Authors: Patti Smith
Jackie y Candy me conmovían especialmente por su modo de vivir la fantasía de que serían actrices. Ambas tenían facetas de Mildred Rogers, la vulgar camarera analfabeta de
Servidumbre humana.
Candy tenía el físico de Kim Novak, y Jackie, su dicción. Las dos se habían adelantado a su tiempo, pero no vivieron lo suficiente para ver la época a la que se habían adelantado.
«Pioneras sin fronteras», como diría Andy Warhol.
La noche de Navidad nevó. Caminamos hasta Times Square para ver la valla publicitaria blanca que proclamaba: «¡LA GUERRA HA TERMINADO! Si tú quieres. Feliz Navidad de John y Yoko». Estaba encima del quiosco donde Robert compraba casi todas sus revistas para hombres, entre Child's y Benedict's, dos restaurantes que no cerraban de noche.
Al alzar la vista, nos sorprendió la ingenua humanidad de aquel retablo neoyorquino. Robert me cogió de la mano y, mientras la nieve se arremolinaba a nuestro alrededor, lo miré a la cara. Él entrecerró los ojos y asintió, impresionado de ver que los artistas habían llegado a la calle Cuarenta y dos. Para mí, era el mensaje. Para Robert, el soporte.
Inspirados por aquello, regresamos a la calle Cuarenta y tres para contemplar nuestro espacio. Los collares colgaban de alcayatas y Robert había clavado algunos de nuestros dibujos en la pared. Fuimos hasta el ventanal y miramos la nieve que caía más allá del cartel fluorescente del bar Oasis con su sinuosa palmera. «Mira —dijo él—, está nevando en el desierto.» Pensé en una escena de la película
Scarface
de Howard Hawks, donde Paul Muni y su chica están en una ventana, mirando un cartel de neón donde pone «El mundo es tuyo». Robert me apretó la mano.
Los años sesenta estaban tocando a su fin. Robert y yo celebramos nuestros cumpleaños. Robert cumplió veintitrés. Luego los cumplí yo. El número primo perfecto. Robert me hizo un corbatero con la imagen de la Virgen María. Yo le regalé una correa de cuero con siete calaveras de plata. Él se puso las calaveras. Yo me puse corbata. Nos sentíamos preparados para los años setenta.
«Es nuestra década», dijo él.
Viva entró en el vestíbulo con los aires inaccesibles de Greta Garbo, en un intento de intimidar al señor Bard para que no le pidiera el alquiler atrasado. La cineasta Shirley Clarke y la fotógrafa Diane Arbus entraron por separado, ambas como si tuvieran algo importante que hacer. Jonas Mekas, con su omnipresente cámara y su discreta sonrisa, fotografiaba los rincones más recónditos del Chelsea. Yo estaba parada en el vestíbulo, con un cuervo negro disecado que había comprado por una miseria en el Museo de los Indios Americanos. Creo que querían deshacerse de él. Había decidido llamarlo Raymond, por Raymond Roussel, el autor de
Locus solus.
Estaba pensando en lo mágico que era aquel vestíbulo cuando la pesada puerta acristalada se abrió como si la hubiera empujado el viento y entró una conocida figura envuelta en una capa escarlata y negra. Era Salvador Dalí. Miró a su alrededor con nerviosismo y, al ver mi cuervo, sonrió. Me puso su elegante mano huesuda en la coronilla y dijo:
—Eres como un cuervo, un cuervo gótico.
—Bueno —dije a Raymond—, otro día más en el Chelsea.
Corbatero, 30 de diciembre de 1969
A mediados de enero, conocimos a Steve Paul, el representante de Johnny Winter. Steve era un carismático empresario que había proporcionado a los sesenta uno de los grandes clubes rockeros de Nueva York, el Scene. Ubicado en una callejuela próxima a Times Square, se convirtió en un punto de reunión para músicos visitantes e improvisaciones musicales nocturnas. Vestido de terciopelo azul y perpetuamente desconcertado, era una mezcla de Oscar Wilde y el gato sonriente de Alicia. Estaba negociando un contrato de grabación para Johnny y se había instalado en el Chelsea.
Una noche coincidimos todos en El Quixote. En el poco tiempo que pasamos con Johnny, me fascinaron su inteligencia y su instinto para apreciar el arte. En la conversación, era franco y agradablemente excéntrico. Nos invitó a verlo tocar en el Fillmore East; yo jamás había visto un intérprete tan seguro en su interacción con el público. Era atrevido y descarado. Giraba como un derviche y se adueñaba del escenario mientras agitaba su velo de pelo albino. Rápido y fluido con la guitarra, hipnotizó al público con su mirada desviada y su picara sonrisa de demonio.
