Éramos unos niños (19 page)

Read Éramos unos niños Online

Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
10.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al observar su reacción, tomé nota para asegurarme de no resultar nunca aburrida si algún día recitaba mis poemas.

Hotel Chelsea, habitación 204, 1970

Gregory me hizo listas de libros que leer, me dijo qué diccionario debía comprarme, me animó y me puso a prueba. Gregory Corso, Alien Ginsberg y William Burroughs fueron los maestros que tuve, y no hubo ninguno que no pisara el vestíbulo del hotel Chelsea, mi nueva universidad.

——>>*<<——

«Estoy harto de parecer un pastor —dijo Robert, inspeccionándose el pelo en el espejo—. ¿Me lo puedes cortar como un rockero de los años cincuenta?» Aunque estaba muy encariñada con sus rebeldes rizos, saqué las tijeras y pensé en la estética rockabilly mientras se los cortaba. Recogí uno con tristeza y lo metí entre las páginas de un libro mientras Robert, fascinado con su nueva imagen, se miraba en el espejo.

En febrero, me llevó a la Factoría para ver las primeras pruebas de
Trash.
Era la primera vez que nos invitaban y estaba muy ilusionado. La película no me conmovió. Quizá no fuera lo bastante francesa para mí. Robert se integró bien en el círculo de Warhol, aunque le desconcertó el ambiente aséptico de la nueva Factoría y le decepcionó que Andy Warhol no apareciera. A mí me tranquilizó ver a Bruce Rudow y él me presentó a su amiga Diane Podlewski, que interpretaba a la hermana de Holly Woodlawn en la película. Era una muchacha sureña de carácter dulce, con un peinado afro muy voluminoso y ropa marroquí. La reconocí por una fotografía de Diane Arbus tomada en el Chelsea, más chico que chica.

Cuando cogimos el ascensor para marcharnos, Fred Hughes, el representante de Warhol, se dirigió a mí en tono condescendiente: «¡Ohhh! Qué peinado tan de Joan Baez. ¿Cantas folk?». No sé por qué, dado que yo la admiraba, pero su comentario me fastidió.

Robert me cogió la mano.

«Ignóralo», dijo.

Pasé unos días de mal humor. Una de esas noches en que la mente comienza a recordar momentos desagradables, me puse a pensar en lo que había dicho Fred Hughes. Que le den, pensé, molesta por su condescendencia.

Me miré en el espejo colgado encima del lavabo. Me di cuenta de que no había cambiado de peinado desde la adolescencia. Me senté en el suelo y abrí las escasas revistas de rock que tenía. Habitualmente las compraba por si salían fotografías nuevas de Bob Dylan, pero no era a Bob a quien buscaba. Recorté todas las fotografías que encontré de Keith Richards. Las estudié durante un rato, cogí las tijeras y salí de la época folk a base de tijeretazos. Me lavé el pelo en el baño del pasillo y me lo sequé con la toalla. Fue una experiencia liberadora.

Cuando Robert regresó a casa, se sorprendió pero le gustó. «¿Qué mosca te ha picado?», preguntó. Me limité a encogerme de hombros. Pero, cuando fuimos a Max's, mi peinado causó sensación. No podía dar crédito al interés que despertó. Aunque continuaba siendo la misma persona, de pronto mi estatus social mejoró. Mi peinado de Keith Richards estaba en boca de todos. Pensé en las chicas que conocí en el instituto. Soñaban con ser cantantes y terminaron siendo peluqueras. Yo no deseaba ninguna de las dos cosas, pero, al cabo de unas semanas, estaría cortando el pelo a mucha gente y cantando en La MaMa.

En Max's alguien me preguntó si era andrógina. Le pregunté qué significaba eso. «Ya sabes, como Mick Jagger.» Imaginé que debía de ser bueno. Pensé que la palabra significaba hermoso y feo al mismo tiempo. Fuera cual fuese su significado, con un peinado así, me convertí milagrosamente en andrógina de la noche a la mañana.

De pronto, me llovieron las ofertas. Jackie Curtis me pidió que actuara en su obra
Femme Fatale.
No tuve ningún problema en sustituir a un muchacho que interpretaba la réplica masculina de Penny Arcade y soltaba frases como: «Podía tomarla o dejarla / y la tomó y luego la dejó».

La MaMa fue uno de los primeros teatros experimentales de Nueva York y también uno de los más marginales. En la facultad, yo había participado en algunas obras de teatro: fui Fedra en
Hipólito
de Eurípides y madame Dubonnet en
El novio.
Actuar me gustaba, pero aborrecía memorizar textos y el maquillaje compacto que te ponían. En realidad, no comprendía la vanguardia, aunque pensaba que trabajar con Jackie y su compañía podía ser divertido. Jackie me dio el papel sin hacerme ninguna prueba, de modo que no sabía dónde me metía.

