Éramos unos niños (15 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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Llegamos a nuestra parada. Él se levantó de un salto, con la expectación de un niño, y volvió a meter mi libro en el saco. Me cogió de la mano.

Para mí, no había nada más maravilloso que Coney Island con su obstinada inocencia. Era la clase de sitio que nos gustaba: las deslucidas galerías comerciales, los carteles desconchados de otras épocas, algodón azucarado y muñecas Kewpie en palitos, vestidas con plumas y brillantes sombreros de copa. Paseamos por las agonizantes barracas de feria. Habían perdido su lustre pero seguían anunciando rarezas humanas como el niño con cara de asno, el hombre caimán y la niña con tres piernas. Robert encontraba fascinante el mundo de los fenómenos de feria, aunque últimamente los estaba sustituyendo por muchachos vestidos de cuero en su obra.

Paseamos por el malecón y encargamos nuestra fotografía a un hombre anciano con una cámara compacta. El revelado tardaba una hora, así que caminamos hasta el final del largo muelle pesquero, donde había una barraca en la que servían café y chocolate caliente. Clavadas en la pared detrás de la caja, había imágenes de Jesús, el presidente Kennedy y los astronautas. Era uno de mis lugares preferidos y a menudo fantaseaba con conseguir un trabajo allí y vivir en uno de los viejos edificios de pisos situados enfrente de Nathan's.

Por todo el muelle había niños pescando cangrejos con sus abuelos. Metían pollo crudo en una jaulita atada a una cuerda y la arrojaban al mar. Una violenta tormenta se llevó el muelle en la década de 1980, pero Nathan's, que era el lugar preferido de Robert, se mantuvo en pie. Por lo general, solo teníamos dinero para un perrito caliente y una Coca-Cola. Él se comía casi toda la salchicha y yo casi todo el chucrut. Pero aquel día teníamos dinero suficiente para dos de todo. Cruzamos la playa para saludar al mar y le canté a Robert «Coney Island Baby», de The Excellents. Él escribió nuestros nombres en la arena.

Aquel día fuimos nosotros mismos, sin ninguna preocupación. Fue una suerte que aquel momento quedara congelado en una fotografía. Era nuestro primer auténtico retrato neoyorquino. Éramos nosotros. Solo unas semanas antes, habíamos tocado fondo, pero nuestra estrella azul, como Robert la llamaba, estaba apareciendo. Fuimos al metro para hacer el largo trayecto de regreso, volvimos a nuestra pequeña habitación y despejamos la cama, felices de estar juntos.

Harry, Robert y yo estábamos sentados a una mesa de El Quixote, compartiendo tapas de gambas con salsa verde mientras hablábamos sobre la palabra «magia». Robert la utilizaba a menudo cuando nos describía, cuando se refería a un buen poema o dibujo y, más adelante, cuando elegía una fotografía de una hoja de contactos. «Esta es la que tiene la magia», decía.

Conociendo la fascinación de Robert por Aleister Crowley, Harry afirmó que era hijo del mago ocultista. Le pregunté si podía invocar a su padre si le dibujábamos una estrella de cinco puntas en la mesa.

Peggy, que se había sentado con nosotros, nos hizo bajar a todos de las nubes. «A ver, magos de pacotilla, ¿puede alguien conjurar la pasta para pagar la cuenta?»

No puedo decir con exactitud qué hacía Peggy. Sé que trabajaba en el Museo de Arte Moderno. Solíamos bromear sobre el hecho de que ella y yo éramos las dos únicas personas del hotel oficialmente empleadas. Peggy era una mujer amable y animada, con una apretada cola de caballo, ojos oscuros y un desleído bronceado, que parecía conocer a todo el mundo. Tenía un lunar entre las cejas que Alien Ginsberg había apodado su tercer ojo y podría haber pasado perfectamente por una actriz secundaria de una película beatnik. Vaya pandilla formábamos, hablando todos a la vez, contradiciéndonos y discrepando, una cacofonía de afectuosas discusiones.

Robert y yo no solíamos pelearnos. Él rara vez levantaba la voz, pero, si estaba enfadado, se le notaba en los ojos, la frente o la tensión de la mandíbula. Cuando teníamos un problema del que necesitábamos hablar, nos íbamos a la «bollería mala» situada en la esquina de la Octava Avenida y la calle Veintitrés. Era la versión Edward Hopper de Dunkin' Donuts. El café estaba recalentado y los bollos rancios, pero no cerraba en toda la noche. Allí nos sentíamos menos encerrados que en nuestra habitación y nadie nos molestaba. Era posible encontrar todo tipo de personajes a cualquier hora: hombres dormidos, putas que hacían la calle, transeúntes y travestidos. Podías entrar sin que nadie se fijara en ti, suscitando, a lo sumo, una breve mirada.

