Éramos unos niños (28 page)

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Authors: Patti Smith

BOOK: Éramos unos niños
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Era hora de irse. Los tres hombres de mi vida —Robert, Alien y Sam— lo decidieron. Sam dio a Robert dinero para comprarse un loft en Bond Street, a una manzana de su piso. Alien encontró un primero en la calle Diez Este, a poca distancia de Robert y Sam, y aseguró a Robert que estaba ganando suficiente dinero con la banda para cuidar de mí.

Decidimos marcharnos el 20 de octubre de 1972. Era el cumpleaños de Arthur Rimbaud. En lo que atañía a Robert y a mí, habíamos cumplido nuestra promesa.

Todo cambiaría, pensé mientras recogía mis cosas, la locura de mi desorden. Até un cordel alrededor de una caja de cartón en la que había guardado un paquete de folios. Ahora estaba llena de hojas mecanografiadas con manchas de café rescatadas por Robert, recogidas del suelo y alisadas por sus manos de Miguel Ángel.

Robert y yo contemplamos juntos mi parte del loft. Yo dejaba unas cuantas cosas: el cordero de juguete, una vieja chaqueta blanca hecha de seda para paracaídas, «PATTI SMITH 1946» estampado en la pared del fondo, en homenaje a la habitación como uno deja un poco de vino para los dioses. Sé que estábamos pensando en lo mismo, en lo mucho por lo que habíamos pasado, bueno y malo, pero también sentíamos alivio. Robert me apretó la mano.

—¿Estás triste? —preguntó.

—Estoy preparada —respondí.

Íbamos a abandonar la vorágine de nuestra existencia posterior a Brooklyn, que había estado dominada por la vibrante comunidad del hotel Chelsea.

El tiovivo giraba más despacio. Mientras hacía la maleta, todas las cosas que había acumulado en aquellos años, incluso las más insignificantes, iban acompañadas de una secuencia de caras, algunas de las cuales ya no volvería a ver.

Había un
Hamlet
de Gerome Ragni, quien me imaginó interpretando al triste y arrogante príncipe danés. Mi camino y el de Ragni, coautor de
Hair
y uno de sus actores, ya no volverían a cruzarse, pero su fe en mí me ayudó a ganar en seguridad. Enérgico y musculoso, con la sonrisa ancha y una rizada pelambrera, podía entusiasmarse tanto con alguna posibilidad disparatada, que se subía a una silla y levantaba los brazos como si quisiera explicar su idea al techo o, mejor aún, al universo.

La funda azul de satén con estrellas doradas que Janet Hamill me había hecho para guardar la baraja de tarot y las cartas mismas, que trajeron la buenaventura a Annie, Sandy Daley, Harry y Peggy.

Una muñeca de trapo con el pelo de blonda que me regaló Elsa Peretti. El soporte de armónica de Matthew. Notas de Rene Ricard en las que me reprendía por no seguir dibujando. El cinturón negro de cuero de David, remachado con piedras de fantasía. La camisa de cuello de barca de John McKendry. El jersey de angora de Jackie Curtis.

Mientras lo doblaba, me la imaginé bajo la vaporosa luz roja de la sala vip de Max's. Allí, el ambiente estaba cambiando con la misma celeridad que en el Chelsea y los aspirantes a actores que lo habían frecuentado descubrirían que la nueva guardia los dejaba atrás.

Muchos no sobrevivirían. Candy Darling murió de cáncer. Tinkerbelle y Andrea Whips se quitaron la vida. Otros sucumbieron a las drogas y a los infortunios. Derribados, a un paso del estrellato que tanto deseaban, estrellas deslustradas caídas del cielo.

No siento ninguna necesidad de justificarme por ser una de las pocas supervivientes. Habría preferido verlos triunfar a todos, que alcanzaran el éxito. Al final, fui yo quien tenía uno de los caballos ganadores.