El 2 de febrero asistimos a una reducida fiesta en el hotel para celebrar que Johnny firmaba con Columbia Records. Pasamos casi toda la velada charlando con Johnny y Steve Paul. Johnny admiraba los collares de Robert y quiso comprarle uno; también hablaron de que Robert le diseñara una capa negra de rejilla.
Mientras charlábamos, me sentí físicamente inestable, maleable, como si estuviera hecha de barro. Nadie pareció dar indicios de que yo hubiera sufrido algún cambio. Los largos cabellos de Johnny me parecieron dos flácidas orejas blancas. Steve Paul, vestido de terciopelo azul, estaba apoyado en una montaña de almohadones, fumando canutos a cámara lenta, lo cual contrastaba con la presencia de Matthew, que entraba y salía de la habitación como una bala. Me sentía tan cambiada que escapé y me encerré en nuestro antiguo baño compartido de la décima planta.
No estaba segura de lo que me había ocurrido. Mi experiencia se parecía a la escena de «cómeme, bébeme» de
Alicia en el país de las maravillas.
Como ella, intenté reaccionar con contención y curiosidad a aquella experiencia psicodélica. Me dije que debían de haberme drogado con algún alucinógeno. Yo no tomaba ninguna clase de droga y mis limitados conocimientos provenían de observar a Robert o leer descripciones de las visiones inducidas por drogas de Gautier, Michaux y Thomas de Quincey. Me acurruqué en un rincón, sin saber qué hacer. Desde luego, no quería que nadie me viera cambiando de tamaño, aunque todo estuviera en mi cabeza.
Robert, que también debía de ir colocado, registró el hotel hasta encontrarme, se sentó en el pasillo junto a la puerta del baño y me estuvo hablando para ayudarme a encontrar el camino de vuelta.
Por fin, salí del baño. Dimos un paseo y regresamos al abrigo de nuestra habitación. Al día siguiente se nos pegaron las sábanas. Cuando me levanté, me puse histriónicamente gafas oscuras y una gabardina. Robert fue muy considerado conmigo y no me hizo ninguna broma, ni siquiera por la gabardina.
Tuvimos un día hermoso que terminó en una noche de inusitada pasión. Escribí felizmente sobre ella en mi diario y añadí un corazoncito como una muchacha adolescente.
Es difícil describir la velocidad con que cambiaron nuestras vidas en los meses siguientes. Parecía que jamás hubiéramos estado tan unidos, pero nuestra felicidad pronto se vería ensombrecida debido a la preocupación de Robert por el dinero.
No encontraba trabajo. Le preocupaba que no pudiéramos mantener los dos sitios. Recorría continuamente todas las galerías y solía regresar frustrado y desmoralizado. «No miran mi obra —se lamentaba—. Se enrollan para ver si ligan conmigo. Prefiero cavar zanjas a acostarme con esa gente.»
Acudió a una agencia de empleo para encontrar trabajo a tiempo parcial, pero no le salió nada. Aunque vendía algún que otro collar, le estaba costando introducirse en el negocio de la moda. Se fue deprimiendo cada vez más por el dinero y por que fuera yo quien debía conseguirlo. Su preocupación por nuestra situación económica fue, en parte, lo que le impulsó a reconsiderar la idea de prostituirse.
Sus primeros intentos habían estado alimentados por la curiosidad y el romanticismo de
Cowboy de medianoche,
pero trabajar en la calle Cuarenta y dos le pareció duro. Decidió cambiar al territorio de Joe Dallesandro, en el East Side cerca de Bloomingdale's, donde era más seguro.
Le supliqué que no fuera, pero él estaba decidido a intentarlo. Mis lágrimas no lo detuvieron, de modo que lo observé mientras se vestía para la noche que le esperaba. Lo imaginé aguardando en una esquina, arrebatado de entusiasmo, ofreciéndose a un desconocido con el propósito de ganar dinero para nosotros.
—Por favor, ten cuidado —fue todo lo que pude decir.
—No te preocupes. Te quiero. Deséame suerte.
¿Quién conoce el corazón de la juventud salvo la propia juventud?
