Authors: Patti Smith
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Sam amaba la obra de Robert, la amaba como nadie.
Yo estaba con él, mirando la imagen de unos tulipanes blancos que Robert había fotografiado sobre un fondo negro.
—¿Cuál es la cosa más negra que has visto en tu vida? —me preguntó.
—¿Un eclipse? —respondí, como si fuera la respuesta a una adivinanza.
—No. —Señaló la fotografía—. Esto. Un negro en el que puedes perderte.
Más adelante, Robert dedicó la fotografía a Sam. «Él es el único que realmente me entiende», dijo.
Robert y Sam estaban tan cerca de la consanguinidad como dos hombres podían estarlo. El padre buscaba al heredero, el hijo al padre. Sam, el mecenas ideal, tenía los recursos, la visión de futuro y el deseo de glorificar al artista. Robert era el artista que buscaba.
El afecto imperecedero entre Robert y Sam ha sido criticado, distorsionado y contado en una versión tergiversada, interesante quizá en una novela, pero su relación no se puede juzgar sin entender su código consensuado.
A Robert le gustaba el dinero de Sam y a Sam le gustaba que a Robert le gustara su dinero. De haber sido aquello todo lo que los motivaba, podrían haberlo encontrado fácilmente en alguna otra parte. En cambio, ambos poseían algo que el otro quería y, de ese modo, se complementaban. En su fuero interno, Sam ansiaba ser artista, pero no lo era. Robert quería ser rico y poderoso, pero no lo era. Por asociación, ambos saboreaban sus respectivos atributos. Eran un paquete, por así decirlo. Se necesitaban. El mecenas para verse glorificado por la creación. El artista para crear.
Yo los consideraba dos hombres con un vínculo irrompible. Se afirmaban uno a otro y eso los fortalecía. Ambos tenían un carácter estoico, pero juntos podían mostrar sus vulnerabilidades sin avergonzarse y confiarse ese conocimiento. Con Sam, Robert podía ser él mismo y Sam no lo juzgaba. Sam nunca intentó conseguir que moderara su obra, se vistiera de otro modo o transigiera con las instituciones. Quitando todo lo demás, lo que yo percibía entre ellos era una ternura recíproca.
Robert no era un mirón. Siempre decía que tenía que participar de una forma auténtica en las obras que surgían de su interés por el sadomasoquismo, que no hacía fotografías por sensacionalismo ni se atribuía la misión de contribuir a la aceptación social del sadomasoquismo. No creía que debiera aceptarse y nunca pensó que su mundo clandestino fuera para todos.
No cabía duda de que disfrutaba de sus alicientes e incluso los necesitaba. «Es embriagador —decía—. El poder que puedes tener. Hay una cola entera de tíos que te desean y, por muy repulsivos que sean, percibir ese deseo colectivo por ti es algo muy intenso.»
A veces, sus incursiones en el mundo del sadomasoquismo me desconcertaban y me asustaban. Robert no podía hablarme de ellas porque eran completamente ajenas a nosotros. Quizá lo hubiera hecho, si se lo hubiera pedido, pero, en realidad, yo no quería saber nada. No era tanto negación como aprensión. Sus actividades eran demasiado fuertes para mí y Robert a menudo creaba obras que me sorprendían: la invitación con un látigo metido en el culo, una serie de fotografías de genitales atados con cuerdas. Ya no utilizaba fotografías de revistas, solo modelos y a sí mismo para crear imágenes de dolor autoinfligido. Yo lo admiraba, pero no podía comprender la brutalidad. Me costaba compaginarla con el muchacho que había conocido.
Y, no obstante, cuando miro la obra de Robert, sus modelos no dicen «Lo siento, estoy enseñando el pene». El no lo siente ni quiere que nadie lo haga. Quería que sus modelos estuvieran satisfechos con sus fotografías, se tratara de un sadomasoquista que se metía clavos en el pene o de un glamuroso famosillo. Quería que todos sus modelos estuvieran seguros de su relación con él.
No creía que su obra fuera apta para todos los públicos. La primera vez que expuso sus fotografías más fuertes, estas estaban en una carpeta señalada con la letra «X», dentro de una vitrina, para mayores de dieciocho años. No le parecía importante poner aquellas fotografías en las narices de la gente, a excepción de las mías, decía tomándome el pelo.
Cuando le pregunté qué lo impulsaba a crear aquellas imágenes respondió que alguien tenía que hacerlo y que por qué no él. Tenía una posición privilegiada para ver actos de sexo extremo consensuado y sus modelos confiaban en él. Su misión no era poner nada de manifiesto, sino documentar un aspecto de la sexualidad como arte, dado que no se había hecho hasta entonces. Lo que más le estimulaba como artista era crear algo que nadie más había hecho.
