Éramos unos niños (20 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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El preestreno de
Femme Fatale
fue el 4 de mayo, el día que mataron a unos estudiantes de la Universidad Estatal de Kent. Nadie hablaba mucho de política en Max's salvo de la política de la Factoría. Casi todo el mundo aceptaba que el gobierno estaba corrupto y que la guerra de Vietnam era una equivocación, sin embargo, la masacre de la Universidad de Kent ensombreció la producción y la noche no fue muy buena.

Las cosas mejoraron cuando la obra se estrenó oficialmente. Robert asistió a todas las representaciones y llevó a muchos de sus nuevos amigos. Entre ellos había una muchacha que se llamaba Tinkerbelle. Vivía en la calle Veintitrés, en el complejo de pisos London Terrace, y era una chica típica de la Factoría. A Robert le atraía su agudo ingenio, pero, pese a su aspecto picaro, también tenía una lengua afiladísima. Yo toleraba sus dardos con cordialidad, imaginando que, para Robert, ella era su versión de Matthew.

Fue Tinkerbelle quien nos presentó a David Croland. Físicamente, David hacía buena pareja con Robert. Era alto y esbelto con el pelo oscuro y rizado, la piel pálida y los ojos castaños. Era de buena familia y había estudiado diseño en Pratt. En 1965, Andy Warhol y Susan Bottomly lo vieron en la calle y lo contrataron para sus películas. Susan, conocida como International Velvet, se estaba preparando para ser la siguiente superestrella después de Edie Sedgwick. David tuvo un apasionado idilio con Susan y cuando ella lo dejó, en 1969, huyó a Londres, donde aterrizó en un terreno abonado para el cine, la moda y el rock and roll.

El director de cine escocés Donald Cammel lo tomó bajo su protección. Cammel se hallaba en el punto de confluencia de aquellas tres esferas; él y Nicolas Roeg acababan de colaborar en la película
Performance
con Mick Jagger. David, que era supermodelo en Boys Inc., tenía confianza en sí mismo y no se dejaba intimidar. Cuando lo reprendieron por utilizar su belleza, él replicó: «Yo no utilizo mi belleza. La utilizan otras personas».

Cambió Londres por París y regresó a Nueva York a principios de mayo. Tinkerbelle lo había acogido en su piso de London Terrace y tenía ganas de presentárnoslo. David era simpático y nos respetaba como pareja. Le encantaba visitar nuestro loft, al que llamaba nuestra factoría de arte, y manifestaba auténtica admiración cuando miraba nuestra obra.

La vida nos parecía más fácil con David en ella. A Robert le gustaba estar con él y que apreciara su obra. Fue David quien le consiguió uno de sus primeros encargos importantes, una doble página para el
Esquire
en la que aparecían Zelda y Scott Fitzgerald con los ojos tapados por una capa de pintura en spray. Robert recibió trescientos dólares, más de lo que había ganado de una sola vez en toda su vida.

David conducía un Corvair blanco con la tapicería roja, y nos llevaba a dar vueltas alrededor de Central Park. Era la primera vez que montábamos en un coche que no fuera un taxi o el de mi padre cuando nos recogía en la parada de autobús en Nueva Jersey. David no era rico, pero estaba en mejor situación económica que Robert y se comportaba con él de un modo generoso pero discreto. Lo invitaba a comer y pagaba la cuenta. Robert, a su vez, le regalaba collares y dibujitos. La suya era una gravitación totalmente natural. David introdujo a Robert en su mundo, una sociedad en la que él se integró enseguida.

Comenzaron a pasar cada vez más tiempo juntos. Yo observaba a Robert mientras se arreglaba para salir como si fuera un caballero que se prepara para una cacería. Lo escogía todo con mucho cuidado. El pañuelo de color que doblaría y se metería en el bolsillo trasero. La pulsera. El chaleco. Y su método, largo y lento, de peinarse. Él sabía que a mí me gustaba con el pelo un poco alborotado, y yo sabía que no domaba sus rizos para mí.

