Éramos unos niños (22 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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—No pienso hacer eso —dije.

Ellos se sorprendieron.

—¿No te has chutado nunca?

Por mi aspecto, todo el mundo daba por sentado que me drogaba. Me negué a chutarme. Finalmente, extendieron cera caliente en mi brazo y Tony me enseñó cómo hacerlo.

A Robert le pareció graciosísimo que me hubiera visto en aquel aprieto y no paraba de tomarme el pelo. Él conocía bien mi fobia a las agujas. Le gustaba verme actuar. Asistía a todos los ensayos, vestido de una forma tan increíble que se habría merecido un papel. Tony Ingrassia lo miraba y decía: «Está fabuloso. Ojalá supiera actuar».

«Tú siéntalo en una silla —sugirió Wayne County—. No tendría que hacer nada.»

Robert estaba durmiendo solo. Fui a llamar a su puerta y la encontré abierta. Me quedé viéndolo dormir, como había hecho cuando lo conocí. Continuaba siendo el mismo muchacho con el pelo enmarañado de pastor. Me senté en la cama y se despertó. Se apoyó en el codo y me sonrió. «¿Quieres meterte bajo las mantas, colega?» Comenzó a hacerme cosquillas. Nos peleamos y no pudimos parar de reír. Entonces se levantó de golpe. «Vamos a Coney Island —dijo—. Volveremos a sacarnos la foto.»

Hicimos todo lo que nos gustaba. Escribimos nuestros nombres en la arena, fuimos a Nathan's, paseamos por Astroland. Encargamos nuestra fotografía al mismo anciano y, por insistencia de Robert, me monté en su poni de peluche.

Nos quedamos hasta el atardecer y regresamos en metro. «Seguimos siendo nosotros», dijo Robert. Estábamos cogidos de la mano y me quedé dormida en su hombro en el viaje de vuelta.

Por desgracia, la nueva fotografía de los dos se perdió, pero aquella en la que aparezco montada en el poni, sola y un poco insolente, aún existe.

Robert estaba sentado en un cajón de embalaje naranja mientras yo le leía algunos de mis nuevos poemas.

—Deberías recitar para la gente —dijo, como hacía siempre.

—Recito para ti. Para mí es suficiente.

—Quiero que te escuchen todos.

—No, quieres que recite en una de esas espantosas tertulias.

Pero Robert, hay que decirlo, insistió y, cuando Gcrard Malanga le dijo que ese martes había una tertulia moderada por el poeta Jim Carroll, consiguió que le prometiera que recitaría.

Accedí a intentarlo y escogí un par de poemas que me parecieron apropiados. No me acuerdo de lo que recité, pero sí recuerdo qué llevaba Robert: un par de zahones dorados de lamé diseñados por él. Tuvimos una conversación sobre la bragueta que completaba el conjunto y decidimos que no la llevara. Era la fiesta nacional de la República Francesa y dije bromeando que rodarían cabezas cuando aquellos poetas lo vieran.

Jim Carroll me gustó de inmediato. Parecía una persona bella, esbelto y fuerte, con el pelo largo y cobrizo, unas Converse negras de media caña y un carácter dulce. Vi en él una mezcla de Arthur Rimbaud y Parsifal, el loco puro.

Mi estilo estaba evolucionando de la formalidad de la prosa poética francesa a la provocación de Blaise Cendrars, Maiakovski y Gregory Corso. A través de ellos, mi obra adquirió humor y una pizca de arrogancia. Robert era siempre mi primer oyente y gané mucha confianza con el simple hecho de recitarle mis poemas. Escuché grabaciones de poetas de la generación beat y de Oscar Brown, y estudié a poetas líricos como Vachel Lindsay y Art Carney.

