Authors: Patti Smith
Profundamente afectada, Janet decidió que era hora de dejar el piso para ir a vivir con su novio. En el East Village, la zona este de la Avenida A continuaba siendo peligrosa y, como había prometido a Robert que no me quedaría allí sola, regresé a Brooklyn. Encontré un piso de dos habitaciones en Clinton Avenue, a una manzana del portal donde había dormido el verano anterior. Clavé los dibujos que habían sobrevivido en la pared. Luego, de forma impulsiva, fui a Jake's y compré pinturas al óleo, pinceles y lienzos. Decidí que iba a pintar.
Había observado a Howie mientras pintaba cuando estuve con él. Su proceso era físico y abstracto de un modo distinto al de Robert. Recordé mis ambiciones de juventud, dominada por el deseo de coger un pincel. Llevé mi cámara al MoMA y busqué inspiración. Saqué una serie de retratos en blanco y negro de la
Mujer I
de De Kooning y los llevé a revelar. Clavé las fotografías en la pared y comencé su retrato. Me divertía hacer un retrato de un retrato.
Robert seguía en San Francisco. Había escrito que me echaba de menos y que había cumplido su misión de descubrir cosas nuevas sobre sí mismo. Aunque me hablara de sus experiencias con otros hombres, me aseguraba que me amaba.
Mi reacción a su confesión fue más intensa de lo que esperaba. Nada en mi experiencia me había preparado para aquello. Me parecía que le había fallado. Yo creía que un hombre se hacía homosexual cuando no encontraba a la mujer adecuada para salvarlo, un concepto erróneo que había desarrollado a partir de la trágica unión de Rimbaud y el poeta Paul Verlaine. Rimbaud lamentó hasta el final de su vida no haber hallado una mujer con quien compartir todo su ser, tanto física como intelectualmente.
En mi imaginación literaria, la homosexualidad era una maldición poética, una noción que había aprendido de Mishima, Gide y Genet. No sabía nada de su realidad. La consideraba ligada de forma inevitable a la afectación y la extravagancia. Me había preciado de ser tolerante, pero mi comprensión era limitada y provinciana. Incluso cuando leía a Genet, consideraba a sus hombres una raza mística de ladrones y marineros. No comprendía su mundo del todo. Yo admiraba a Genet como poeta.
Estábamos evolucionando por caminos distintos. Yo necesitaba indagar más allá de mí y Robert necesitaba buscar dentro de sí. Exploraba el vocabulario de su obra y, conforme sus componentes cambiaban y se metamorfoseaban, estaba, de hecho, creando un diario de su evolución interna, anunciando el surgimiento de una identidad sexual reprimida. Jamás me había dado indicios en su conducta que yo relacionara con la homosexualidad.
Me di cuenta de que Robert había intentado renunciar a su naturaleza, negar sus deseos, hacer las cosas bien por nosotros. Por mi parte, me preguntaba si yo habría podido disipar aquellos impulsos. Él había sido demasiado tímido y respetuoso y le había dado miedo hablar de aquellos temas, pero no cabía duda de que seguía amándome, y yo a él.
Cuando Robert regresó de San Francisco, parecía a la vez triunfante y preocupado. Abrigaba la esperanza de que volviera transformado, y lo hizo, pero no del modo que yo había imaginado. Parecía brillar, casi el mismo de antes, y estaba más cariñoso conmigo que nunca. Aunque había experimentado un despertar sexual, aún confiaba en que pudiéramos hallar una forma de continuar con nuestra relación. Yo no estaba segura de poder asimilar su nuevo concepto de sí, ni de si él asimilaría el mío. Mientras vacilaba, conoció a alguien, un muchacho llamado Terry, y se embarcó en su primera relación sentimental con un hombre.
Todos los encuentros físicos que había tenido en San Francisco habían sido fortuitos y experimentales. Terry era un novio de verdad, amable y guapo, con el pelo castaño ondulado. Los envolvía un halo de narcisismo, con sus ceñidos abrigos idénticos y sus miradas de complicidad. Eran un reflejo exacto, no tanto en su parecido físico como en su lenguaje no verbal, en su sincronización. Yo sentía una mezcla de comprensión y envidia por su intimidad y los secretos que imaginaba que compartían.
Robert había conocido a Terry a través de Judy Linn. Terry, dulce y empático, aceptaba el cariño de Robert hacia mí y me trataba con afecto y compasión. A través de Terry y Robert, observé que la homosexualidad era una forma de ser natural. Pero, conforme los sentimientos entre Terry y Robert se ahondaban y la relación intermitente con mi pintor se espaciaba, descubrí que estaba completamente sola y plagada de contradicciones.
