Éramos unos niños (16 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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El gran deseo de Robert era acceder al mundo que rodeaba a Andy Warhol, aunque no quería formar parte de su séquito ni actuar en sus películas. A menudo decía que conocía su juego y pensaba que, si pudiera hablar con él, Andy lo reconocería como a un igual. Aunque yo creía que Robert merecía ser recibido por Andy, me parecía improba ble que pudieran dialogar sobre algo importante, porque Andy era co mo una anguila, perfectamente capaz de eludir cualquier confrontación seria.

Aquella misión nos condujo al triángulo de las Bermudas de Nueva York: Brownie's, Max's Kansas City y la Factoría, todos próximos entre sí. La Factoría se había trasladado de su domicilio original en la calle Cuarenta y siete al número 33 de Union Square. Brownie's era un restaurante de comida sana cercano donde comían los acólitos de Warhol, y Max's, el bar donde pasaban las noches.

Al principio, Sandy Daley nos acompañaba a Max's porque estábamos demasiado intimidados para ir solos. No conocíamos las reglas y ella nos hizo de guía imparcial. Max's funcionaba de una forma muy similar a un instituto, con la diferencia de que las personas populares no eran las animadoras ni los ases del fútbol y la reina del baile seguro que sería un hombre, vestido de mujer, más femenino que la mayoría de las mujeres.

Max's Kansas City estaba en la esquina de la calle Dieciocho y Park Avenue South. Se suponía que era un restaurante, aunque pocos de nosotros teníamos dinero para comer allí. Era bien sabido que el propietario, Mickey Ruskin, simpatizaba con los artistas y hasta les ofrecía un bufet libre gratuito por el precio de una consumición. Se decía que aquel bufet, en el que había alitas de pollo, mantenía con vida a muchos artistas y reinonas en apuros. Yo no lo frecuenté porque trabajaba y Robert, que no bebía, era demasiado orgulloso para ir.

Había un gran toldo blanquinegro en el exterior y, encima, un cartel aún más grande que anunciaba que estabas a punto de entrar en Max's Kansas City. Era un local informal y austero, decorado con grandes obras de arte abstracto que regalaban a Mickey artistas con cuentas astronómicas. Todo, salvo las paredes blancas, era rojo: sillas, manteles, servilletas. Hasta sus emblemáticos garbanzos se servían en boles rojos. La gran atracción era el plato de carne de res y langosta. La zona vip, bañada de luz roja, era el objetivo de Robert, y la meta definitiva, la legendaria mesa redonda que aún conservaba el halo rosado de su rey plateado ausente.

En nuestra primera visita, no pasamos de la parte delantera. Nos sentamos a una mesa, compartimos una ensalada y nos comimos los incomibles garbanzos. Robert y Sandy pidieron Coca-Cola. Yo tomé café. Apenas había ambiente. Sandy había conocido Max's cuando era el centro social del universo subterráneo y Andy Warhol reinaba pasivamente en la mesa redonda con su carismática reina rubia platino, Edie Sedgwick. Las damas de honor eran hermosas, y entre los caballeros andantes estaban Ondine, Donald Lyons, Rauschenberg, Dalí, Billy Name, Lichtenstein, Gerard Malanga y John Chamberlain. En tiempos recientes, se habían sentado a la mesa redonda miembros de la realeza tales como Bob Dylan, Bob Neuwirth, Nico, Tim Buckley, Janis Joplin, Viva y The Velvet Underground. Max's tenía un glamour tan enigmático como cabía desear. Pero por su arteria principal fluía la sustancia que terminó acelerando su mundo y derribándolos a todos, el speed. Las anfetaminas exacerbaron su paranoia, los despojaron de algunas de sus facultades innatas, les robaron su seguridad e hicieron estragos en su belleza.

Andy Warhol ya no estaba allí, ni tampoco su corte. Andy no salía tanto desde que Valerie Solanas le había disparado, pero también cabía la posibilidad de que se hubiera aburrido, como solía ocurrirle. Pese a su ausencia, Max's continuaba siendo el local de moda en el otoño de 1969. La zona vip era el refugio de quienes querían las llaves del segundo reino plateado de Andy, a menudo descrito como un centro comercial más que artístico.

Nuestro debut en Max's transcurrió sin incidentes y, por el bien de Sandy, derrochamos nuestro dinero en coger un taxi al hotel. Llovía y no queríamos que el largo vestido negro se le manchara de barro.

Durante un tiempo continuamos yendo a Max's los tres juntos. Sandy no se implicaba emocionalmente en aquellas expediciones y amortiguaba mi conducta huraña e inquieta. Al final, me resigné y acepté el asunto de Max's como una rutina más relacionada con Robert. Llegaba de Scribner's después de las siete y nos tomábamos unos sándwiches calientes de queso en un restaurante barato. Robert y yo nos contábamos los chismes del día y nuestros progresos artísticos. Luego llegaba el interminable momento de decidir qué ponernos para ir a Max's.