——>>*<<——

Estaba sentada en el vestíbulo, intentando no dar la impresión de que esperaba a Robert. Me preocupaba cuando desaparecía en el laberinto de su mundo de prostitución. Incapaz de concentrarme, estaba en mi sitio de siempre, inclinada sobre mi cuaderno cuadriculado naranja, que contenía mi ciclo de poemas sobre Brian Jones. Tenía la pinta de
Canción del sur
—sombrero de paja, chaqueta de Hermano Conejo, botas de trabajo y pantalones bombacho— e insistía en la misma serie de frases cuando me interrumpió una voz extrañamente familiar.

—¿Qué haces, corazón?

Levanté la vista y vi el rostro de un desconocido que lucía las gafas oscuras perfectas.

—Escribo.

—¿Eres poeta?

—Puede.

Cambié de postura, fingí desinterés y simulé que no lo había reconocido, pero su forma de arrastrar la voz era inconfundible, y también su sonrisa taimada. Sabía a quién tenía delante; era el tío de
No mires atrás.
El otro. Bobby Neuwirth, el provocador pacifista. El álter ego de Bob Dylan.

Era pintor y cantautor y le gustaba el riesgo. Era el confidente de muchos de los grandes cerebros y músicos de su generación, solo un poco anterior a la mía.

Para disimular lo impresionada que estaba, me levanté, asentí con la cabeza y me dirigí a la puerta sin despedirme. Él me llamó.

—Oye, ¿dónde has aprendido a andar así?

Me volví.

—En
No mires atrás.

Él se rió y me invitó a un chupito de tequila en El Quixote. Yo no bebía, pero me lo tomé de un trago, sin limón ni sal, solo para parecer interesante. Era fácil conversar con Bobby y hablamos de todo, de Hank Williams al expresionismo abstracto. Me pareció que le caía bien. Me quitó el cuaderno de las manos y lo hojeó. Supongo que vio potencial en él, porque dijo: «¿Te has planteado componer canciones?». No estuve segura de qué contestar.

«La próxima vez que nos veamos, quiero una canción tuya», añadió mientras salíamos del bar.

Fue todo lo que dijo. Cuando se marchó, juré componerle una canción. Había jugueteado con letras para Matthew, compuesto para Harry unas cuantas canciones que imitaban la música de los Apalaches, pero no me habían parecido gran cosa. Ahora tenía una verdadera misión y alguien digno de ella.

Robert volvió tarde a casa, malhumorado y un poco molesto porque me hubiera tomado una copa con un desconocido. Pero, a la mañana siguiente, coincidió conmigo en que era inspirador que alguien como Bob Neuwirth se interesara por mi trabajo. «A lo mejor es quien consigue que cantes —dijo—, pero no te olvides nunca del primero que quería que cantaras.»

A Robert siempre le había gustado mi voz. Cuando vivíamos en Brooklyn, me pedía que le cantara mientras conciliaba el sueño y yo le cantaba a Piaf y baladas de James Child.

—No quiero cantar. Solo quiero componer canciones para él. Quiero ser poeta, no cantante.

—Puedes ser las dos cosas —dijo Robert.

Durante gran parte del día, pareció acosado por algún conflicto interno y fluctuó entre el afecto y el malhumor. Yo sabía que le pasaba algo, pero él no quería hablar.

Los días siguientes fueron de una calma desconcertante. Robert dormía mucho y, cuando se despertaba, me pedía que le leyera mis poemas, sobre todo los que componía para él. Al principio me preocupó que le hubieran herido. Entre sus largos silencios, consideré la posibilidad de que hubiera conocido a alguien.

Reconocí los silencios como señales. Ya habíamos pasado por aquello. Aunque no hablamos de ello, me fui preparando para los cambios que se avecinaban. Robert y yo continuábamos teniendo relaciones íntimas y creo que a los dos nos resultaba difícil hablar las cosas abiertamente. De forma paradójica, él parecía quererme más cerca. Quizá fuera la intimidad previa al final, como un caballero que compra joyas a su amante antes de decirle que su relación se ha acabado.

Domingo, luna llena. Robert estaba crispado y, de pronto, necesitó salir. Me miró durante mucho rato. Le pregunté si estaba bien. Él dijo que no lo sabía. Lo acompañé hasta la esquina. Me quedé en la calle, mirando la luna. Más tarde, como estaba nerviosa, salí a tomar un café. La luna se había vuelto roja como la sangre.