Cada uno por su lado, juntos

Nos habíamos separado, pero podíamos ir andando a nuestras respectivas casas. El loft que Sam había comprado a Robert era un piso sin amueblar situado en el número 24 de Bond Street, una callejuela adoquinada con garajes, edificios de la época posterior a la guerra de Secesión y pequeños almacenes que estaba comenzando a cobrar vida, como harán otras calles industriales cuando artistas pioneros rasquen la suciedad que los años han acumulado en los grandes ventanales y permitan la entrada a la luz.

John Lennon y Yoko Ono tenían un piso enfrente; Brice Marden trabajaba al lado, en un estudio impoluto con relucientes cubas de pigmento y austeras fotografías que plasmó en lienzos de humo y luz. El loft de Robert necesitaba muchas reformas. Las cañerías despedían vapor y la fontanería era deficiente. Gran parte del ladrillo original estaba tapado por mohosas placas de yeso laminado, que él quitó. Limpió y cubrió el ladrillo con varias capas de pintura blanca y puso la casa, parte estudio, parte instalación, enteramente a su gusto.

Parecía que Alien estuviera constantemente de gira con Blue Öyster Cult y yo pasaba mucho tiempo sola. Nuestro piso de la calle Diez Este solo estaba a una manzana de la iglesia de Saint Mark. Era pequeño y bonito, con puertas acristaladas que daban a un jardín. Y, desde nuestros nuevos hogares, Robert y yo reanudamos nuestra vida como antes, comiendo juntos, buscando componentes para instalaciones, haciendo fotografías y supervisando nuestros respectivos progresos artísticos.

Aunque Robert ya tenía su espacio, aún se mostraba tenso y preocupado por el dinero. No quería depender íntegramente de Sam y estaba más decidido que nunca a ser autosuficiente. Mi situación era incierta cuando me marché de la calle Veintitrés. Mi hermana Linda me consiguió un trabajo a tiempo parcial en la librería Strand. Compraba montones de libros, pero no los leía. Clavaba láminas en la pared, pero no dibujaba. Metí mi guitarra debajo de la cama. Por la noche, sola, me sentaba a esperar. Una vez más, me descubrí pensando cómo podía hacer algo de valor. Todo lo que me planteaba parecía irreverente o irrelevante.

El día de Año Nuevo encendí una vela por Roberto Clemente, el jugador de béisbol favorito de mi hermano. Había muerto mientras estaba en una misión humanitaria, ayudando a Nicaragua después de un terrible seísmo. Me regañé por mi inactividad y mi falta de disciplina, y decidí volver a concentrarme en mi obra.

Esa misma tarde asistí al maratón anual de poesía que se celebraba en Saint Mark. Era en beneficio de la iglesia y terminó después de la medianoche. Todos querían contribuir a la perpetuación de The Poetry Project. Yo estaba con ellos, observando a los poetas. Quería ser poeta, pero sabía que nunca encajaría en su incestuosa comunidad. Lo último que deseaba era tener que ceñirme a las normas sociales de otro ambiente. Recordé a mi madre cuando decía que lo que haces el día de Año Nuevo es lo que harás el resto del año. Inspirada por san Gregorio, decidí que 1973 sería mi año de la poesía.

A veces la providencia es amable, porque Andy Brown se ofreció a publicarme un poemario. La idea de que me publicara Gotham Book Mart me inspiró. Desde hacía tiempo, Andy Brown toleraba mi presencia en aquella histórica librería de Diamond Row y me permitía dejar mis folletos en el mostrador. Ahora, ante la perspectiva de ser una autora de Gotham, me enorgullecía internamente cuando veía el lema de la librería: «Los sabios pescan aquí».