——>>*<<——
Me desperté y él no estaba. Había una nota en la mesa. «No podía dormir —decía—. Espérame.» Me levanté, y estaba escribiendo una carta a mi hermana cuando él entró en la habitación agitadísimo. Dijo que tenía que enseñarme una cosa. Me vestí a toda prisa y lo seguí a nuestro espacio. Subimos la escalera corriendo.
Al entrar, eché un rápido vistazo. La habitación parecía vibrar con su energía. Vi espejos, bombillas y cadenas esparcidos sobre una tela encerada de color negro. Robert había comenzado una nueva obra, pero me señaló otra apoyada en la pared de los collares. Había dejado de montar lienzos cuando perdió el interés por la pintura, pero conservaba uno de los bastidores. Lo había forrado con fotografías de sus revistas para hombres. Los rostros y los torsos de jóvenes envolvían el marco. Estaba casi temblando.
—Es bueno, ¿verdad?
—Sí —dije—. Una genialidad.
Era una obra relativamente simple, pero parecía poseer una fuerza innata. Nada en ella era excesivo. Era un objeto perfecto.
El suelo estaba sembrado de recortes de papel. La habitación hedía a cola y barniz. Robert colgó el bastidor en la pared, encendió un cigarrillo y lo contemplamos juntos en silencio.
Dicen que los niños no distinguen entre objetos animados e inanimados; yo creo que sí lo hacen. Un niño imparte a una muñeca o soldado de hojalata un hálito vital mágico. El artista dota su obra de vida como un niño con sus juguetes. Tanto en la vida como en su arte, Robert imprimía a los objetos su impulso creativo, su sagrada potencia sexual. Transformaba en arte un llavero, un cuchillo de cocina o un simple marco de madera. Amaba su obra y amaba sus cosas. En una ocasión cambió un dibujo por un par de botas de montar, nada prácticas pero casi bellas espiritualmente. Las lustraba con la dedicación de un mozo que cepilla a un lebrel antes de una carrera.
Aquel idilio con el buen calzado alcanzó su cima una noche cuando regresábamos de Max's. Al doblar la esquina de la Séptima Avenida, nos tropezamos con un par de relucientes zapatos de piel de caimán abandonados en la acera. Robert los cogió, los apretó contra sí y declaró que eran un tesoro. De color marrón, con cordones de seda, no parecían usados. Entraron de puntillas en una de sus obras, que él a menudo desmontaba para ponérselos. Si metía varios pañuelos de papel en las estrechas punteras, le ajustaban bastante bien, aunque no eran muy apropiados para sus pantalones de peto y el jersey de cuello alto. Cambió el jersey por una camiseta negra de rejilla, se colgó un gran manojo de llaves de la hebilla del cinturón y se quitó los calcetines. Entonces estuvo listo para un noche en Max's, sin dinero para el taxi pero con los pies relucientes.
La noche de los zapatos, como terminamos llamándola, fue para
Robert una señal de que estábamos en el buen camino, aunque hubiera tantos caminos que se cruzaban entre sí.
Gregory Corso podía entrar en una habitación y crear un caos instantáneo, pero era fácil perdonarlo porque tenía el mismo potencial para crear una gran belleza.
Es posible que me lo presentara Peggy, porque estaban muy unidos. Le tomé mucha simpatía, por no mencionar que lo consideraba uno de nuestros grandes poetas. Mi desgastado ejemplar de su libro
El feliz cumpleaños de la muerte
estaba sobre la mesilla de noche. Gregory era el poeta más joven de la generación beat. Era guapo pese a estar algo castigado y andaba con la arrogancia de John Garfield. A menudo se tomaba a sí mismo a broma, pero su poesía se la tomaba siempre muy en serio.
Gregory adoraba a Keats y a Shelley y entraba tambaleándose en el vestíbulo con los pantalones caídos, declamando sus versos con elocuencia. Cuando me quejé de mi incapacidad para terminar ninguno de mis poemas, él me citó a Mallarmé: «Los poetas no terminan poemas, los abandonan —y luego añadió—: No te preocupes, te irá bien, chiquilla». Yo le pregunté: «¿Cómo lo sabes?». Y él me respondió: «Porque lo sé».
Gregory me llevó a The Poetry Project de San Marcos, un colectivo de poetas que se reunían en la histórica iglesia de la calle Diez Este. Cuando íbamos a escucharlos recitar, Gregory los interrumpía y gritaba: «¡Mierda! ¡Mierda! ¡Sin sangre! ¡Hazte una transfusión!», cuando le parecían prosaicos.