Entrevista con el vampiro (22 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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Dios no vivía en esa iglesia; esas estatuas daban una imagen de la nada. Yo era el sobrenatural en esa catedral. ¡Yo era el único no mortal que estaba consciente bajo ese techo! Soledad. La soledad hasta el borde de la locura. La catedral se deshizo en mi visión; los santos se sobrecogieron y cayeron. Las ratas comían la Sagrada Eucaristía y anidaban en los antepechos de las ventanas. Una rata solitaria, con un rabo enorme, estaba royendo y gruñendo en el mantel del altar hasta que cayeron los candelabros sobre las losas cubiertas por el moho. Me quedé de pie, intocado. Sin morir. Súbitamente, agarré la mano de yeso de la Virgen y la vi romperse en mi mano; dejé esa mano sobre mi palma y con la presión de mi dedo se convirtió en polvo.

Y de repente, a través de las ruinas, a través de la puerta abierta por la que podía ver la tierra baldía en todas direcciones, incluso el gran río helado y atrapado por las ruinas incrustadas de los navíos, por esas ruinas llegaba una procesión fúnebre, una banda de hombres pálidos, blancos, y de mujeres, monstruos con ojos brillantes y vestimentas al viento, y el ataúd crujiendo sobre las ruedas de madera, las ratas correteando sobre el mármol roto y agrietado, la procesión avanzando; y entonces pude ver a Claudia en esa procesión, con sus ojos fijos detrás de un fino velo negro, una mano enguantada sobre un negro misal y la otra sobre el ataúd que se movía a su lado. Y allí, en ese ataúd, vi con horror el esqueleto de Lestat, debajo de una tapa de cristal, con la piel arrugada y presionada sobre la mismísima textura de sus huesos, y sus ojos como unos agujeros, y su cabello rubio y ondulado sobre la seda blanca.

La procesión se detuvo. Los fieles siguieron su camino, llenando, silenciosos, las polvorientas hileras de bancos. Y Claudia, dándose vuelta con su libro, lo abrió y levantó el velo negro de su rostro, sus ojos fijos en mí cuando su dedo dobló la página.

—Y ahora estás condenado en la tierra —susurró, y su susurro hizo un eco en las ruinas—. Y ahora estás condenado en la tierra, que ha abierto su boca para recibir la sangre de tu hermano. Mientras labres esta tierra, a partir de ahora no le darás fortaleza. Serás un fugitivo y un vagabundo en la tierra.., y la venganza contra quien te mate será siete veces siete.

Le grité; grité y el grito se elevó desde las profundidades de mi ser como una inmensa fuerza negra que rompía mis costillas y enviaba mi cuerpo rodando contra mi voluntad. Un gemido espantoso salió de los penitentes, un coro que creció cada vez más alto cuando me di vuelta para ver a todos a mí alrededor, empujándome en el pasillo contra los mismos costados del ataúd. Me di la vuelta para recuperar el equilibrio y me encontré apoyado en él con ambas manos. Y permanecí allí contemplando no los restos de Lestat, sino el cuerpo de mi hermano mortal. Una quietud cayó como si el velo hubiera caído sobre todos y disuelto sus formas debajo de sus silenciosos dobleces. Allí estaba mi hermano, joven y rubio y dulce como había sido en la vida, tan real y cálido que jamás lo podría haber recordado así; estaba tan perfectamente recreado, era tan perfecto en todos sus detalles... Sus cabellos rubios estaban peinados encima de su frente, los ojos los tenía cerrados como si durmiera, sus dedos suaves estaban aferrados al crucifijo sobre el pecho, y sus labios se veían tan rosados y sedosos que casi no pude soportar verlos y no tocarlos. Y justo cuando estiré la mano para tocarlos, la visión se disolvió.