Robert estaba prosperando socialmente. Había empezado a conocer personas que frecuentaban la Factoría y trabó amistad con el poeta Gerard Malanga. Gerard manejaba un látigo de domador cuando bailaba en los conciertos de The Velvet Underground y llevó a Robert a sitios como Pleasure Chest, una tienda de accesorios eróticos. También lo invitó a las tertulias literarias más sofisticadas de Nueva York. Robert me insistió para que asistiera a una en el complejo de pisos Dakota, en casa de Charles Henri Ford, el director de
View,
la influyente revista que introdujo el surrealismo en Estados Unidos.

Me sentí como si estuviera cenando en casa de un familiar un domingo por la noche. Mientras varios poetas recitaban poemas interminables, me pregunté si en el fondo Ford no estaría deseando volver a encontrarse en las tertulias de su juventud, presididas por Gertrude Stein y frecuentadas por personas de la talla de Breton, Man Ray y Djuna Barnes.

En un determinado momento, se acercó a Robert y dijo: «Tienes los ojos increíblemente azules». A mí me pareció bastante curioso, considerando que los ojos de Robert eran célebres por ser verdes.

La capacidad de adaptación de Robert a aquellas situaciones sociales continuaba asombrándome. Era muy tímido cuando nos conocimos, pero, conforme cruzaba las desafiantes aguas de Max's, el Chelsea y la Factoría, lo veía florecer.

——>>*<<——

Nuestro tiempo en el Chelsea se estaba acabando. Aunque viviríamos a poca distancia del hotel, yo sabía que las cosas serían distintas. Creía que trabajaríamos más pero perderíamos cierta intimidad, además de nuestra cercanía a la habitación de Dylan Thomas. Otra persona ocuparía mi puesto en el vestíbulo del Chelsea.

Una de las últimas cosas que hice en el Chelsea fue terminar el regalo de cumpleaños de Harry. «Alchemical Roll Call» era un poema ilustrado sobre las cosas de alquimia de las que habíamos hablado Harry y yo. Estaban reparando el ascensor, de modo que subí a la habitación 705 por las escaleras. Harry abrió la puerta antes de que llamara, llevaba un jersey de esquiar en pleno mes de mayo. Sostenía un cartón de leche como si estuviera a punto de vaciárselo en los platos de sus ojos.

Examinó mi regalo con gran interés y lo archivó de inmediato. Aquello era un honor y una maldición, porque seguro que desaparecería para siempre en el vasto laberinto de su archivo.

Decidió poner algo especial, un ritual de peyote que había grabado hacía años. Intentó colocar la cinta, pero tenía problemas con su magnetófono, un Wollensak de bobina abierta. «Esta cinta está más enredada que tu pelo», dijo con impaciencia. Me miró un momento y se puso a rebuscar en sus cajones y cajas hasta encontrar un cepillo de plata y marfil con las cerdas largas y pálidas. Fui a cogerlo. «¡No lo toques!», me regañó. Sin mediar palabra, se sentó en su silla y yo lo hice a sus pies. En completo silencio, me desenredó todos los nudos que tenía. Pensé que tal vez el cepillo había pertenecido a su madre.

Después, me preguntó si tenía dinero. «No», dije, y él fingió que se enfadaba. Pero yo conocía a Harry. Solo quería atenuar la intimidad de aquel momento. Cuando surgía un momento hermoso, Harry no podía evitar darle la vuelta.

El último día de mayo, Robert reunió a sus nuevos amigos en su parte del loft. Puso canciones de Motown en nuestro tocadiscos y parecía felicísimo. El loft era mucho más grande que nuestra habitación. Hasta teníamos espacio para bailar.

Al cabo de un rato, me marché y regresé a nuestra vieja habitación del Chelsea. Me senté en la cama y me puse a llorar. Luego me lavé la cara en nuestro pequeño lavabo. Fue la primera y única vez que sentí que había sacrificado algo por Robert.

