Éramos unos niños (9 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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Las primeras obras de Robert estaban claramente inspiradas en sus experiencias con el LSD. Sus dibujos y pequeñas construcciones poseían el anticuado encanto del surrealismo y la pureza geométrica del arte tántrico. Poco a poco, su obra dio un giro hacia el catolicismo: el cordero, la Virgen y Cristo.

Quitó las telas indias de las paredes y tiñó nuestras sábanas viejas de negro y violeta. Las grapó a la pared y colgó crucifijos y grabados religiosos. No nos costaba encontrar retratos enmarcados de santos en la basura o en las tiendas del Ejército de Salvación. Robert extraía las litografías y las coloreaba o las incorporaba a un dibujo, un collage o una construcción.

Pero Robert, que deseaba librarse de su yugo católico, habitaba en otra parte del espíritu, regida por el ángel de la luz. La imagen de Lucifer, el ángel caído, terminó eclipsando a los santos que utilizaba en sus collages y cajas esmaltadas. En la tapa de una cajita de madera, pegó el rostro de Cristo; en el interior, una Virgen con el niño y una diminuta rosa blanca; y, en el reverso de la tapa, me sorprendió hallar el rostro del diablo sacando la lengua.

Cuando regresaba a casa, me encontraba a Robert vestido de monje con un hábito marrón que había conseguido en una tienda de beneficencia, estudiando panfletos sobre alquimia y magia. Me pidió que le llevara libros de ocultismo. Al principio, más que leerlos, utilizaba las estrellas de cinco puntas y las imágenes satánicas, descomponiéndolas y reconstruyéndolas. No era malvado, aunque, conforme su obra se fue impregnando de elementos más siniestros, se tornó más callado.

Se interesó por crear conjuros visuales, que podían servir para invocar a Satán, igual que se invocaría a un genio. Se imaginaba que, si pudiera hacer un pacto que le permitiera acceder al yo más puro de Satán, el yo de la luz, reconocería un alma gemela y Satán le concedería fama y fortuna. No necesitaba pedirle que le concediera grandeza, ni la capacidad para ser artista, porque sabía que eso ya lo tenía.

—Buscas atajos —dije.

—¿Por qué tengo que coger el camino largo? —respondió.

A veces, durante mi descanso del trabajo para comer, iba a la catedral de Saint Patrick para visitar al joven san Estanislao. Rezaba por los muertos, a quienes parecía querer tanto como a los vivos: Rimbaud, Seurat, Camille Claudel y la amante de Jules Laforgue. Y rezaba por nosotros.

Las plegarias de Robert eran como deseos. Ambicionaba el conocimiento oculto. Los dos rezábamos por su alma, él para venderla y yo para salvarla.

Más adelante, Robert diría que la Iglesia lo conducía a Dios y el LSD lo conducía al universo. También decía que el arte lo conducía al diablo y mantenía sexo con él.

Algunos de los signos y augurios eran demasiado dolorosos para admitirlos. Una noche en Hall Street, cuando yo estaba en la puerta de nuestro dormitorio y Robert dormía, lo vi en un potro de tortura, convirtiéndose en polvo ante mis propios ojos con la camisa blanca destrozada. Se despertó y percibió mi horror.

—¿Qué has visto? —gritó.

—Nada —respondí, apartando la mirada, decidiendo no aceptar lo que había visto. Aunque un día tendría sus cenizas en mi mano.

——>>*<<——

Robert y yo rara vez nos peleábamos, pero reñíamos como niños, habitualmente por cómo administrar nuestros escasos ingresos. Yo cobraba sesenta y cinco dólares semanales y Robert encontraba algún trabajo ocasional. Con un alquiler de ochenta dólares mensuales, más los gastos fijos, teníamos que dar cuenta de cada centavo. Los billetes de metro costaban veinte centavos y yo necesitaba diez a la semana. Robert fumaba, y un paquete de cigarrillos valía treinta y cinco centavos. Mi debilidad por utilizar el teléfono público de la taberna era lo más problemático. Robert no podía entender mi profundo vínculo con mis hermanos. Un puñado de monedas gastadas en una llamada podía significar una comida menos. A veces mi madre metía un billete de un dólar en sus cartas y tarjetas. Aquel gesto aparentemente insignificante representaba muchas monedas de su bote de propinas y yo siempre lo valoraba.

Nos gustaba ir al Bowery, donde examinábamos raídos vestidos de seda, deshilachados abrigos de cachemira y chaquetas de motorista usadas. En Orchard Street, buscábamos materiales baratos pero interesantes para alguna obra nueva: láminas de Mylar, pieles de lobo, quincalla curiosa. Nos pasábamos horas en Pearl Paint de Canal Street, después cogíamos el metro a Coney Island para caminar por el paseo marítimo y compartir un perrito caliente en Nathan's.

