de san Marcos empieza con el bautismo a cargo de Juan el Bautista, momento en que el Espíritu Santo desciende sobre Jesús. En Marcos y Lucas, ese momento es el del nacimiento de Jesús, de donde arranca su narración.
Juan se remonta más atrás. Mientras que en los evangelios sinópticos se ve fundamentalmente a Jesús como a un ser humano (aunque también sea el Mesías), en Juan aparece de una forma más exaltada, viva y claramente divina para todos menos para los villanos de la obra. Y para subrayar ese aspecto, Juan empieza su evangelio con un himno de alabanza al «Verbo» (o al «Logos», en griego), lo que lleva el tema a los orígenes mismos del tiempo.
Juan 1.1.
Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios.
El uso de «el Verbo», con mayúscula, como uno de los aspectos de Dios, no se encuentra en ninguna parte del Antiguo Testamento o, si vamos a eso, tampoco en lugar alguno del Nuevo Testamento salvo en el evangelio de san Juan y en otros dos libros atribuidos al mismo autor.
Pero el término «Logos» se halla en los escritos de los filósofos griegos, quienes utilizan con parte del sentido que le da Juan.
El término se remonta al siglo VI aC, en la época que el reino de Judá se aproximaba a su fin y los judíos a ser llevados al exilio en Babilonia. En esa centuria, un modo nuevo de mirar el universo surgió entre ciertos sabios de la costa occidental de Asia Menor.
El primero fue Tales de Mileto, que nació hacia el 640 aC (cuando Manases remataba su largo reinado sobre Judá). Se cree que fue el primero en idear los procedimientos de la geometría abstracta; en estudiar fenómenos eléctricos y magnéticos; en llevar al mundo griego la astronomía de Babilonia; y en sugerir que el agua es el elemento fundamental del universo.
Pero la contribución más importante hecha por Tales y por aquellos que siguieron sus estudios y enseñanzas fue la asunción de que el universo no obraba a ciegas: no estaba a merced del capricho de dioses o demonios que intervinieran en la naturaleza para satisfacer sus impulsos, ni de las amenazas o súplicas que los humanos le dirigieran para desviarlo de su camino. Por el contrario, Tales y su grupo creían que el mundo se rige de acuerdo con ciertas normas fijas, denominadas «leyes de la naturaleza», cuyo conocimiento no estaba vetado para siempre, sino que el hombre podría adquirirlo mediante la observación y la razón. Aquellos griegos afirmaron el carácter racional y cognoscible del universo como fundamento de la ciencia, así aceptado desde entonces.
No era tanto que Tales y los demás negaran necesariamente la existencia de los dioses o el hecho de que el mundo fuese creado por medios suprahumanos. Sino que los dioses, al crear el mundo, lo hicieron según un principio racional y luego lo respetaron, absteniéndose de intervenir arbitrariamente en el funcionamiento normal del universo.
Uno de los seguidores de Tales en este enfoque del universo fue Heráclito de Éfeso, que enseñó hacia el 500 aC. Empleó la palabra «logos» para representar el principio racional según el cual fue creado el mundo. (¿Es pura coincidencia el que, según la leyenda, el evangelio de san Juan, penetrado por el logos, fuese escrito en la ciudad de Éfeso donde, en cierto sentido, apareció el término por primera vez?)
Literalmente, «logos» quiere decir «verbo», pero el término griego tiene ramificaciones que superan el simple significado de «palabra». «Logos» se refiere a la entera estructura racional del conocimiento. Lo utilizamos en el nombre de las ciencias: «zoología» («palabras concernientes a los animales» o, más propiamente, «estructura racional del conocimiento relativo a los animales»); «geología» («palabras concernientes a la tierra»); «biología» («palabras concernientes a la vida»); y así sucesivamente.
A medida que «logos» fue utilizándose cada vez más por los pensadores griegos, varios de ellos bastante místicos, llegó a significar no sólo un principio abstracto, sino un ente personificado creador del mundo. «Logos» acabó representando una especie de divinidad por derecho propio, un dios racional y creador.
En épocas postexiliares, cuando los hebreos sintieron el influjo de la filosofía griega, trataron de justificar el «logos» desde el punto de vista del Dios judío. Con frecuencia utilizaron una palabra hebrea, que se traduce por «sabiduría», para representar algo parecido a la griega «logos». En ese sentido, «sabiduría» no es sólo conocimiento mundano, sino más que eso; una especie de saber espiritual, interno, que trasciende el mundo material.
El uso del término como sustituto de «logos» era muy apropiado. En realidad, durante el siglo VI aC el término «filósofo» empezó a aplicarse a los sabios griegos; tal palabra puede traducirse por «amante del saber».
A ojos de algunos judíos postexiliares, fue la sabiduría divina quien creó el mundo estableciéndolo según un fundamento racional. Varios libros apócrifos e incluso algunos de los canónicos tardíos del Antiguo Testamento contienen himnos que casi tratan a la sabiduría como manifestación formal de Dios, merecedora de culto, y no como simple abstracción digna de encomio. Se subraya su existencia eterna y en cierto momento del libro de los Proverbios se describe a la sabiduría hablando en primera persona y diciendo:
Proverbios 8.22.
Yahvé me poseyó al principio de sus caminos, antes de sus obras, desde antiguo.