Una noche, después de un ensayo mortalmente largo de
Island
, me tropecé con Jim, que merodeaba por la entrada del Chelsea y estaba comiéndose un polo. Le pregunté si quería acompañarme a tomarme un mal café en la bollería mala. Él dijo que por supuesto. Le comenté que me gustaba escribir allí. La noche siguiente, me llevó a tomar un café malo a Bickford's de la calle Cuarenta y dos. Me dijo que a Jack Kerouac le gustaba escribir allí.

No estaba claro dónde vivía, pero pasaba mucho tiempo en el hotel Chelsea. La noche siguiente subió a casa conmigo y terminó quedándose a pasar la noche en mi parte del loft. Hacía mucho tiempo que no sentía algo intenso por alguien aparte de Robert.

Robert participaba del juego, pues nos habíamos conocido gracias a él. Se llevaba muy bien con Jim y, por suerte, dormir pared con pared no nos resultaba incómodo. A menudo, Robert se quedaba en casa de David y parecía alegrarse de que no estuviera sola.

A mi manera, me consagré a Jim. Lo tapaba con una manta mientras dormía. Por las mañanas, le llevaba bollos y café. Él no tenía mucho dinero y no se disculpaba por tener una adicción moderada a la heroína. A veces lo acompañaba cuando iba a pillar caballo. Yo no sabía nada de aquella clase de drogas salvo lo que había leído en
El libro de Caín
, el relato de Alexander Trocchi sobre un yonqui que escribe en una barca que surca los ríos de Nueva York mientras el caballo surca el río de su alma. Jim se chutaba en su mano pecosa, como un Huckleberry Finn con un lado oscuro. Yo apartaba la mirada y después le preguntaba si dolía. Él respondía que no, que no me preocupara por él. Luego me sentaba a su lado mientras recitaba a Walt Whitman y se quedaba más o menos dormido en el sillón.

Durante el día, mientras yo trabajaba, Robert y Jim iban paseando a Times Square. Los dos tenían cariño a los bajos fondos de la calle Cuarenta y dos y descubrieron que también compartían una afinidad por la prostitución, Jim para pagarse las drogas y Robert para pagar el alquiler. Incluso en aquel momento, Robert continuaba haciendo preguntas sobre él y sus deseos. No se sentía cómodo con que lo identificaran en virtud de su sexualidad, y se cuestionaba si se prostituía por dinero o por placer. Podía hablar de esos temas con Jim porque él no tenía prejuicios. Ambos obtenían dinero de los hombres, pero a Jim no le suponía ningún problema. Para él, solo eran negocios.

«¿Cómo sabes que no eres gay?», le preguntaba Robert.

Jim respondía que estaba seguro. «Porque siempre pido dinero.»

Hacia mediados de julio, pagué el último plazo de mi primera guitarra. La tenía apartada en una tienda de empeños de la Octava Avenida y era una pequeña Martin acústica, modelo Parlor. Tenía una minúscula calcomanía de un pájaro azul en la tapa delantera y una correa trenzada multicolor. Compré un cancionero de Bob Dylan y aprendí unos cuantos acordes sencillos. Al principio no me sonaron demasiado mal, pero, cuanto más tocaba la guitarra, peor me sonaban. No me daba cuenta de que las guitarras tenían que afinarse. Se la llevé a Matthew y él me la afinó. Entonces pensé que, siempre que se desafinara, podría encontrar un músico y preguntarle si quería tocarla. Había muchos músicos en el Chelsea.

Había compuesto «Fire of Unknown Origin» como poema, pero, después de conocer a Bobby, lo convertí en mi primera canción. Me esmeré en encontrar algunos acordes para acompañarla con la guitarra y se la canté a Robert y a Sandy. Ella se mostró especialmente complacida. El vestido de la muerte era el suyo.