Mis modales en la mesa horrorizaban a Robert. Yo lo percibía en su modo de apartar la mirada y volver la cabeza. Cuando comía con las manos, le parecía que llamaba demasiado la atención, aunque él llevara sobre el torso desnudo varios collares de cuentas y un chaleco de piel de carnero bordado. Nuestros reproches solían dar paso a las risas, sobre todo cuando yo señalaba aquellas discrepancias. Seguimos teniendo aquellas discusiones durante toda nuestra larga amistad. Mis modales no mejoraron nunca, pero su indumentaria atravesó algunas etapas extremadamente estrafalarias.

En aquella época, Brooklyn era un barrio bastante periférico y parecía muy alejado de la animación de Manhattan. A Robert le encantaba ir allí. Se sentía vivo cuando cruzaba el East River y fue en Manhattan donde, más adelante, experimentó rápidas transformaciones, tanto personales como artísticas.

Yo vivía en mi propio mundo, soñando con los muertos y los siglos que llevaban desaparecidos. De pequeña, me había pasado horas imitando la elegante letra que formaba las palabras de la Declaración de Independencia. Escribir a mano me había fascinado siempre. Ahora podía integrar aquella extraña habilidad en mis dibujos. Comencé a interesarme por la caligrafía islámica y, en ocasiones, sacaba el collar persa del papel de seda que lo envolvía y lo colocaba delante de mí mientras dibujaba.

En Scribner's me ascendieron al departamento de ventas. Aquel año, los libros más vendidos fueron
Money Game
de Adam Smith
y Gaseosa de ácido eléctrico
de Tom Wolfe, lo cual resumía la tendencia a la polarización que imperaba en Estados Unidos. No me identificaba con ninguno de los dos libros. Me sentía desconectada de todo lo que estuviera fuera del mundo que Robert y yo habíamos creado.

En mis momentos bajos, me preguntaba cuál era la finalidad de crear arte. ¿Para quién? ¿Estábamos encarnando a Dios? ¿Dialogando con nosotros mismos? ¿Y cuál era el objetivo final? ¿Tener nuestra obra enjaulada en los grandes zoológicos del arte, el MoMA, el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, el Louvre?

Yo aspiraba a ser honesta, pero no me sentía así. ¿Por qué dedicarme al arte? ¿Para realizarme o por el arte mismo? Parecía autocomplaciente contribuir a un sector ya saturado a menos que se ofreciera la iluminación.

A menudo, me sentaba e intentaba escribir o dibujar, pero la delirante actividad de las calles, unida a la guerra de Vietnam, hacía que mis esfuerzos parecieran fútiles. No podía identificarme con los movimientos políticos. Cuando intentaba participar, me sentía hostigada por otra forma más de burocracia. Me planteaba si algo de lo que hacía importaba.

Robert tenía poca paciencia con aquellos ataques introspectivos míos. Él jamás parecía cuestionarse sus impulsos artísticos y, con su ejemplo, comprendí que lo que importa es la obra: la serie de palabras impelidas por Dios que se concreta en un poema, la trama de color y grafito garabateada en la lámina que expande su divino movimiento. Lograr en la obra un equilibrio perfecto entre fe y ejecución. De este estado mental emana una luz, preñada de vida.

Picasso no se encerró en su concha cuando bombardearon su querido País Vasco. Reaccionó creando una obra maestra en el
Guernica
para recordarnos las injusticias cometidas contra su pueblo. Cuando me quedaba dinero, iba al Museo de Arte Moderno, me sentaba delante del
Guernica
y me pasaba horas pensando en el caballo caído y el ojo de la lámpara que brilla sobre los tristes escombros de la guerra. Luego regresaba al trabajo.

Esa primavera, solo unos días antes del domingo de Ramos, Martin Luther King fue abatido a tiros en el hotel Lorraine de Memphis. Había una fotografía en la prensa de Coretta Scott King consolando a su hija menor, con el rostro bañado en lágrimas tras su velo de viuda. Me angustié muchísimo, como había hecho en mi adolescencia cuando vi a Jacqueline Kennedy con su vaporoso velo negro junto a sus hijos, esperando a que el cadáver de su marido pasara en un armón de artillería tirado por caballos. Intenté plasmar mis sentimientos en un dibujo o un poema, pero no pude. Tenía la impresión de que cuando intentaba expresar la injusticia no daba con los versos adecuados.

Robert me había comprado un vestido blanco para Semana Santa, pero me lo regaló el domingo de Ramos para mitigar mi tristeza. Era un raído vestido victoriano de lino. Me encantó, me lo puse y me paseé por el piso, una frágil armadura frente a los malos augurios de 1968.

Mi vestido de Semana Santa no era apropiado para llevarlo a una cena en casa de los Mapplethorpe, tampoco lo era nada de lo que teníamos en nuestro reducido vestuario.

Yo era bastante independiente de mis padres. Los quería, pero no me preocupaba cómo les había sentado que Robert y yo viviéramos juntos. Pero él no era tan libre. Continuaba siendo su hijo católico, y era incapaz de decirles que vivíamos juntos sin estar casados. Mis padres lo habían recibido con los brazos abiertos, pero le preocupaba que los suyos no me aceptaran.

Al principio pensó que lo mejor sería hablarles de mí poco a poco en sus conversaciones telefónicas. Luego decidió decirles que nos habíamos fugado a Aruba para casarnos. Un amigo suyo estaba viajando por el Caribe y Robert escribió una carta a su madre que su amigo mandó desde Aruba.