Cuando por fin regresó apoyó la cabeza en mi hombro y se quedó dormido. No me enfrenté a él. Más tarde revelaría que había cruzado una línea. Había estado con un hombre, y no por dinero. Lo encajé como pude. Mi armadura aún tenía sus puntos vulnerables y Robert, mi caballero, la había agujereado, pese a que no deseaba hacerlo.

Comenzamos a hacernos más regalos. Bagatelas que encontrábamos en un rincón polvoriento del escaparate de una tienda de empeños. Objetos que nadie más quería. Cruces de pelo trenzado, deslustrados amuletos y haikus de amor escritos en cintas y cuero. Nos dejábamos notas, pastelitos. Cosas. Como si pudiéramos taponar el agujero, reconstruir la pared resquebrajada. Llenar la herida que habíamos abierto para permitir la entrada a otras experiencias.

Hotel Chelsea, habitación 204, 1970

Llevábamos varios días sin ver al Porquero, pero habíamos oído los gemidos de su perro. Robert llamó a la policía y ellos echaron la puerta abajo. El Porquero había muerto. Robert entró para identificar el cadáver, y se lo llevaron, también al perro. La parte trasera del loft era el doble de grande. Pese a sentirse muy mal, Robert no pudo evitar codiciarla.

Estábamos seguros de que nos echarían del estudio, dado que no teníamos contrato. Robert hizo una visita al propietario y le dijo la verdad sobre nuestra presencia allí. El dueño pensó que sería difícil alquilarlo por el persistente olor a muerte y orina de perro, y, en vez de echarnos, nos ofreció todo el loft por treinta dólares menos que nuestra habitación del Chelsea y un plazo de dos meses para limpiarlo y pintarlo. Para apaciguar a los dioses del Porquero, hice un dibujo titulado
Vi un hombre, paseaba a su perro
y, cuando lo terminé, Robert parecía estar en paz con la penosa marcha del Porquero.

Estaba claro que no podíamos permitirnos vivir en el Chelsea y tener, además, el loft entero. Yo no quería dejar el Chelsea, con su identificación con poetas y escritores, Harry y nuestro baño del pasillo. Hablamos mucho de ello. Yo me quedaría con la habitación delantera más pequeña y él con la parte de atrás. El dinero que ahorraríamos sufragaría los gastos fijos. Yo sabía que era lo más práctico, que incluso era una idea emocionante. Los dos tendríamos espacio para trabajar y estaríamos cerca del otro. Pero también era muy triste, en especial para mí. Me encantaba vivir en el hotel y sabía que cuando nos marcháramos todo cambiaría.

—¿Qué será de nosotros? —pregunté.

—Siempre habrá un nosotros —respondió.

Robert y yo no habíamos olvidado la promesa que nos habíamos hecho en el taxi que nos llevó del hotel Allerton al Chelsea. Era evidente que no estábamos listos para seguir por nuestra cuenta. «Solo estaré a una puerta de distancia», dijo él.

Tuvimos que apretarnos el cinturón. Necesitábamos reunir cuatrocientos cincuenta dólares, el alquiler y la fianza de un mes. Robert desapareció más de lo habitual y ganó algún que otro billete de veinte dólares. Yo había escrito algunas críticas discográficas y me enviaban montones de discos gratis. Cuando reseñaba los que me gustaban, los llevaba a una tienda del East Village que se llamaba Freebeing. Pagaban un dólar por disco, de modo que si tenía diez era un buen pellizco. De hecho, ganaba más vendiendo discos que escribiendo críticas. No era precisamente prolífica y, por lo general, elegía artistas poco conocidos como Patty Waters, Clifton Chenier o Albert Ayler. Mi interés no era tanto criticar como poner a los lectores sobre aviso de artistas que podían habérseles pasado por alto. Entre los dos conseguimos reunir el dinero.

Yo aborrecía hacer las maletas y limpiar. Robert asumió aquella carga de buen grado y sacó los escombros, limpió y pintó como había hecho en Brooklyn. Entretanto, mi tiempo estaba dividido entre Scribner's y La MaMa. Por la noche, nos encontrábamos en Max's después de mis ensayos. Entonces ya teníamos suficiente desenvoltura para sentarnos a la mesa redonda como veteranos.

Other books

The Burn by Annie Oldham
The Royal Hunter by Donna Kauffman
To Die For by Joyce Maynard
Hyperspace by Michio Kaku, Robert O'Keefe
The Night Bell by Inger Ash Wolfe
The Broken Ones by Stephen M. Irwin
In Between Frames by Lin, Judy
Give All to Love by Patricia Veryan
Chrono Virus by Aaron Crocco