Death comes sweeping down the hallway in a lady's dress

Death comes riding up the highway in its Sunday best

Death comes I can't do nothing

Death goes there must be something that remains

A fire of unknown origin took my baby away
{2}

Participar en
Island
me demostró que actuar se me daba bien. No sufría de miedo escénico y me gustaba suscitar una reacción en el público. Pero tomé nota de que no tenía madera de actriz. Tenía la impresión de que ser actor fuera como ser soldado: había que sacrificarse en aras de un bien mayor. Había que creer en la causa. Sencillamente, no podía renunciar lo suficiente a mí misma para ser actriz.

Interpretar a Leona determinó que la gente me percibiera, erróneamente, como a una adicta al speed. No sé cuánto tenía yo de actriz, pero sí era lo bastante buena para labrarme una reputación. La obra fue un éxito social. Andy Warhol vino todas las noches y manifestó un auténtico interés por trabajar con Tony Ingrassia. Tennessee Williams asistió a la última representación con Candy Darling colgada del brazo. Candy, en su elemento deseado, estaba eufórica de que la vieran con el gran dramaturgo.

Es posible que yo tuviera fuerza, pero carecía de la simpatía y el glamour trágico de mis compañeros. Los actores que hacían teatro alternativo estaban comprometidos y trabajaban duro bajo las órdenes de mentores como Ellen Stewart, John Vaccaro y el brillante Charles Ludlam. Aunque decidí no seguir su camino, agradecía lo que había aprendido. Pasaría algún tiempo antes de que pusiera en práctica mi experiencia teatral.

Cuando Janis regresó, en agosto, para repetir el concierto de Central Park cancelado a causa de la lluvia, parecía extremadamente feliz. Tenía ilusión por grabar y estaba resplandeciente a su llegada a Nueva York, ataviada con boas de plumas magenta, rosa y moradas. Las llevaba en todas partes. El concierto fue un gran éxito, y después fuimos todos a Remington, un bar de artistas próximo a Lower Broadway. Las mesas estaban ocupadas por su séquito: Michael Pollard, Sally Grossman, que era la muchacha del vestido rojo de la carátula de
Bringing It All Back Home,
Brice Marden, Emmett Grogan de The Diggers y la actriz Tuesday Weld. En la máquina de discos sonaba Charlie Pride. Janis se pasó la mayor parte de la fiesta con un hombre bien parecido por quien se sentía atraída, pero justo antes de cerrar, él se escabulló con una chica más guapa que ella. Janis se quedó destrozada. «Siempre me pasa lo mismo, tío. Otra noche sola», sollozó, apoyándose en el hombro de Bobby.

Bobby me pidió que la llevara al Chelsea y la vigilara. Subí con ella a su habitación y le hice compañía mientras se lamentaba de su destino. Antes de irme, le dije que le había compuesto una cancioncilla y se la canté.

I was working real hard

To show the world what I could do

Oh I guess I never dreamed

I'd have to

World spins some photographs

How I love to laugh when the crowd laughs

While love slips through

A theatre that is full

But oh baby

When the crowd goes home

And I turn in and I realize I'm alone

I can't believe

I had to sacrifice you
{3}

Janis dijo: «Esa soy yo, tía. Esa es mi canción». Cuando me iba, se miró en el espejo y se arregló los boas.

—¿Qué tal estoy, tía?

—Pareces una perla —respondí—. Eres una perla.

Jim y yo pasábamos mucho tiempo en Chinatown. Con él, todas las salidas eran aventuras flotantes, un viaje por las nubes altas de estío. Me gustaba verlo tratar a desconocidos. Íbamos a Hong Fat porque era barato, los
wantanes
estaban ricos y él conversaba con los viejos. Comías lo que te traían a la mesa o señalabas el plato de algún comensal porque la carta estaba en chino. Limpiaban las mesas vertiendo té caliente y secándolas con un trapo. Todo el restaurante olía a té
oolong.
A veces, Jim se ponía a hablar simplemente con uno de aquellos viejos de aspecto venerable, el cual nos guiaba por el laberinto de su vida, por las guerras del opio y los fumaderos de opio de San Francisco. Y después caminábamos de Mott a Mulberry y de allí a la calle Veintitrés, de regreso a nuestros días, como si nada hubiera ocurrido.

