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Authors: Patti Smith

Éramos unos niños (8 page)

BOOK: Éramos unos niños
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Scribner's estaba en un hermoso edificio emblemático en el número 597 de la Quinta Avenida. La suntuosa fachada de cristal y hierro forjado había sido proyectada por Ernest Flagg en 1913. Tenía dos plantas y media y un techo abovedado bordeado de arcadas. Todos los días me levantaba, me vestía y hacía los tres transbordos de metro hasta Rockefeller Center. Mi uniforme para Scribner's estaba inspirado en Anna Karina en
Banda aparte:
jersey negro, falda plisada, medias negras y zapatos planos. Trabajaba junto a la centralita, que atendía una mujer bondadosa y atenta llamada Faith Cross.

Me sentía afortunada de estar vinculada a una librería tan histórica. Cobraba más y tenía a Janet como confidente. Rara vez me aburría y, cuando me impacientaba, escribía en el reverso de los artículos de papelería de Scribner's, como hacía Tom en
El zoo de cristal,
garabateando poemas dentro de cajas de cartón.

Robert estaba cada vez más abatido. Su jornada laboral era muy larga y le pagaban menos que en Brentano's, donde había trabajado a tiempo parcial. Cuando volvía a casa estaba agotado y desanimado y, durante un tiempo, dejó de crear.

Le supliqué que dejara la juguetería. Ni el trabajo ni el escaso sueldo merecían aquel sacrificio. Tras noches de discusión, Robert accedió a regañadientes. A cambio, trabajó con diligencia, siempre con ganas de enseñarme qué había creado mientras estaba en Scribner's. Yo no me arrepentía de ser quien llevaba el dinero a casa. Mi temperamento era más firme. Aún podía crear por la noche y estaba orgullosa de procurar una situación en la que él podía hacer su trabajo con total libertad.

Por la noche, después de caminar por la nieve, lo encontraba esperándome en nuestro piso, listo para frotarme las manos y calentármelas. Parecía que estuviera siempre en movimiento, calentaba agua en la cocina, me desataba los cordones de las botas, colgaba mi abrigo, siempre con un ojo puesto en el dibujo en el que estaba trabajando. Se detenía un momento si se daba cuenta de algo. La mayoría de las veces parecía que ya tuviera una imagen mental de la obra concluida. No le gustaba improvisar. Se trataba más bien de ejecutar algo que veía de golpe.

Después de un día entero en silencio estaba impaciente por escuchar mis historias sobre los excéntricos clientes de la librería, sobre Edward Gorey y sus grandes zapatillas de tenis, sobre Katharine Hepburn y el gorro de Spencer Tracy que llevaba debajo de su pañuelo verde de seda o sobre los Rothschild y sus largos abrigos negros. Después nos sentábamos en el suelo y comíamos espaguetis mientras examinábamos su nueva creación. Su obra me atraía porque su vocabulario visual era afín a mi léxico poético, aunque pareciera que estábamos evolucionando en direcciones distintas. Robert siempre me decía: «Nada está terminado hasta que tú lo ves».

El primer invierno que pasamos juntos fue crudo. Incluso con mi mejor sueldo de Scribner's teníamos muy poco dinero. A menudo, nos quedábamos ateridos en la esquina de Saint James Place, cerca de la taberna griega y la tienda de material artístico Jake's, mientras decidíamos cómo gastarnos nuestros pocos dólares, sin saber si comernos dos sándwiches calientes de queso o comprar material. A veces, incapaces de distinguir qué deseábamos más, Robert montaba nerviosamente guardia en la taberna mientras yo, poseída por el espíritu de Genet, robaba el sacapuntas metálico o los lápices de colores que tanto necesitábamos. Yo tenía un concepto más romántico de la vida y los sacrificios del artista. En una ocasión, leí que Lee Krasner había robado material a Jackson Pollock. No sé si es cierto, pero me servía de inspiración. A Robert le inquietaba no ser capaz de mantenernos. Yo le decía que no se preocupara, que dedicarse a las bellas artes era su recompensa.

Por la noche, poníamos discos con los que nos gustaba dibujar. A veces, jugábamos a lo que nosotros llamábamos «el disco de la noche». Elegíamos un disco y colocábamos su carátula en mitad de la repisa de la chimenea. Lo poníamos una vez tras otra en nuestro viejo tocadiscos y la música marcaba la trayectoria de la noche.

A mí no me importaba trabajar en el anonimato. Estaba aprendiendo. Pero Robert, pese a ser tímido, poco comunicativo y parecer desconectado de quienes le rodeaban, era muy ambicioso. Tenía a Duchamp y a Warhol como modelos. Bellas artes y alta sociedad, aspiraba a ambas. Éramos una curiosa mezcla de
Cara de ángel y
Fausto.