Sandy no tenía un vestuario variado, pero era meticulosa con su aspecto. Poseía unos cuantos vestidos negros idénticos diseñados por Ossie Clark, el rey de King's Road. Eran como elegantes camisetas hasta los pies, sin forma pero ligeramente ceñidos, de manga larga y cuello redondo. Parecían tan fundamentales para su imagen que yo a menudo fantaseaba con comprarle un armario entero.

Me vestía como si fuera una figurante que se prepara para una toma de una película de la
nouvelle vague.
Tenía unas cuantas imágenes, entre ellas, una camiseta rayada de cuello de barca y un pañuelo rojo como Yves Montand en
El salario del miedo
, una imagen bohemia parisina con medias verdes y zapatillas de ballet rojas, o mi versión de Audrey Hepburn en
Cara de ángel,
con un jersey negro largo, medias negras, calcetines blancos y zapatillas deportivas negras. Fuera cual fuese el guión, necesitaba unos diez minutos para prepararme.

Para Robert, vestirse era arte vivo. Se liaba un canuto fino, se lo fumaba y miraba sus escasas prendas de ropa mientras reflexionaba sobre sus accesorios. Reservaba la marihuana para hacer vida social, lo cual le relajaba pero le quitaba la noción del tiempo. Esperar mientras Robert decidía cuántas llaves colgarse de la hebilla del cinturón era cómicamente exasperante.

Sandy y Robert eran muy parecidos en su preocupación por el detalle. La búsqueda del accesorio apropiado podía imbuirlos en una caza estética del tesoro durante la cual investigaban a Marcel Duchamp o las fotografías de Cecil Beaton, Nadar o Helmut Newton. A veces, los estudios comparativos impulsaban a Sandy a hacer unas cuantas polaroids, lo cual suscitaba una conversación sobre la validez de las fotos con la Polaroid como arte. Finalmente, llegaba el momento de plantear la pregunta shakespeariana: ¿debería o no debería Robert llevar tres collares? Uno era demasiado sutil y dos no impactaban. De modo que el segundo debate era: ¿deberían ser tres o ninguno? Sandy comprendía que Robert estaba resolviendo una ecuación artística. Yo también lo sabía, pero, para mí, la cuestión era ir o no ir; en aquellas complicadas tomas de decisiones, mi capacidad de fijar la atención era la de un adolescente colocado.

——>>*<<——

La víspera de Halloween, cuando niños expectantes cruzaban corriendo la Tercera Avenida con sus coloridos disfraces de papel, salí de nuestra minúscula habitación con mi vestido de
Al este del Edén,
pisé los cuadros blancos del suelo ajedrezado, bajé varios tramos de la escalera y me detuve ante la puerta de nuestra nueva habitación. El señor Bard, fiel a su promesa, me había puesto en la mano la llave de la habitación 204 con un afectuoso movimiento de cabeza. Estaba justo al lado de la habitación donde Dylan Thomas había escrito sus últimas palabras.

El día de Todos los Santos, Robert y yo recogimos nuestras escasas pertenencias, las metimos en el ascensor y bajamos a la segunda planta. Nuestra nueva habitación daba a la parte de atrás. El baño, que estaba un poco sucio, se encontraba en el pasillo. Pero la habitación era preciosa, con dos ventanas desde las que se veían viejos edificios de ladrillo y altos árboles que casi habían perdido las hojas. Había una cama de matrimonio, un lavabo con un espejo y un armario empotrado sin puertas. El cambio nos animó.

Robert colocó sus sprays de pintura debajo del lavabo. Yo rebusqué en mi montón de ropa y encontré una tela de seda marroquí para tapar el hueco del armario. Había una mesa grande de madera que Robert podía utilizar para trabajar. Y, como la habitación estaba en la segunda planta, yo podía subir y bajar por la escalera; detestaba utilizar el ascensor. Aquello me permitía concebir el vestíbulo como una prolongación de la habitación, porque mi verdadero puesto estaba allí. Si Robert salía, yo podía escribir y disfrutar con el barullo de las idas y venidas de nuestros vecinos, que a menudo me ofrecían palabras de aliento.

Robert se pasó casi toda la noche sentado a la mesa, trabajando en las primeras páginas de un nuevo libro desplegable. Utilizó tres imágenes de fotomatón donde yo salía con mi sombrero de Vladimir Maiakovski y las rodeó de mariposas y ángeles de tela fina. Como de costumbre, me complacía muchísimo que utilizara una referencia a mí en su arte, como si a través de él fuera a ser recordada.

Nuestra nueva habitación era más apropiada para mí que para Robert. Yo tenía todo lo que necesitaba, pero no era lo bastante grande para que trabajaran dos personas. Como él utilizaba la mesa, clavé en la pared una lámina de papel satén Arches y comencé un dibujo de nosotros en Coney Island.

Robert bosquejaba instalaciones que no podía ejecutar y yo percibía su frustración. Centró su atención en hacer collares, animado por Bruce Rudow, que veía un potencial comercial en ellos. A Robert siempre le había gustado hacer collares, para su madre y luego para él. En Brooklyn, ambos nos habíamos hecho amuletos especiales, que poco a poco fuimos elaborando más y más. En la habitación 1.017, el primer cajón de nuestra cómoda había estado repleto de cintas, cordel, minúsculas calaveras de marfil y cuentas de vidrio coloreado y de plata, que comprábamos por una miseria en rastros y tiendas religiosas españolas.