Yo creía que aquel engaño tan rebuscado era innecesario. Pensaba que debería contarles simplemente la verdad, convencida de que terminarían aceptándonos tal como éramos. «No —decía él, frenético—. Son católicos estrictos.»

No comprendí su preocupación hasta que visitamos a sus padres. Su padre nos recibió con un silencio gélido. Yo no concebía que un hombre no abrazara a su hijo.

La familia en pleno estaba sentada a la mesa del comedor: su hermana y su hermano mayores con sus respectivos cónyuges y sus cuatro hermanos menores. La mesa estaba puesta, todo listo para una cena perfecta. Su padre apenas me miró y no dijo nada a Robert salvo «Deberías cortarte el pelo. Pareces una chica».

La madre de Robert, Joan, hizo todo lo posible por crear un clima acogedor. Después de cenar, dio disimuladamente a Robert dinero que llevaba en el bolsillo del delantal y me llevó a su habitación, donde abrió su joyero. Me miró la mano y sacó un anillo de oro.

—No teníamos suficiente dinero para las alianzas —mentí.

—Deberías llevar una en el dedo anular de la mano izquierda —me dijo, poniéndomelo en la mano.

Robert era muy cariñoso con Joan en ausencia de Harry. Joan era una mujer con brío. Tenía la risa fácil, fumaba sin parar y limpiaba la casa de forma obsesiva. Advertí que Robert no solo había adquirido su sentido del orden de la Iglesia católica. Joan prefería a Robert y, en su fuero interno, parecía enorgullecerse del camino que había elegido. Harry quería que se dedicara a la publicidad, pero él se había negado. Estaba decidido a demostrar que su padre se equivocaba.

La familia nos abrazó y felicitó al marcharnos. Harry se hizo a un lado. «No me creo que estén casados», dijo.

Robert estaba recortando fenómenos de feria de un libro en rústica descomunal sobre Tod Browning. Había hermafroditas, microcéfalos y hermanas siamesas diseminados por doquier. Eso me desconcertó porque no veía ninguna relación entre aquellas imágenes y su reciente interés por la magia y la religión.

Como de costumbre, encontré la manera de seguirle los pasos a través de mis dibujos y poemas. Dibujé personajes circenses y conté historias sobre ellos, sobre Hagen Waker, el funámbulo nocturno, Balthazar, el niño con cara de asno, y Aratha Kelly, con su cabeza en forma de luna. Robert no tenía más explicación para su atracción por los fenómenos de feria que la que yo tenía para haber creado mis personajes.

Con ese espíritu íbamos a Coney Island para visitar las barracas de feria. Habíamos buscado el Museo Hubert de la calle Cuarenta y dos, donde estaban expuestos Wago, la princesa encantadora de serpientes, y un circo de pulgas, pero había cerrado en 1965. Encontramos un pequeño museo que tenía partes del cuerpo y embriones humanos conservados en formol, y Robert se obsesionó con la idea de utilizar algo similar en un montaje. Preguntó dónde podía encontrar algo parecido y un amigo le habló del antiguo hospital municipal en ruinas de Welfare (más adelante Roosevelt) Island.

Un domingo fuimos a la isla con nuestros amigos de Pratt. Visitamos dos enclaves. El primero era un vasto edificio decimonónico que tenía aspecto de manicomio; fue el primer hospital de Estados Unidos en tratar enfermos de viruela. Separados de él únicamente por una alambrada de espino y vidrios rotos, nos imaginamos muriendo de lepra y peste bubónica.

Las otras ruinas eran los vestigios del antiguo hospital municipal, un edificio imponente que acabaría siendo demolido en 1994. Al entrar, nos sorprendió el silencio y el extraño olor a medicamentos. Fuimos de sala en sala y vimos estantes de especímenes médicos en botes de vidrio. Muchos estaban rotos, destrozados por los roedores. Robert registró a fondo todas las salas hasta encontrar lo que buscaba, un embrión que flotaba en formol dentro de su vitrea matriz.

Todos coincidimos en que Robert le sacaría muchísimo partido. Durante el viaje de vuelta, no lo soltó ni un momento. Aunque no habló, percibí su entusiasmo y expectación mientras imaginaba cómo hacer arte con su valioso hallazgo. Nos despedimos de nuestros amigos en Myrtle Avenue. Justo cuando entrábamos en Hall Street, el bote le resbaló inexplicablemente de las manos y se hizo añicos contra la acera, a solo unos pasos de nuestra puerta.

Vi su rostro. Estaba tan abatido que ninguno de los dos dijo nada. El bote robado había permanecido en un estante durante décadas, intacto. Era casi como si Robert le hubiera quitado la vida. «Sube —dijo—. Voy a limpiarlo.» Ya no volvimos a mencionarlo. Aquel bote tenía algo especial. Sus gruesos fragmentos de vidrio parecieron presagiar los malos tiempos que se avecinaban; no hablamos de ello, pero los dos parecíamos aquejados de una indefinida inquietud interna.

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