Es imposible imaginarse la felicidad que sentíamos cuando dibujábamos juntos. Nos abstraíamos durante horas. Su capacidad para concentrarse durante largos períodos se me contagiaba y aprendía de su ejemplo, trabajando a su lado. Cuando nos tomábamos un descanso, yo hervía agua y hacía Nescafé.

Después de una sesión especialmente productiva salíamos a pasear por Myrtle Avenue en busca de Mallomars y derrochábamos nuestro dinero en las chucherías favoritas de Robert, unas galletas blandas recubiertas de chocolate negro.

Aunque casi siempre estábamos juntos, no nos habíamos aislado. Nuestros amigos venían a visitarnos. Harvey Parks y Louis Delsarte eran pintores; a veces trabajaban en el suelo a nuestro lado. Louis nos hizo retratos a los dos, uno de Robert con un collar indio y uno mío con los ojos cerrados. Ed Hansen compartía con nosotros su sabiduría y sus collages y Janet Hamill nos leía poemas. Yo enseñaba mis dibujos y contaba historias sobre ellos, como si fuera Wendy entreteniendo a los niños perdidos del país de Nuncajamás. Éramos una panda de inadaptados, incluso en el clima liberal de una escuela de bellas artes. A menudo decíamos en broma que éramos un «club de fracasados».

En noches especiales, Harvey, Louis y Robert compartían un porro y tocaban tambores de mano. Robert tenía sus propias tablas indias. Se acompañaban recitando oraciones del
Devocionario psicodélico
de Timothy Leary, uno de los pocos libros que Robert leía. De vez en cuando, yo les echaba las cartas y me basaba en Papus y en mi propia intuición para interpretarlas. Aquellas eran noches que nunca había vivido en Nueva Jersey, extravagantes y colmadas de amor.

En mi vida entró una nueva amiga. Robert me presentó a Judy Linn, una compañera de artes gráficas, y congeniamos de inmediato. Judy vivía a la vuelta de la esquina, en Myrtle Avenue, encima de la lavandería automática donde yo hacía la colada. Era bonita e inteligente, con un sentido del humor poco convencional, como Ida Lupino en joven. Terminó dedicándose a la fotografía y pasó años perfeccionando sus técnicas de revelado. Con el tiempo, me convertí en su modelo y ella creó algunas de las primeras imágenes de Robert y yo.

El día de San Valentín, Robert me regaló una geoda de amatista. Era de color violeta pálido y casi tan grande como medio pomelo. La sumergió en agua y miramos los brillantes cristales. De pequeña, había soñado con ser geóloga. Le conté que me pasaba horas buscando muestras de rocas, con un viejo martillo atado a la cintura. «No, Patti, no», dijo, riéndose.

Mi regalo fue un corazón de marfil con una cruz tallada en el centro. Por algún motivo, aquel objeto lo empujó a contarme, como rara vez hacía, una historia de la época en que él y otros monaguillos fisgoneaban en el armario del sacerdote y se bebían el vino de misa. El vino no le interesaba; era la extraña sensación en las tripas lo que le excitaba, la emoción de hacer algo prohibido.

A principios de marzo, Robert consiguió un trabajo eventual como acomodador en el Fillmore East, que había abierto hacía poco. Se presentó a trabajar con un mono naranja. Estaba deseando ver a Tim Buckley. Pero cuando regresó a casa, otra persona lo había impresionado más. «He visto a alguien que va a ser muy grande», dijo. Era Janis Joplin.

No teníamos dinero para ir a conciertos, pero, antes de dejar el Fillmore, Robert me consiguió un pase para ver a los Doors. Janet y yo habíamos devorado su primer álbum y casi me sentía culpable de ir sin ella. Pero tuve una reacción extraña cuando vi a Jim Morrison. Todas las personas que me rodeaban parecían paralizadas pero yo observé todos sus movimientos con atenta frialdad. Recuerdo aquella sensación con mucha más claridad que el concierto. Mientras lo observaba, sentí que era capaz de hacer lo mismo. No sé decir por qué lo pensé. No había nada en mi experiencia que me indujera a creer que aquello podía ser posible, pero abrigaba esa vanidosa presunción. Sentí tanta afinidad como desprecio hacia él. Percibí su vergüenza además de su honda seguridad. Exudaba una mezcla de belleza y odio hacia sí mismo, y dolor místico, como un san Sebastián de la costa Oeste. Cuando alguien me preguntaba por el concierto de los Doors yo solo decía que habían estado geniales. Me sentía un poco avergonzada de mi reacción a su concierto.

En
Poemas manzanas,
James Joyce escribió un verso que se me quedó grabado: «los signos que de mí se mofan según voy». Me vino a la mente algunas semanas después del concierto de los Doors y se lo mencioné a Ed Hansen. Ed siempre me cayó bien. Era bajo pero robusto y, con su abrigo marrón, sus claros cabellos castaños, sus ojos de duende y su boca grande, me recordaba al pintor Soutine. Unos jóvenes pandilleros le había disparado en un pulmón en DeKalb Avenue, pero él conservaba una cualidad infantil.