Robert y Terry me visitaban a menudo y, aunque no había nada negativo entre los tres, algo se quebró dentro de mí. Quizá fuera el frío, mi regreso a Brooklyn con las manos vacías o mi desacostumbrada soledad, pero me pasaba largos ratos llorando. Robert hacía todo lo posible para animarme mientras Terry nos contemplaba, sin poder hacer nada. Cuando Robert venía solo, yo le suplicaba que se quedara. Él me aseguraba que me tenía siempre en el pensamiento.
Cuando se acercaban las navidades, acordamos regalarnos un cuaderno de dibujo. En cierto sentido, Robert me estaba mandando deberes para que me recuperara, dándome algo creativo en que concentrarme. Le regalé un libro encuadernado en piel lleno de dibujos y poemas, y él, un cuaderno cuadriculado con dibujos muy parecidos a los que me había enseñado nuestra primera noche. Lo encuaderné en seda morada, cosida a mano con hilo negro.
Lo que resta en mi recuerdo del final de 1968 es la expresión preocupada de Robert, la fuerte nevada, lienzos de bodegones y una pizca de alivio proporcionado por los Rolling Stones. El día de mi cumpleaños, Robert vino a verme solo. Me trajo un disco nuevo. Puso la cara A y me guiñó un ojo. Sonó «Sympathy for the Devil» y empezamos a bailar. «Es mi canción», dijo.
——>>*<<——
¿Adonde conduce todo? ¿En qué nos convertiremos? Aquellas eran nuestras preguntas de juventud, y el tiempo nos reveló las respuestas.
Conduce al otro. Nos convertimos en nosotros.
Durante un tiempo Robert me protegió, después dependió de mí, y luego fue posesivo conmigo. Su transformación era la rosa de Genet y, al florecer, las espinas se le habían clavado muy hondo. También yo quería experimentar el mundo con más intensidad. Pero, a veces, esas ganas solo eran un deseo de retornar al momento en que nuestra tenue luz era vertida por farolillos colgantes con cristales de espejo. Nos habíamos aventurado a salir de casa como los niños de Maeterlinck en pos del pájaro azul, y nos habíamos quedado atrapados en las enmarañadas zarzas de nuestras nuevas experiencias.
Robert reaccionaba como mi querido hermano gemelo. Sus rizos oscuros se fundían con mi pelo enredado mientras me deshacía en lágrimas. Me prometía que podíamos volver a nuestra antigua vida, a ser como éramos, me prometía lo que fuera si dejaba de llorar.
Una parte de mí quería hacerlo, pero temía que no pudiéramos regresar nunca más a aquel lugar, sino solo ir y venir por nuestro río de lagrimas como los hijos del barquero. Estaba deseando viajar, a París, a Egipto, a Samarcanda, lejos de él, lejos de nosotros.
También él tenía un camino que seguir, y no le quedaría más remedio que dejarme atrás.
Aprendimos que queríamos demasiadas cosas. Solo podíamos dar desde lo que éramos y lo que teníamos. Separados, pudimos ver incluso con más claridad que no queríamos estar sin el otro.
Yo necesitaba alguien con quien hablar. Regresé a Nueva Jersey para el cumpleaños de mi hermana Linda, que cumplía veintiún años. Ambas estábamos en un mal momento y nos consolamos mutuamente. Le llevé un libro de fotografías de Jacques-Henri Lartigue y, mientras pasábamos las páginas, nos entraron ganas de visitar Francia. Nos quedamos despiertas, maquinando, y, antes de darnos las buenas noches, habíamos prometido ir juntas a París, toda una hazaña para dos chicas que no se habían subido nunca a un avión.
Aquel proyecto me sostuvo durante todo el largo invierno. Hice horas extra en Scribner's para ahorrar dinero mientras urdía nuestra ruta, localizaba talleres de artistas y cementerios, trazaba un itinerario para las dos, como había hecho cuando planificaba los movimientos tácticos de nuestro ejército de hermanos.
No creo que aquel fuera un período artísticamente productivo para Robert ni para mí. Él estaba embargado por la intensidad de vivir la naturaleza que había reprimido conmigo y hallado a través de Terry. Pero, pese a estar complacido en ese aspecto, parecía falto de inspiración, si no aburrido, y quizá no podía evitar establecer comparaciones entre su vida con Terry y la nuestra.