Le regalé un arpa cítara para su cumpleaños y le compuse largos poemas en Scribner's durante mi descanso para comer. Confiaba en que se convirtiera en mi novio, pero aquello resultó imposible. Yo nunca le serviría como inspiración, aunque, al intentar expresar la intensidad de mis sentimientos, me volví más prolífica y creo que mejoré como escritora.

Jim y yo tuvimos algunos momentos muy dulces. Estoy segura de que también los hubo malos, pero mis recuerdos están teñidos de nostalgia y humor. Los nuestros fueron días y noches anárquicos, tan quijotescos como Keats y tan bárbaros como los piojos que pillamos, ambos seguros de que nos los había contagiado el otro mientras hacíamos un tedioso tratamiento con champú antipiojos Kwell en cualquiera de los baños del hotel Chelsea.

Jim era informal, evasivo, y a veces estaba demasiado colocado para hablar, pero también era amable, ingenioso y un verdadero poeta. Yo sabía que no me amaba, pero de todos modos lo adoraba. Con el tiempo, terminó distanciándose y me dejó un largo rizo de su cabello cobrizo.

Robert y yo fuimos a visitar a Harry. Él y un amigo estaban decidiendo quién debía ser el nuevo custodio de un cordero gris de juguete. Tenía tamaño reducido, ruedas y una larga cinta roja para arrastrarlo: era el cordero de Peter Orlovsky, el compañero de Alien Ginsberg. Cuando me lo confiaron, creí que Robert se enfadaría, porque le había prometido no tener en casa más basura inútil ni juguetes rotos. «Tienes que aceptarlo —dijo, poniéndome la cinta en la mano—. Es un clásico Smith.»

Unos días después, Matthew apareció de improviso con una caja de singles. Estaba obsesionado con Phil Spector; parecía que la caja contuviera todos los singles que había grabado Phil. Miró a su alrededor con nerviosismo. «¿Tienes algún single?», me preguntó, inquieto.

Me levanté, hurgué entre mi ropa sucia y encontré mi caja de singles, era de color crema y estaba decorada con notas musicales. Matthew contó de inmediato nuestra colección conjunta.

—Tenía razón —dijo—. Tenemos la cantidad justa.

—¿La cantidad justa para qué?

—Para una noche de cien discos.

A mí me pareció lógico. Los pusimos, uno tras otro, empezando por «I Sold My Heart to the Junkman». Cada canción era mejor que la anterior. Me levanté de un salto y me puse a bailar. Matthew iba cambiando las caras como un pinchadiscos desquiciado. Entonces entró Robert. Miró a Matthew. Me miró a mí. Miró el tocadiscos.

Estaban sonando The Marvelettes. Dije: «¿A qué esperas?».

Él dejó caer el abrigo al suelo. Aún quedaban treinta y tres singles por poner.

Era una dirección famosa, dado que había albergado el Film Guild Cinema en los años veinte y un ruidoso club country dirigido por Rudy Vallée en los treinta. El gran artista expresionista y maestro Hans Hoffman regentó una pequeña academia en la tercera planta durante las dos décadas siguientes, donde tuvo alumnos como Jackson Pollock, Lee Krasner y Willem de Kooning. En los años sesenta, albergó el club Generation, donde solía ir Jimi Hendrix, y cuando el club cerró, él adquirió el espacio y construyó un estudio modernísimo en las entrañas del número 52 de la calle Ocho.

El 28 de agosto había una fiesta para celebrar su inauguración. Wartoke Concern llevaba la prensa. Las invitaciones eran muy codiciadas y conseguí la mía por mediación de Jane Friedman, que trabajaba en Wartoke. Jane también se había encargado de la publicidad para el festival de Woodstock. Bruce Rudow nos había presentado en el Chelsea y ella había mostrado interés por mi trabajo.

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