Aún estaba sentado en la catedral ese sábado por la tarde, rodeado por el espeso olor de la cera en el aire inmóvil. La mujer de las estaciones había desaparecido y reinaba más oscuridad que antes a mí alrededor. Un niño apareció con la negra casaca de monaguillo, con un largo apagador dorado. Ponía el pequeño cono sobre una vela y luego sobre otra, y sobre otra. Yo estaba estupefacto. Me miró y se alejó como para no molestar a un hombre profundamente concentrado en la oración. Y entonces, cuando él avanzaba hacia el próximo candelabro, sentí una mano sobre mi hombro.

Que dos seres humanos pudieran acercarse tanto a mí sin que los oyese, sin que me importase, me indicó en mi interior que yo estaba en peligro, pero no me importó. Levanté la mirada y vi que se trataba del sacerdote canoso.

—¿Quiere la confesión? —me preguntó—, Estaba por cerrar la iglesia.

Entrecerró los ojos detrás de sus gruesos lentes. La única luz provenía ahora de los pequeños vasos rojos con velas que ardían delante de los santos, y las sombras subían por los altos muros.

—Usted tiene problemas, ¿verdad? ¿Le puedo ayudar en algo?

—Es demasiado tarde, demasiado tarde —le susurré, y me puse de pie para irme.

Se apartó de mí, al parecer sin notar aún nada de mi aspecto que lo pudiera alarmar, y me dijo bondadosamente, como para tranquilizarme:

—No, aún hay tiempo. ¿Quiere venir al confesionario?

Por un momento lo miré. Sentí la tentación de sonreír. Entonces se me ocurrió aceptar. Pero incluso cuando lo seguía por el pasillo, en las sombras del vestíbulo, sabía que no sería nada, que era una locura. No obstante, me arrodillé en el pequeño cubículo de madera, con mis manos cruzadas y él se sentó dentro del confesionario y abrió la ventanilla para mostrarme el esbozo mortecino de su perfil. Lo miré un momento. Y entonces dije, levantando la mano para hacer la señal de la cruz.

—Bendígame, padre, porque he pecado, he pecado tan a menudo y hace tanto tiempo que no sé cómo cambiar ni cómo confesar ante Dios todo lo que he hecho.

—Hijo, Dios es infinito en su capacidad de misericordia —me dijo—. Díselo a El de la mejor manera que conozcas y desde el fondo de tu corazón.

—Asesinatos, padre, muerte tras muerte: la mujer que murió hace dos noches en Jackson Square. Yo la maté. Y a miles de otros antes que a ella, uno o dos por noche, padre, durante setenta años. He caminado por las calles de Nueva Orleans como el Segador Maldito y me he alimentado de vida humana para mantener mi propia existencia. No soy un mortal, padre; soy inmortal y condenado, como los ángeles puestos en el infierno por Dios. Soy un vampiro.

El cura me miró:

—¿Qué es esto? ¿Una especie de deporte para usted? ¿Una broma? ¡Aprovechándose de un anciano!

Salió del confesionario con un portazo. Rápidamente abrí la puerta y lo vi de pie.

—Joven, ¿no tiene usted temor de Dios? ¿Sabe usted el significado del sacrilegio?

Me miró furioso. Entonces me acerqué, lenta, muy lentamente, y, al principio, pareció mirarme indignado; luego, confuso, dio un paso atrás. La iglesia estaba vacía, oscura; el sacristán se había retirado y las velas ardían, fantasmales, en los altares más distantes. Producían como una especie de corona, encima de su cabeza cana y de su cara.

—¡Entonces, no hay misericordia! —dije, y, de repente, le puse las manos sobre los hombros.

Lo mantuve en un abrazo sobrenatural, del que no podía esperar apartarse, y lo acerqué aún más a mi cara. Abrió la boca horrorizado.

—¿Ve usted lo que soy? ¿Por qué, si Dios existe, permite que yo exista? —le dije—. ¡Y usted habla de sacrilegios!

Hundió sus uñas en mis manos tratando de liberarse, y el misal cayó al suelo, y su rosario repiqueteó entre los dobleces de su sotana. Fue como si luchara contra las estatuas animadas de los santos. Estiré los labios hacia atrás y le mostré mis dientes virulentos:

—¿Por qué permite Él que yo viva?