Aquello no cambió su forma de ser conmigo. Pero yo me preocupaba por él, porque a veces me parecía que estaba adentrándose en un terreno más siniestro y peligroso. En sus mejores momentos, nuestra amistad era un refugio de todo, donde él podía esconderse o enroscarse como una cría de serpiente exhausta.
«Tendrías que cantar más», decía Robert cuando le cantaba Piaf o una de las viejas melodías que nos gustaba a los dos. Lenny y yo teníamos unos cuantos temas y estábamos desarrollando un repertorio, pero nos sentíamos limitados. Preveíamos utilizar los poemas para dar continuidad a patrones rítmicos sobre los que pudiéramos tocar nuestros riffs. Aunque nos faltaba encontrar a la persona apropiada, creíamos que un piano combinaría bien con nuestro estilo, al ser un instrumento tanto melódico como de percusión.
Ferrocarril de Long Island, 1974
Jane Friedman nos dejó uno de los cuartos de la planta que tenía alquilada encima del teatro Victoria entre las calles Cuarenta y cinco y Broadway. Allí había un viejo piano vertical y, el día de San José, invitamos a unos cuantos teclistas para ver si podíamos encontrar al tercer hombre. Todos tenían talento, pero no eran lo que buscábamos. Como dice la Sagrada Escritura, Él reservó lo mejor para el final. Richard Sohl, enviado por Danny Fields, entró en el cuarto con una camiseta rayada de cuello de barca, unos arrugados pantalones de lino y la cara medio tapada por su rizada pelambrera rubia. Su belleza y laconismo no revelaban el hecho de que fuera un pianista con talento. Mientras se preparaba, Lenny y yo nos miramos pensando lo mismo. Su aspecto recordaba el del personaje de Tadzio de
Muerte en Venecia.
«¿Qué queréis?», preguntó con desenvoltura, y pasó a tocar una mezcla que abarcó a Mendelssohn, Marvin Gaye y «MacArthur Park». Richard Sohl tenía diecinueve años y una formación clásica, pero poseía la sencillez de un músico que confiaba en sí mismo y no necesitaba presumir de lo que sabía. Era tan feliz tocando una secuencia repetitiva de tres acordes como una sonata de Beethoven. Con Richard, podíamos movernos fluidamente entre improvisación y canción. Era intuitivo e imaginativo, capaz de proporcionarnos una base sobre la que Lenny y yo teníamos libertad para explorar en un lenguaje propio. Lo llamábamos «tres acordes fusionados con el poder de la palabra».
El primer día de primavera ensayamos con Richard nuestro estreno como trío. Reno Sweeney's tenía un ambiente animado y seudoelegante que no encajaba con nuestras actuaciones rebeldes e impías, pero era un sitio donde tocar: no estábamos definidos ni nadie nos podía definir. Pero siempre que tocábamos descubríamos que la gente venía, y ver que cada vez había más público que nos animaba a seguir adelante.
Aunque exasperábamos al representante, él tuvo la bondad de conseguirnos cinco noches con Holly Woodlawn y Peter Alien.
Ese domingo, que era Domingo de Ramos, Lenny y yo nos habíamos convertido en tres, y Richard Sohn se había convertido en DNV.
Death in Venice,
nuestro ricitos de oro.
Las estrellas hacían cola a las puertas del teatro Ziegfeld el día del rutilante estreno de la película
Damas y caballeros... The Rolling Stones.
A mí me ilusionaba estar allí. Recuerdo que era Semana Santa y llevaba un vestido victoriano negro de terciopelo con un cuello blanco de encaje. Después Lenny y yo fuimos a Manhattan, nuestra carroza una calabaza, nuestras galas hechas jirones. Aparcamos delante de un pequeño bar del Bowery que se llamaba CBGB. Habíamos prometido al poeta Richard Hell que iríamos a ver la banda donde él tocaba el bajo, Televisión. No teníamos la menor idea de qué podíamos esperar, pero a mí me intrigaba el modo en que otro poeta podía interpretar el rock and roll.
Había ido a aquella zona del Bowery con frecuencia para visitar a William Burroughs, que vivía a unas cuantas manzanas al sur del club, en un lugar que llamaban el Bunker. Era la calle de los borrachos, que a menudo encendían fogatas en grandes cubos de basura cilindricos para calentarse, cocinar o encender los cigarrillos. Podías mirar calle abajo y ver aquellas fogatas brillando hasta la misma puerta de William, justo como hicimos aquella noche de Semana Santa fría pero hermosa.
CBGB era un local alargado y angosto con una barra en el lado derecho, iluminado por los carteles luminosos de la calle que anunciaban diversas marcas de cerveza. El escenario era bajo y estaba a la izquierda, flanqueado por murales fotográficos de bañistas de finales de siglo. Pasado el escenario había una mesa de billar y, al fondo, una grasienta cocina y una habitación donde el propietario, Hilly Krystal, trabajaba y dormía con Jonathan, su perro real de Egipto.