«Patti, nadie ve como nosotros», me dijo.
La primavera y el poder restaurador de Semana Santa volvieron a unirnos. Nos sentábamos en la taberna próxima a Pratt y pedíamos nuestro menú favorito: un sándwich caliente de pan de centeno con queso y tomate, y leche malteada de chocolate. En aquella época, teníamos suficiente dinero para dos sándwiches.
Los dos nos habíamos entregado a otros. Habíamos vacilado y los habíamos perdido, pero nos habíamos reencontrado. Al parecer, queríamos lo que ya teníamos, un amante y un amigo con quien crear, codo con codo. Ser fieles, pero libres.
Decidí que era buen momento para irme de viaje. Mis horas extra sin vacaciones dieron fruto y la librería me concedió una excedencia. Mi hermana
y yo
metimos lo imprescindible en nuestras bolsas de lona. A regañadientes dejé mis dibujos para viajar ligera de equipaje. Cogí un cuaderno y le regalé mi cámara a mi hermana.
Robert
y yo
prometimos trabajar duro mientras estuviéramos separados. Yo compondría poemas para él y Robert haría dibujos para mí. Prometió escribir y mantenerme al día de sus actividades.
Cuando nos abrazamos para decirnos adiós, él se separó y me miró lijamente. No dijimos nada.
——>>*<<——
Con nuestros escasos ahorros, Linda y yo fuimos a París vía Islandia en un avión de hélice. Fue un viaje arduo y, pese a estar ilusionada, tuve sentimientos encontrados por abandonar a Robert. Todas nuestras cosas estaban apiladas en dos cuartitos de Clinton Street en Brooklyn, vigiladas por un viejo casero que andaba claramente tras ellas.
Robert había dejado Hall Street y estaba viviendo en casa de unos amigos cerca de Myrtle Avenue. A diferencia de mí, no le motivaba viajar. La perspectiva de ganarse la vida como artista era su objetivo primordial, pero entretanto dependía de trabajos ocasionales y del dinero de su beca de estudios.
Linda y yo estábamos contentísimas de encontrarnos en París, la ciudad de nuestros sueños. Nos alojamos en un hotelucho de Montmartre y recorrimos la ciudad en busca de los sitios donde Piaf había cantado, Gérard de Nerval había dormido y Baudelaire estaba enterrado. Vi unas pintadas en la rue des Innocents que me inspiraron para dibujar. Linda y yo encontramos una tienda de material artístico y nos pasamos horas allí, examinando bonitos papeles de dibujo franceses con exquisitas fdigranas de ángeles. Compré algunos lápices y unas cuantas láminas de papel Arches y elegí un gran portafolio rojo con cintas de lona que utilicé como mesa en mi cama. Con una pierna cruzada y la otra colgando, dibujé con trazo seguro.
Llevé mi portafolio de galería en galería. Nos unimos a un grupo de músicos callejeros y tocamos para ganar unas monedas. Yo trabajaba en mis dibujos y escribía, y Linda hacía fotografías. Comíamos pan con queso, bebíamos vino argelino, tuvimos piojos, llevábamos camisetas de cuello de barca y merodeábamos felizmente por las callejuelas de París.
Vimos
Uno más uno
de Godard. La película me impresionó mucho políticamente y renovó mi afecto por los Rolling Stones. Solo unos días después, el rostro de Brian Jones aparecía en todos los periódicos franceses:
Est mort, 24 ans.
Lamenté no poder asistir al concierto gratuito que el resto de la banda celebró en su memoria ante más de doscientas cincuenta mil personas en Hyde Park, el cual culminó cuando Mick Jagger soltó montones de palomas blancas. Dejé mis lápices de dibujo y comencé un ciclo de poemas a Brian Jones, en los que expresé por primera vez en mi obra mi pasión por el rock and roll.
Uno de los momentos memorables de nuestra estancia en París era la larga caminata hasta la oficina de American Express para enviar y recibir correspondencia. Siempre había alguna cosa de Robert, divertidas cartitas donde describía su obra, su salud, sus dificultades y siempre su amor.
Por un tiempo, se había trasladado de Brooklyn a Manhattan, donde compartía un loft en Delancey Street con Terry, con quien aún mantenía una cordial amistad, y un par de amigos de Terry que tenían una empresa de mudanzas. Se sacaba un poco de dinero trabajando como mozo y el loft tenía suficiente espacio vacío para que pudiera continuar desarrollando su arte.