Robert siempre se tomaba un donut con azúcar relleno de mermelada y yo un cruller francés. Por algún motivo, mis crullers franceses valían cinco centavos más que los donuts normales. Cada vez que pedía uno, Robert decía: «¡Patti! En realidad no te gustan; lo haces para fastidiar. Solo los quieres porque son franceses». Él los llamaba «crullers de poeta».

Fue Harry quien aclaró la etimología del cruller. No era francés, sino holandés: una pasta acanalada en forma de aro hecha con masa de bizcocho que tenía una textura ligera y esponjosa y se comía el martes de carnaval. Estaban hechos con todos los huevos, mantequilla y azúcar prohibidos en Cuaresma. Yo lo declaré donut sagrado. «Ya sabemos por qué tiene un agujero.»
{1}
Harry pensó un momento y me miró con el ceño fruncido, fingiendo enfado. «No, no, es holandés —dijo—. En holandés no funciona.» Sagrado o no, la conexión del bollo con Francia quedó descartada para siempre.

Una noche, Harry y Peggy nos invitaron a visitar al compositor George Kleinsinger, que tenía varias habitaciones interconectadas en el Chelsea. Yo siempre me resistía a visitar gente, sobre todo si eran personas mayores. Pero Harry utilizó el señuelo de que George había compuesto la música de
Archy y Mehitabel,
unos dibujos animados sobre la amistad entre una cucaracha y un gato callejero. Las habitaciones de Kleinsinger eran una selva tropical más que una residencia de hotel, un tinglado digno de Anna Kavan. Supuestamente, la atracción era su colección de serpientes exóticas, que incluía una pitón de casi cuatro metros de longitud. Robert parecía fascinado por ellas, pero yo estaba aterrorizada.

Mientras todos se turnaban para acariciar a la pitón, tuve libertad para fisgar entre las composiciones musicales de George, apiladas sin ningún orden entre los helechos, las palmeras y los ruiseñores enjaulados. Me entusiasmó encontrar partituras originales de Shinbone Alley entre un montón que había encima de un archivador. Pero la auténtica revelación fue hallar pruebas de que aquel caballero modesto y amable que criaba serpientes era, ni más ni menos, el compositor de la música de
Tubby la tuba.
Él me lo confirmó y casi lloré cuando me enseñó partituras originales de aquella música tan querida de mi infancia.

El Chelsea era como una casa de muñecas situada en los límites de la realidad y cada una de su centenar de habitaciones encerraba un pequeño universo. Yo deambulaba por los pasillos al acecho de sus espíritus, vivos o muertos. Mis aventuras consistían en travesuras inocentes como dar un empujoncito a una puerta entreabierta para vislumbrar el piano de cola de Virgil Thomson o remolonear delante de la puerta de Arthur C. Clark con la esperanza de que saliera. De vez en cuando, me tropezaba con Gert Schiff, el erudito alemán, cargado con volúmenes de Picasso, o con Viva perfumada con Eau Sauvage. Todo el mundo tenía algo que ofrecer y nadie parecía tener mucho dinero. Incluso los más prósperos parecían tener únicamente lo justo para vivir como vagabundos derrochadores.

Me encantaba aquel lugar, su elegancia decadente y la historia que tan posesivamente albergaba. Corrían rumores de que los baúles de Oscar Wilde languidecían en el sótano que se anegaba con frecuencia. Allí pasó sus últimas horas Dylan Thomas, sumergido en la poesía y el alcohol. Thomas Wolfe lidió con los centenares de páginas manuscritas de su
You Can't Go Home Again.
Bob Dylan compuso «Sad-Eyed Lady of the Lowlands» en nuestra planta y se decía que Edie Sedgwick, colocada de speed, había prendido fuego a su habitación mientras se pegaba sus tupidas pestañas falsas a la luz de una vela.

Muchos habían escrito, conversado y sufrido en las habitaciones de aquella casa de muñecas victoriana. Muchas faldas habían lamido aquellas desgastadas escaleras de mármol. Muchas almas pasajeras habían contraído matrimonio, dejado huella y sucumbido allí. Yo desenterraba sus espíritus mientras me escabullía de una planta a otra, anhelando conversar con una desaparecida procesión de orugas que fumaban en pipa.

Harry me atravesó con su fingida mirada de amenaza. Me puse a reír.

—¿Por qué te ríes?

—Porque me hace cosquillas.

—¿Notas eso?

—Sí, claro.

—¡Fascinante!