La banda tenía un toque de locura y su música era imprevisible, angulosa e intensa. Me gustó todo de ellos, sus movimientos espasmódicos, las fiorituras jazzísticas del batería, sus estructuras musicales desencajadas y orgásmicas. Me sentí afín al extraño guitarrista de la derecha. Era alto, con el pelo pajizo, y sus dedos largos y hábiles agarraban el mástil de la guitarra como si quisieran estrangularlo. Definitivamente, Tom Verlaine había leído
Una temporada en el infierno.
En el descanso, Tom y yo no hablamos de poesía sino de los bosques de Nueva Jersey, las playas desiertas de Delaware y los platillos volantes que surcaban los cielos del oeste. Resultó que habíamos crecido a veinte minutos de distancia, escuchado los mismos discos, visto los mismos dibujos animados, y los dos adorábamos
Las mil y una noches.
Terminado el descanso, Televisión volvió al escenario. Richard Lloyd cogió su guitarra y rasgueó los primeros acordes de «Marquee Moon».
Aquello era completamente distinto del Ziegfeld. Su falta de glamour le daba un aire mucho más familiar y lo convertía en un lugar donde podríamos sentirnos como en casa. Mientras la banda tocaba se oían los chasquidos de los tacos de billar al golpear las bolas, los ladridos del perro, el tintineo de las botellas, los sonidos de un local que estaba creando un ambiente propio. Aunque nadie lo sabía, las estrellas se estaban alineando, los ángeles nos eran favorables.
El secuestro de Patty Hearst fue la noticia bomba de aquella primavera. Una guerrilla urbana denominada Ejército Simbiótico de Liberación (ESL) la había secuestrado en su piso de Berkeley y la tenía como rehén. Me descubrí atraída por aquella historia debido, en parte, a la obsesión de mi madre con el secuestro del bebé de Charles Lindbergh y su consecuente temor a que le arrebataran a sus hijos. Las imágenes del desconsolado aviador y el pijama ensangrentado de su hijo de dorados cabellos obsesionaron a mi madre durante toda su vida.
El 15 de abril, una cámara de seguridad grabó a Patty Hearst empuñando un arma, colaborando con sus secuestradores en el atraco a un banco de San Francisco. Más adelante, se hizo pública una grabación donde anunciaba su lealtad al ESL y hacía una declaración: «Decid a todos que me siento libre y fuerte, y mando mis saludos y amor a todos mis hermanos». Aquellas palabras, sumadas a nuestro nombre de pila compartido, me solidarizaron con su difícil situación. Lenny, Richard y yo fusionamos mi meditación sobre sus circunstancias con la versión de Jimi Hendrix de «Hey Joe». La conexión entre Patty Hearst y «Hey Joe» residía en la letra, un fugitivo que grita «Me siento libre».
Habíamos pensado en grabar un single, para comprobar si el efecto que estaba surtiendo en nuestras actuaciones en directo se podía trasladar a un disco. Lenny sabía mucho de cómo producir y grabar un single y, cuando Robert se ofreció a poner el dinero, reservamos una sala en el estudio de Jimi Hendrix, Electric Lady. En homenaje a Jimi, decidimos grabar «Hey, Joe».
Queríamos añadir una línea de guitarra que pudiera representar el ansia desesperada de libertad y para ello escogimos a Tom Verlaine. Intenté adivinar sus gustos y me vestí como creía que comprendería un muchacho de Delaware: zapatillas de ballet negras, pantalones piratas rosas, mi gabardina verde de seda y una sombrilla violeta, y entré en Cinemabilia, donde Tom trabajaba a tiempo parcial. La tienda estaba especializada en fotogramas antiguos, guiones y biografías de personas tan distintas como Fatty Arbuckle, Hedy Lamarr o Jean Vigo. Jamás sabré si mi atuendo lo impresionó, pero Tom accedió con entusiasmo a grabar con nosotros.
Grabamos en el estudio B con una pequeña mesa de sonido de ocho pistas en la parte trasera de Electric Lady. Antes de empezar, susurré «Hola, Jimi» al micrófono. Después de uno o dos comienzos fallidos, Richard, Lenny y yo, tocando juntos, grabamos nuestra toma y Tom superpuso dos pistas con solos de guitarra. Lenny las mezcló en un solo y luego añadió un bombo. Fue la primera vez que utilizamos percusión.
Robert, nuestro productor ejecutivo, pasó por el estudio y nos observó nerviosamente desde la sala de control. Regaló a Lenny una calavera de plata para conmemorar la ocasión.