Enseguida nos adaptamos a nuestra nueva vida. Yo pisaba los cuadros blancos del suelo ajedrezado de nuestro vestíbulo como había hecho en el Chelsea. Al principio, dormimos los dos en mi parte mientras Robert acondicionaba la suya. La primera vez que por fin dormí sola, las cosas comenzaron bien. Robert me cedió el tocadiscos y escuché a Piaf y escribí, pero pronto descubrí que no podía conciliar el sueño. Pasara lo que pasase, estábamos habituados a dormir abrazados. En torno a las tres de la madrugada, me envolví en la sábana de muselina y llamé a la puerta de Robert con suavidad. Él la abrió al instante.

—Patti —dijo—, ¿por qué has tardado tanto?

Entré, intentando aparentar indiferencia. Era obvio que llevaba toda la noche trabajando. Vi un dibujo nuevo, los componentes para una nueva obra. Una fotografía mía junto a su cama.

—Sabía que vendrías —dijo.

—He tenido una pesadilla. No podía dormir. Y tenía que ir al baño.

—¿Has ido al Chelsea?

—No —dije—. He meado en un vaso de plástico.

—Patti, no.

Había que andar un buen trozo hasta el Chelsea en mitad de la noche si no te podías aguantar.

—Anda, colega —dijo—. Ven aquí.

Todo me distraía, pero sobre todo yo misma. Robert venía a mi parte del loft y me regañaba. Sin él para ordenar mis cosas, yo vivía en un caos extremo. Coloqué la máquina de escribir en un cajón de embalaje naranja. El suelo estaba sembrado de hojas de papel cebolla llenas de canciones a medio escribir, meditaciones sobre la muerte de Maiakovski y elucubraciones sobre Bob Dylan. Había discos que reseñar por doquier. Tenía a mis héroes clavados en la pared, pero mis esfuerzos parecían todo menos heroicos. Me sentaba en el suelo para intentar escribir y, en cambio, me cortaba el pelo. Las cosas que creía que pasarían no ocurrían. Sucedían cosas que no había previsto.

Fui a visitar a mi familia. Tenía que pensar sobre qué dirección debía tomar. Me preguntaba si estaba haciendo lo correcto. ¿Era todo fri volidad? Me remordía la culpa que había sentido cuando actué la noche en que mataron a los cuatro estudiantes de la Universidad Estatal de Kent. Quería ser artista, pero quería que mi obra sirviera para algo.

Mi familia estaba sentada a la mesa. Mi padre nos leyó a Platón. Mi madre hizo sándwiches de albóndigas. Como de costumbre, reinaba un ambiente de camaradería. Durante la velada, recibí una llamada inesperada de Tinkerbelle. Me soltó con brusquedad que Robert y David tenían una aventura. «Están juntos en este momento», dijo con cierto aire triunfal. Respondí que la llamada era innecesaria y que ya lo sabía.

Estaba aturdida cuando colgué el auricular, pero tuve que preguntarme si Tinkerbelle no había hecho más que expresar en palabras lo que yo ya había adivinado. No estaba segura de por qué me había llamado. No me hacía un favor; nuestra amistad no era tan estrecha. Me pregunté si lo había hecho por maldad o únicamente por chivarse. También cabía la posibilidad de que no estuviera diciendo la verdad. Durante el trayecto de regreso en autobús, tomé la decisión de no mencionarlo y brindar a Robert la oportunidad de decírmelo a su manera.

Él parecía nervioso, como la vez que tiró al váter el aguafuerte de Blake. Había estado en la calle Cuarenta y tres y había visto una nueva revista para hombres que parecía interesante, pero costaba quince dólares. Tenía el dinero, pero quería estar seguro de que la revista lo valía. El dueño lo había pillado mientras le sacaba el celofán. Se había puesto a chillar y a exigirle que se la pagara. Disgustado, Robert se la había tirado a la cabeza y él lo había perseguido. Robert había salido corriendo de la tienda en dirección al metro, y del metro, directo a casa.

—Todo por una maldita revista.

—¿Era buena?

—No lo sé. Lo parecía, pero él me ha quitado las ganas de tenerla.

—Deberías sacar tú las fotos. Seguro que serían mejores.

—No sé. Supongo que es una posibilidad.

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