Ed no dijo nada sobre la cita de Joyce, pero una noche me trajo un disco de los Byrds. «Esta canción va a ser importante para ti», dijo mientras ponía la aguja en «So You Want to Be a Rock 'N' Roll Star». La canción tenía algo que me estimuló y me desconcertó, pero no supe adivinar la intención de Ed.

Una gélida noche de 1968, vinieron a decirnos que Ed estaba en apuros. Robert y yo salimos a buscarlo. Cogí el cordero negro que me había regalado. Era su regalo de oveja negra a otra oveja negra. Ed también tenía algo de oveja negra, así que me lo llevé como talismán.

Ed estaba encaramado a una grúa; se negaba a bajar. Era una noche fría y despejada y, mientras Robert hablaba con él, yo me encaramé a la grúa y le di el cordero. Estaba tiritando. Nosotros éramos los rebeldes sin causa y él era nuestro triste Sal Mineo. Parque Griffith de Brooklyn.

Ed bajó conmigo y Robert lo llevó a casa.

«No te preocupes por el cordero —dijo a su regreso—. Te encontraré otro.»

Perdimos el contacto con Ed, pero una década después estuvo conmigo de una forma inesperada. Cuando me acerqué al micrófono con mi guitarra eléctrica y canté «So You Want to Be a Rock 'N' Roll Star», recordé sus palabras. Pequeñas profecías.

Había días, grises días de lluvia, en que las calles de Brooklyn eran dignas de una fotografía: cada ventana, el objetivo de una Leica, la vista granulada e inmóvil. Juntábamos nuestras láminas y lápices de colores y dibujábamos como niños salvajes hasta que, agotados, nos derrumbábamos en la cama muy entrada la noche. Yacíamos uno en brazos del otro, aún vergonzosos, pero felices, intercambiando apasionados besos mientras el sueño nos visitaba.

El muchacho que yo había conocido era tímido y tenía dificultad para expresarse. Le gustaba dejarse llevar, que lo cogieran de la mano para entrar sin reservas en un mundo distinto. Era masculino y protector, pese a ser femenino y sumiso. Meticuloso en su vestuario y modales, también era capaz de un desorden atemorizante en su obra. Sus mundos eran solitarios y peligrosos, y vaticinaban libertad, éxtasis y liberación.

A veces, me despertaba y lo encontraba trabajando a la débil luz de velas votivas. Retocando un dibujo, girándolo en esta o aquella dirección, examinándolo desde todos los ángulos. Pensativo, absorto, alzaba la vista, me veía observándolo y sonreía. Aquella sonrisa primaba sobre cualquier otra cosa que estuviera sintiendo o experimentando, incluso más adelante, mientras estuvo agonizando, fulminado por el dolor.

En la guerra de la magia y la religión, ¿termina venciendo la magia? Sacerdote y mago quizá fueron uno al principio, pero el sacerdote, tras aprender humildad ante Dios, descartó el conjuro como plegaria.

Robert confiaba en la ley de la empatia, en virtud de la cual podía transferirse voluntariamente a un objeto u obra de arte y, por lo tanto, influir en el mundo externo. No se sentía redimido por la labor que desempeñaba. No buscaba la redención. Buscaba ver lo que otros no veían, la proyección de su imaginación.

El proceso de creación le parecía pesado por la rapidez con que veía la obra concluida. Se sentía atraído por la escultura pero creía que el soporte estaba obsoleto. Aun así, se pasaba horas estudiando los
Esclavos
de Miguel Ángel, queriendo acceder a la sensación de trabajar con la forma humana sin el esfuerzo de usar martillo y cincel.

Hizo un esbozo para una animación donde él y yo estábamos en un jardín del Edén tántrico. Necesitaba desnudos nuestros para hacer recortables para el jardín geométrico que había florecido en su mente. Pidió a Lloyd Ziff, un compañero de clase, que hiciera las fotografías, pero a mí no me gustó la idea. Posar no me entusiasmaba porque aún me sentía un poco insegura con las cicatrices de mi barriga.

Las imágenes quedaron rígidas y no como él había imaginado. Yo tenía una vieja cámara de 35 milímetros y le propuse que hiciera él las fotografías, pero Robert no tenía paciencia para revelarlas y hacer copias. Utilizaba tantas imágenes fotográficas de otras fuentes que yo pensaba que, si las sacaba él, podría conseguir los resultados que buscaba. «Ojalá pudiera proyectarlo todo en el papel —dijo—. Cuando estoy a la mitad, ya me he puesto con otra cosa.» El jardín del Edén fue abandonado.

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