Saqué la Hermes 2000 de debajo de la cama. (La Remington había mordido el polvo.) Sandy Pearlman me había dicho que Hermes era el mensajero alado, el protector de pastores y ladrones, de modo que confiaba en que los dioses me inspiraran. Disponía de mucho tiempo. Era la primera vez en casi siete años que no tenía un empleo fijo. Alien pagaba el alquiler y yo ganaba dinero suficiente en Strand para mis gastos. Sam y Robert me invitaban a comer todos los días, y por la noche hacía cuscús en mi preciosa cocinita, de modo que no me faltaba nada.

Robert había estado preparando su primera exposición individual de polaroids. La invitación llegó en un sobre crema de Tiffany: un autorretrato, el tronco desnudo reflejado en un espejo, su Land 360 por encima de la entrepierna. Las marcadas venas de su antebrazo eran inconfundibles. Se había tapado el pene con un gran punto blanco de papel y había estampado su nombre en la esquina inferior derecha. Robert creía que una exposición empezaba con las invitaciones y cada una de ellas estaba concebida para ser un tentador regalo.

La inauguración en la Light Gallery fue el 6 de enero, el día del cumpleaños de Juana de Arco. Robert me regaló una medalla de plata con su retrato coronado por la flor de lis francesa. Hubo buen ambiente, una perfecta mezcla neoyorquina de gays, reinonas, famosillos, rockeros y coleccionistas de arte. Fue una reunión optimista, quizá con un trasfondo de envidia. Su exposición, atrevida y elegante, mezclaba motivos clásicos con sexo, flores y retratos, todos equivalentes en el modo en que eran presentados: crudas imágenes de aros para el pene junto a un centro de flores. Para él lo uno era lo otro.

——>>*<<——

Trouble Man
de Marvin Gaye sonaba una y otra vez mientras yo intentaba escribir sobre Arthur Rimbaud. Clavé una fotografía de él con su cara desafiante de Dylan encima del escritorio que apenas utilizaba. Me tumbaba en el suelo, y solo escribí fragmentos, poemas y el principio de una obra de teatro, un diálogo imaginario entre el poeta Paul Verlaine y yo en el que nos disputábamos el inalcanzable amor de Arthur.

Una tarde me quedé dormida en el suelo entre montones de libros y papeles y volví a adentrarme en el conocido terreno de un sueño apocalíptico recurrente. Había tanques cubiertos de lentejuelas y cencerros de camello. Ángeles musulmanes y cristianos se estaban sacando los ojos y sus plumas sembraban la cambiante superficie de las dunas. Me abría camino entre la revolución y la desesperanza, y, enterrado entre las traicioneras raíces de árboles marchitos, encontraba un cartapacio de piel enrollado. Y dentro de aquel estropeado cartapacio, de su puño y letra, la gran obra perdida de Arthur Rimbaud.

Lo imaginé paseando por las plantaciones de bananos, cavilando en el lenguaje de la ciencia. En el infierno de Harar, explotaba los cafetales y subía a caballo la escarpada meseta abisinia. Por la noche yacía bajo una luna con una aureola perfecta, como un ojo majestuoso que lo veía y presidía su sueño.

Me desperté con una inesperada revelación. Iría a Etiopía y encontraría aquel cartapacio que parecía una señal más que un sueño. Regresaría con su contenido conservado en polvo abisinio y lo regalaría al mundo. Expuse mi sueño a editoriales, revistas de viajes y fundaciones literarias. Pero descubrí que la supuesta obra perdida de Rimbaud no era una causa popular en 1973. Lejos de descartar la idea, mi entusiasmo había llegado al punto de creerme realmente destinada a encontrarla. Cuando soñé con un olíbano en un collado donde no había sombras,
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creí que el cartapacio estaba enterrado allí.

Decidí pedir a Sam que sufragara mi viaje a Etiopía. Era aventurero y empático, y mi propuesta le interesó. A Robert, la idea le horrorizó. Consiguió convencer a Sam de que me extraviaría, me secuestrarían o sería devorada por hienas salvajes. Estábamos sentados en un café de Christopher Street y, mientras nuestras risas se mezclaban con el vapor de muchos expresos, me despedí de los cafetales de Harar, resignada a que la última morada del tesoro no fuera a ser perturbada en aquel siglo.