Nos sentábamos en la cama y hacíamos collares con perlas, cuentas africanas y semillas barnizadas de rosarios rotos. Mis collares eran un poco rudimentarios, pero los de Robert eran intrincados. Yo le tejía trenzas de cuero y él añadía cuentas, plumas, nudos y patas de conejo.

La cama no era el mejor lugar para trabajar, porque las cuentas se perdían entre los pliegues de la colcha o se caían al suelo y se incrustaban en las grietas de la madera.

Robert colgó unos cuantos collares terminados en la pared y el resto en una percha detrás de la puerta. A Bruce le entusiasmaron, lo cual impulsó a Robert a desarrollar nuevos enfoques. Quería hacer collares de piedras semipreciosas, montar patas de conejo en platino o engarzar calaveras en plata y oro, pero de momento utilizábamos lo que encontrábamos. Robert era un maestro en divinizar lo insignificante. Compraba el material en Lamston's, el almacén de baratillo que había enfrente del Chelsea, y en Capitol, la tienda de artículos de pesca situada unas casas más abajo.

En Capitol se podían comprar impermeables, cañas de bambú para la pesca con mosca o un carrete Ambassador, pero a nosotros nos interesaban las cosas pequeñas. Comprábamos plumeros, señuelos con plumas y plomos diminutos. Los plumeros para pescar lucios eran los mejores para hacer collares, porque se fabricaban en una infinidad de colores además de jaspeado y blanco. El dueño se limitaba a suspirar y nos entregaba nuestras adquisiciones en una bolsita de papel de estraza como las que utilizaban las tiendas de chucherías a granel. Saltaba a la vista que no éramos pescadores profesionales, pero, cuando nos conoció, nos rebajó el precio de señuelos rotos con las plumas intactas y de una caja de pesca usada con bandejas abatibles, que era ideal para guardar nuestro material.

También estábamos pendientes de los clientes que pedían marisco en El Quixote. Cuando habían pagado la cuenta, yo recogía las pinzas de langosta en una servilleta. Robert las limpiaba, las lijaba y las pintaba con pulverizador. Yo rezaba una pequeña oración en agradecimiento a la langosta mientras él las ensartaba en un collar y añadía cuentas metálicas separadas por pequeños nudos. Yo hacía pulseras trenzando cordones de cuero y utilizando varias cuentas pequeñas. Robert se ponía todo lo que hacíamos con mucha seguridad. La gente mostraba interés y él abrigaba esperanzas de venderlo.

En el Automat no había langosta, pero era uno de nuestros sitios preferidos para comer. Era rápido y barato, si bien la comida aún parecía casera. Robert, Harry y yo íbamos juntos a menudo, aunque conseguir que ellos dos se pusieran en camino podía llevar mucho más tiempo que comer.

La rutina era más o menos la siguiente: tengo que subir a buscar a Harry. Él no encuentra las llaves. Miro en el suelo y las encuentro debajo de algún libro esotérico. Él se pone a leerlo y eso le recuerda otro libro que necesita. Se lía un canuto mientras yo busco ese otro libro. Llega Robert y se coloca con Harry. Entonces sé que es mi fin. Cuando van fumados, tardan una hora en hacer una cosa que lleva diez minutos. Luego Robert decide ponerse el chaleco vaquero que se ha hecho quitando las mangas a su chaqueta y vuelve a nuestra habitación. Harry piensa que mi vestido negro de terciopelo es demasiado lúgubre para llevarlo durante el día. Robert sube en el ascensor mientras nosotros bajamos por la escalera, frenéticas idas y venidas, como si estuviéramos representando las estrofas de «Taffy Was a Welshman».

Horn & Handart, el rey de los Automats, estaba justo al lado de la tienda de artículos de pesca. La rutina consistía en coger sitio y bandeja e ir hasta la pared del fondo, donde había una serie de ventanillas. Insertabas unas cuantas monedas en una ranura, abrías la trampilla de vidrio y sacabas un sándwich o un pastel de manzana. Un verdadero restaurante de dibujos animados. Mi plato favorito era la empanada de pollo o el bollo cubierto de semillas de amapola y relleno de queso, mostaza y lechuga. A Robert le gustaban las dos especialidades de la casa: los macarrones con queso y la leche con cacao. Ni él ni Harry entendían que no me gustara la famosa leche con cacao de Horn & Handart, pero, para un niña que se había criado a base de leche en polvo con sirope de chocolate Bosco, era demasiado densa, por lo que solo tomaba café.

Yo siempre tenía hambre. Enseguida metabolizaba lo que ingería. Robert podía pasarse sin comer mucho más tiempo que yo. Si no teníamos dinero, sencillamente no comíamos. Robert era capaz de funcionar, pese a notarse un poco débil, pero yo me sentía como si fuera a desmayarme. Una tarde de llovizna, se me antojó uno de aquellos sándwiches de queso y lechuga. Rebusqué entre nuestras cosas y encontré cincuenta centavos justos, me puse la trinchera gris y el sombrero de Maiakovski y fui al Automat.

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