Éramos unos niños (26 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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John no solo sentía devoción por la obra de Robert, sino también por él. Robert aceptaba sus regalos y aprovechaba las oportunidades que le brindada, pero nunca estuvo interesado en él como compañero sentimental. John era sensible, voluble y físicamente frágil, cualidades que no atraían a Robert. Él admiraba a Maxime, que era fuerte y ambiciosa con un pedigrí impecable. Quizá fuera desdeñoso con los sentimientos de John, porque, conforme pasó el tiempo, se vio envuelto en una destructiva obsesión romántica.

Cuando Robert estaba de viaje, John venía a visitarme. A veces me traía regalos, como un diminuto anillo de oro hilado de París o una traducción especial de Verlaine o Mallarmé. Hablábamos de la fotografía de Lewis Carroll y Julia Margaret Cameron, pero, de hecho, de lo que él quería hablar era de Robert. A primera vista, el dolor de John podía atribuirse a un amor no correspondido, pero, cuanto más tiempo pasaba yo con él, me daba cuenta de que la causa parecía radicar en un inexplicable desprecio hacia sí mismo. John no podría haber sido más animado, curioso y tierno, de modo que me costaba entender por qué tenía tan mala opinión de sí mismo. Hacía todo lo posible por consolarlo, pero me resultaba imposible; Robert solo lo consideraba un amigo o mentor, nada más.

En
Peter Pan,
uno de los niños perdidos se llama John. A veces, él me parecía eso, un niño
Victoriano
pálido y delicado que perseguía la sombra de Peter Pan.

No obstante, John McKendry no podría haber hecho mejor regalo a Robert que las herramientas que este necesitaba para dedicarse a la fotografía. Robert estaba fascinado con ella, obsesionado no solo por la técnica, sino también por su lugar en las artes. Tenía interminables discusiones con John, cuya indiferencia lo contrariaba. En su opinión, debería valerse de su cargo en el Museo Metropolitano para conseguir que la fotografía gozara del mismo respeto y atención que la pintura y la escultura. Pero John, que entonces estaba montando una importante exposición de Paul Strand, tenía un compromiso con la fotografía, no con la obligación de mejorar su estatus en la jerarquía de las artes.

Yo no había anticipado la absoluta entrega de Robert a los poderes de la fotografía. Lo había animado a hacer fotografías para que las integrara en sus collages e instalaciones, con la esperanza de que tomara el relevo a Duchamp. Pero Robert había cambiado su centro de atención. La fotografía no era un medio para alcanzar un fin, sino el fin mismo. Planeando sobre todo eso estaba Warhol, quien parecía estimularlo tanto como paralizarlo.

Robert se había propuesto hacer algo que Andy no hubiera hecho aún. Había pintarrajeado imágenes católicas de la Virgen y Jesús; había introducido fenómenos de feria e imágenes sadomasoquistas en sus collages. Pero, donde Andy se había considerado un observador pasivo, Robert terminaría adoptando una función activa. Documentaría y participaría en lo que hasta entonces solo había podido abordar a través de imágenes de revistas.

Calle Veintitrés, 1972

Comenzó a diversificarse y fotografió a personas que conocía gracias a su compleja vida social, tanto a las populares como a las impopulares, de Marianne Faithfull a un chapero tatuado. Pero siempre retornaba a su musa. Yo ya no me sentía una modelo apropiada para él, pero Robert restaba importancia a mis objeciones. Veía en mí más de lo que veía yo. Siempre que despegaba una imagen del negativo de la polaroid, decía: «Contigo, siempre acierto».

Me encantaban sus autorretratos y él se hacía muchos. Consideraba que la Polaroid era el fotomatón del artista y John le había proporcionado todo el dinero que necesitaba.

Nos invitaron a un baile de disfraces organizado por Fernando Sánchez, el gran diseñador español famoso por su provocativa lencería. Loulou y Maxime me enviaron un vestido de época diseñado por Schiaparelli. La parte de arriba era negra, con las mangas abombadas y un escote de pico; la falda, larga hasta los pies, era roja. Se parecía sospechosamente al vestido que llevaba Blancanieves cuando conoció a los siete enanitos. Robert estaba loco de alegría. «¿Te lo vas a poner?», me preguntó, ilusionado.

Por suerte para mí, me quedaba pequeño. Me vestí íntegramente de negro y rematé el conjunto con unas zapatillas de deporte blancas inmaculadas. David y Robert iban de esmoquin.

Aquella era una de las fiestas más glamurosas de la temporada y no faltaba ninguno de los grandes del arte y la moda. Yo me sentía como un personaje de Buster Keaton, sola, apoyada en una pared, cuando se acercó Fernando. Me miró con incredulidad.

—Querida, el conjunto es fabuloso —dijo. Me dio una palmadita en la mano mientras miraba la chaqueta negra, corbata negra, camisa negra de seda y anchos pantalones negros de satén que llevaba—, pero las zapatillas blancas no sé si te pegan.