De vez en cuando, Robert se sumaba al juego. Harry intentaba que apartara la mirada, diciendo, por ejemplo: «¡Tienes los ojos increíblemente verdes!». Una lucha de miradas podía durar varios minutos, pero el estoicismo de Robert siempre se imponía. Harry jamás reconocía su derrota. Se limitaba a apartar la mirada y terminar la conversación, como si la lucha de miradas no hubiera sucedido. Robert sonreía con complicidad, claramente complacido.

Harry estaba fascinado con Robert, pero conversaba conmigo. A menudo, iba a visitarlo sola. Sus faldas de indio semínola estaban por toda la habitación. Era muy maniático con ellas y parecía encantado de vérmelas puestas, aunque no me dejaba tocar su colección de huevos ucranianos pintados a mano. Los manejaba como si fueran diminutos bebés. Tenían elaborados dibujos parecidos a las faldas. Sí, me permitía jugar con su colección de varitas mágicas, varas de chamán con intrincados labrados envueltas en periódicos. La mayoría medía casi medio metro, pero mi favorita era la más pequeña, del tamaño de una varita de director de orquesta; tenía la pátina de un viejo rosario que se ha quedado liso de tanto rezar.

Harry y yo podíamos charlar sobre alquimia y Charlie Patton de forma simultánea. Él montaba con morosidad horas de metraje para su misterioso proyecto cinematográfico basado en
Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny,
de Brecht. Nadie sabía con exactitud de qué se trataba, pero, antes o después, todos fuimos llamados a participar en sus dilatados comienzos. Harry puso grabaciones de los rituales de peyote de los indios kiowa y canciones populares del oeste de Virginia. Sentí una afinidad con sus voces e, inspirada por ellas, compuse una canción y se la canté antes de que se disipara en el aire enrarecido de su desordenada habitación.

Hablábamos de todo, ya fuera el árbol de la vida o de la hipófisis. Casi todos mis conocimientos eran intuitivos. Tenía una imaginación flexible y siempre estaba lista para un juego al que solíamos jugar. Harry me ponía a prueba con una pregunta. La respuesta tenía que ser un hecho verídico que daba pie a mentiras compuestas de hechos.

—¿Qué comes?

—Judías.

—¿Por qué las comes?

—Para cabrear a Pitágoras.

—¿Bajo las estrellas?

—Fuera del círculo.

Comenzábamos con frases sencillas y seguíamos cuanto hiciera falta hasta dar con un buen remate: creábamos una suerte de poema satírico, a menos que yo metiera la pata y utilizara una referencia inapropiada. Harry jamás se equivocaba y parecía saber un poco de todo, el rey indiscutible manipulando información.

Harry también era experto en hacer figuras de cordel. Si estaba de buen humor, se sacaba una madeja de cordel del bolsillo y formaba una estrella, un espíritu femenino, jugando a pasarse el cordel componiendo figuras él solo. Nos sentábamos a sus pies en el vestíbulo y lo observábamos como niños asombrados mientras sus diestros dedos creaban interesantes figuras enrollando y enredando el cordel. Tenía centenares de páginas de notas que documentaban figuras de cordel y su importancia simbólica. Harry nos entretenía con aquella valiosa información, pero, por desgracia, sus juegos de manos nos tenían tan hipnotizados que ninguno le seguía.

Una vez, estando yo sentada en el vestíbulo leyendo
La rama dorada
, advirtió que tenía una primera edición en dos tomos muy estropeada. Insistió en que fuéramos de expedición a Samuel Weiser's para disfrutar de la tercera edición, que era la mejor y estaba muy ampliada. Weiser's albergaba la mayor selección de libros sobre temas esotéricos de Nueva York. Accedí a ir si él y Robert no se colocaban, porque la combinación de los tres en el mundo exterior, en una librería ocultista, ya era suficientemente letal.

Harry conocía a los hermanos Weiser bastante bien, y me dieron la llave de una vitrina para que examinara la famosa edición de 1955 de
La rama dorada,
que consistía en trece recios tomos verdes con interesantes títulos como
El espíritu del maíz
y
El chivo expiatorio.
Harry se metió en una sala contigua con el señor Weiser, muy probablemente para descifrar algún manuscrito místico. Robert estaba leyendo el
Diario de un drogadicto.

Teníamos la impresión de que habían pasado horas. Harry tardaba mucho en regresar y lo encontramos inmóvil en medio de la librería como si estuviera paralizado. Lo observamos durante un buen rato, pero no se movió. Por fin, Robert, desconcertado, se acercó y le preguntó:

—¿Qué haces?

Harry lo miró con ojos de chivo hechizado.

—Leo —respondió.

Conocimos a muchas personas enigmáticas en el Chelsea, pero, por algún motivo, cuando cierro los ojos para pensar en ellas, Harry es siempre el primero que veo. Tal vez porque fue la primera persona que conocimos allí. Pero, más probablemente, porque fue un período mágico y Harry creía en la magia.

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