Deseaba dejar la librería. Detestaba pasar las horas en el sótano, abriendo embalajes. Tony Ingrassia, que me había dirigido en
Island,
me pidió que actuara en una obra de un solo acto titulada
Identity.
Leí el guión y no lo entendí. Era un diálogo entre otra muchacha y yo. Después de unos cuantos ensayos mediocres, Tony me pidió que fuera más tierna con la muchacha. «Estás demasiado rígida, demasiado distante», dijo, exasperado. Yo era muy afectuosa con mi hermana Linda y me apoyé en ello para interpretar la ternura. «Estas chicas se quieren. Tienes que transmitir ese afecto.» Se llevó las manos a la cabeza. Me quedé desconcertada. En el guión no había nada que lo insinuara. «Finge que es una de tus novias.» Tony yo tuvimos una acalorada conversación que terminó cuando él se echó a reír con incredulidad. «No te chutas y no eres lesbiana. ¿Se puede saber qué es lo que haces?»

Hice todo lo posible por magrear a la otra chica, pero decidí que aquella sería mi última obra de teatro. No tenía madera de actriz.

Robert consiguió que Sam me sacara de la librería y me contratara para catalogar su extensa colección de libros y muñecas kachina, que iba a donar a una universidad. Sin darme cuenta, había dicho adiós a los empleos tradicionales. No volví a fichar nunca más. El tiempo y el dinero me los organizaría yo.

Tras fracasar como lesbiana creíble en
Identity,
decidí que, si volvía a subirme a un escenario, sería interpretándome a mí misma. Auné fuerzas con Jane Friedman, quien me consiguió algún que otro recital en bares. Jane dirigía una próspera empresa de publicidad y tenía fama de apoyar a los artistas marginales. En aquellos recitales, pese a que no era recibida con entusiasmo, mejoré mi habilidad para lidiar con un público hostil con cierta dosis de humor. Jane me consiguió una serie de actuaciones como telonera de grupos tales como The New York Dolls en el Mercer Arts Center, ubicado en el ruinoso hotel Broadway Central: un edificio decimonónico venido a menos donde habían cenado Diamond Jim Brady y Lillian Russell, donde Jubilee Jim Fisk fue abatido a tiros en la escalinata de mármol. Aunque quedaban pocos vestigios de su anterior esplendor, ahora albergaba una comunidad culturalmente rica que incluía teatro, poesía y rock and roll.

Recitar poesía noche tras noche para un público alborotado y poco receptivo que estaba allí para ver a The New York Dolls resultó ser muy educativo. Yo carecía de músicos y equipo, pero contaba con el alma de mi ejército de hermanos, Linda, en el papel de asistente, réplica y ángel guardián. Linda poseía una sencillez natural, pero podía ser audaz. Fue ella quien asumió la nada envidiable tarea de pasar la gorra cuando nuestro grupo cantó y tocó en las calles de París. En el Mercer, Linda se encargaba de manejar mis recursos escénicos, que comprendían un pequeño magnetófono, un megáfono y un piano de juguete. Yo recitaba mis poemas, sorteaba insultos y a veces cantaba acompañada por la música del magnetófono.

Al final de cada actuación, Jane se sacaba un billete de cinco dólares del bolsillo y decía que formaba parte de los ingresos. Tardé un tiempo en comprender que no me tenían en nómina y me estaba pagando ella de su bolsillo. Era una carrera de fondo y ese verano había empezado a coger el ritmo: el público me pedía poemas y parecía estar de mi parte. Me aficioné a concluir las actuaciones con «Piss Factory», un poema en prosa que había improvisado donde describía cómo había dejado la cadena de montaje de una fábrica no sindicada para hallar la libertad en Nueva York. Tenía la sensación de que me hermanaba con el público.

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