—Son imprescindibles para el disfraz.

—¿El disfraz? ¿De qué vas disfrazada?

—De jugador de tenis de luto.

Fernando me miró de arriba abajo y comenzó a reírse.

—Perfecto —dijo, luciéndome ante los invitados. Me cogió de la mano y me arrastró a la pista de baile. Como era del sur de Nueva Jersey, me encontré en mi elemento. La pista de baile era mía.

Fernando se quedó tan fascinado con nuestra breve conversación que me hizo un hueco en el siguiente desfile de moda. Me invitaron a unirme a las modelos de lencería. Desfilé con los mismos pantalones negros de satén, una camiseta hecha jirones y las zapatillas de deporte blancas, luciendo su boa negro de plumas de casi dos metros y medio y cantando «Annie Had a Baby». Fue mi debut en la pasarela, el principio y el fin de mi carrera de modelo.

Más importante que eso fue el interés de Fernando por Robert y por mí como artistas. A menudo se pasaba por nuestro loft para admirar las nuevas obras, y nos proporcionó trabajo en un momento en que los dos necesitábamos dinero y ánimos.

Robert sacó la fotografía para mi primer poemario, un librito titulado
Kodak
que Middle Earth Books publicó en Filadelfia. Yo quería que se pareciera a la tapa de
Tarántula,
la novela de Bob Dylan, su versión de aquella versión. Compré película y una camisa blanca de vestir, que combiné con una chaqueta negra y unas Ray-Ban.

Robert no quería que llevara gafas de sol, pero me complació y me sacó la fotografía que se convertiría en la tapa. «Vamos —dijo—, quítate las gafas y la chaqueta», y me sacó más fotografías solo con la camisa blanca. Escogió cuatro y las puso en fila. Luego cogió el cartucho de la película Polaroid. Metió una de las fotografías en el marco metálico negro. No era exactamente lo que buscaba y la roció con pintura blanca. Robert era capaz de modificar materiales y utilizarlos de formas inesperadas. Cogió tres o cuatro de la basura y también las pintó con pulverizador.

Hurgó entre los restos del paquete Polaroid, cogió la etiqueta negra donde ponía «No tocar aquí» y la metió en uno de los cartuchos utilizados. Cuando estaba en racha, Robert era como David Hemmings en
Blow-Up.
Concentración obsesiva, imágenes clavadas en la pared, un detective que ronda su territorio como un gato. El rastro de sangre, su huella, su marca. Hasta las palabras de Hemmings en la película parecían tener un significado oculto, el mantra secreto de Robert: «Ojalá tuviera un montón de dinero. / Entonces sería libre. / ¿Libre para hacer qué? / Todo».

——>>*<<——

Como dijo Rimbaud: «Paisaje nuevo, ruido nuevo». Todo se aceleró después de que Lenny Kaye y yo actuáramos en Saint Mark. Mis vínculos con la comunidad rock se fortalecieron. Muchos escritores destacados, como Dave Marsh, Tony Glover, Danny Goldberg y Sandy Pearlman, me habían visto actuar y recibí más ofertas para escribir artículos. Los poemas de
Creem
señalarían mi primera recopilación importante de poesía.

Sandy Pearlman, en especial, tenía una visión clara de lo que debería estar haciendo. Aunque no me sentía preparada para hacer realidad su particular versión de mi futuro, siempre me interesó su percepción de las cosas porque poseía un repertorio de referencias culturales que abarcaba desde las matemáticas pitagóricas hasta santa Cecilia, la patraña de la música. Sus opiniones estaban respaldadas por unos conocimientos considerables en cualquier tema imaginable. Central para su singular mentalidad era su fervor por Jim Morrison, a quien encumbraba tanto en su mitología, que lo imitaba con su camisa negra de cuero, pantalones de piel y un ancho cinturón indio plateado, el atuendo que definía al rey lagarto. Sandy tenía sentido del humor y hablaba muy deprisa, siempre llevaba gafas de sol para proteger sus pálidos ojos azules.

Él me veía al frente de una banda de rock and roll, algo que yo no me había planteado ni siquiera había creído posible. Pero, después de componer y cantar canciones con Sam en
Boca de cowboy
tenía ganas de explorar esa faceta artística.

Sam me había presentado a Lee Crabtree, un compositor y teclista que había trabajado con The Fugs y The Holy Modal Rounders. Tenía una habitación en el Chelsea con una cómoda llena de composiciones, altos montones de partituras musicales que nadie había escuchado. Siempre parecía un poco incómodo. Era pecoso, con el pelo pelirrojo tapado por una gorra de lana, gafas y una rala barba rojiza. Era imposible saber si era joven o viejo.

Comenzó con la canción que compuse para Janis, la canción que ella no cantaría jamás. Su versión consistía en tocar la música como si tocara el órgano. Yo estaba un poco cohibida, pero él lo estaba más aún; tuvimos paciencia el uno con el otro.

Cuando me tuvo confianza, me habló un poco de sí mismo. Había estado muy unido a su abuelo, quien, al morir, le había dejado una herencia modesta pero importante para él que comprendía la casa de Nueva Jersey donde habían vivido juntos. Me confesó que su madre se había opuesto al testamento, se había escudado en su frágil estado emocional para impugnarlo y había intentado encerrarlo en una institución psiquiátrica. Cuando me llevó a la casa, se sentó en el sillón de su abuelo y lloró.

Después de eso, las sesiones nos fueron bien. Trabajamos en tres canciones. Sandy aportó algunas ideas para las melodías de «Dylan's Dog» y «Fire of Unknown Origin» y terminamos con «Work Song», la canción que yo había compuesto para Janis. Me asombré de lo bien que sonaba, porque Lee había encontrado el tono en el que yo podía cantar.

Un día vino a verme a la calle Veintitrés. Diluviaba y él estaba desconsolado. Su madre había conseguido invalidar el testamento y no le dejaba entrar en la casa de su abuelo. Estaba empapado y le ofrecí una camiseta que me había regalado Sandy Pearlman, un prototipo para un nuevo grupo de rock and roll al que representaba.

Hice todo lo posible por consolarlo y quedamos para otro día. Pero, a la semana siguiente, no se presentó. Fui al Chelsea. Después de varios días, pregunté por él y Anne Waldman me dijo que, ante la pérdida de su herencia y la amenaza de que lo internaran, se había suicidado saltando desde la azotea del hotel.

Me quedé consternada. Repasé mis recuerdos en busca de señales. Me pregunté si podría haberle ayudado, pero solo estábamos aprendiendo a comunicarnos y a confiar el uno en el otro.

—¿Por qué no me lo ha dicho nadie? —pregunté.

—No queríamos disgustarte —respondió Anne—. Llevaba la camiseta que le regalaste.

Después de eso, se me hizo extraño cantar. Retomé la poesía, pero la música me encontró. Sandy Pearlman estaba convencido de que debía cantar y me presentó a Alien Lanier, el teclista del grupo al que representaba. Habían comenzado llamándose The Soft White Underbelly y habían grabado un álbum para Elektra, que nunca salió a la venta. Ahora se hacían llamar Stalk-Forrest Group, pero pronto se convertirían en Blue Öyster Cult.

Sandy tenía dos motivaciones para presentarnos. Creía que Alien podría ayudarme a estructurar las canciones que estaba componiendo y que yo podría componer letras para el grupo. Alien tenía una marcada ascendencia sureña en la que se incluía el poeta de la guerra de Secesión Sidney Lanier y el dramaturgo Tennessee Lanier Williams. Era dulce, optimista, y compartía mi afecto por los poemas de William Blake, que sabía recitar de memoria.

Aunque nuestra colaboración musical progresaba despacio, nuestra amistad se estrechó y pronto preferimos una relación sentimental a una laboral. A diferencia de Robert, a Alien le gustaba mantener esas facetas separadas.

Robert se llevaba bien con Alien. Los dos se tenían respeto y respetaban su relación conmigo. Alien encajaba conmigo como David lo hacía con Robert, y todos coexistíamos en armonía. Debido a sus obligaciones con el grupo, Alien viajaba con frecuencia, pero, cuando estaba en Nueva York, se quedaba conmigo cada vez más a menudo.

Alien contribuía a nuestros gastos mientras que Robert hacía todo lo posible por alcanzar la independencia económica. Llevaba su portafolios de galería en galería, pero, casi siempre, recibía la misma respuesta. La obra era buena, pero peligrosa. De vez en cuando, vendía un collage o personas como Leo Castelli le infundían ánimos, pero, por lo general, estaba en una situación similar a la del joven Jean Genet cuando enseñó su obra a Cocteau y Gide. Ellos sabían que era un genio, pero temían la intensidad de su talento y las facetas de sí mismos que podían poner de manifiesto su contenido.

Robert se fijaba en áreas de opinión sobre las que había poco consenso y las transformaba en arte. Trabajaba sin reparos, revistiendo lo homosexual de grandeza, masculinidad y una nobleza envidiable. Sin afectación, creó una presencia que era íntegramente masculina sin sacrificar la gracia femenina. No pretendía hacer ningún alegato político ni ninguna declaración de su ideología sexual en progreso. Estaba presentando algo nuevo, algo no visto ni explorado que él había comenzado a ver y explorar. Robert pretendía dignificar aspectos de la experiencia masculina, conferir misticismo a la homosexualidad. Como dijo Cocteau de un poema de Genet: «Su obscenidad nunca es obscena».

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