Su cara me enfureció, su miedo, su desprecio, su furia. Vi todo eso; era el mismo odio que me había tenido Babette, y él me susurró, pero con pánico mortal:

—¡Déjame, demonio!

Lo dejé, contemplando con fascinación siniestra cómo se alejaba, moviéndose por el pasillo central como si caminara entre la nieve. Y entonces me lancé en pos de él tan rápidamente que en un instante lo abracé con mis brazos estirados, y lo envolví con mi capa en la oscuridad. Hizo un último intento desesperado por desasirse, mientras me maldecía y llamaba en su ayuda a Dios en el altar. Y entonces lo agarré en los primeros escalones de la barandilla de la Comunión y allí lo di vuelta para que me viera, y le hundí los dientes en el cuello.

El vampiro se detuvo.

Un minuto antes, el entrevistador había estado a punto de prender un cigarrillo. Pero ahora se quedó sentado con las cerillas en una mano y el cigarrillo en la otra, inmóvil como un maniquí de vitrina, mirando al vampiro. Éste tenía la vista fija en el suelo. Se dio vuelta de repente, le quitó las cerillas al muchacho de la mano, encendió una y se la ofreció. El chico se inclinó. Inhaló y expulsó el humo rápidamente. Destapó la botella y tomó un largo trago, con sus ojos siempre fijos en el vampiro.

Nuevamente fue paciente, a la espera de que el vampiro reanudara el hilo de la narración.

—No recordaba la Europa de mi infancia. Ni siquiera el viaje a América, en realidad. Que yo hubiera nacido era una idea abstracta. No obstante, ejercía una atracción en mí tan poderosa como Francia puede tenerla para un hombre de las colonias. Yo hablaba francés, leía francés, recordaba haber esperado los informes sobre la Revolución y leído los reportajes de las victorias de Napoleón en los diarios franceses. Recuerdo la rabia que sentí cuando él vendió la colonia de Luisiana a los Estados Unidos. Yo no sabía cuánto del mortal francés aún vivía en mí. En realidad, ya había desaparecido, pero yo sentía un inmenso deseo de ver Europa y de conocerla, lo que me venía no sólo de haber leído toda su literatura y filosofía, sino también de una sensación de haber sido formado en Europa con más profundidad y agudeza que el resto de los norteamericanos. Yo era un
creóle
que quería ver dónde había comenzado todo.

Y entonces, en ese momento, me concentré en ello, empezando a sacar de mis armarios y baúles todo lo que no me fuera esencial. Y la verdad es que muy pocas cosas me eran esenciales. La mayor parte se quedaría en la casa de la ciudad, a la que estaba seguro de retornar tarde o temprano, aunque sólo fuera para pasar mis posesiones a otra parecida y así empezar una nueva vida en Nueva Orleans. No podía concebir la idea de irme para siempre. Pero tenía mi corazón y mis pensamientos en Europa.

Empecé a darme cuenta por primera vez de que podría ver el mundo, si así lo deseaba. Que era, como había dicho Claudia, libre de ir a donde quisiera.

Mientras tanto, ella hizo un plan. Su idea más decidida era que primero debíamos ir a Europa central, donde los vampiros parecían ser más numerosos. Ella estaba segura de que allí podríamos encontrar algo que nos instruyera, nos explicara nuestros orígenes. Pero parecía ansiosa por algo más que respuestas: quería una comunión con los de su propia especie. Lo mencionaba sin cesar:

—Mi propia especie... —y lo decía con una entonación diferente a la que yo podría haber usado.

Me hizo sentir el abismo que nos separaba. En los primeros años de nuestra vida en común, yo había pensado que ella era como Lestat, empeñada en su instinto de matar, aunque compartiera mis gustos en todo lo demás. Ahora sabía que ella era más inhumana de lo que jamás podríamos haber soñado ni Lestat ni yo. Ni la más remota concepción la vinculaba con la simpatía por la existencia humana. Quizás esto explica por qué —pese a todo lo que yo había hecho o dejado de hacer—, ella se aferraba a mí. Yo no era de
su especie.
Simplemente, lo más cercano a ella.

—Pero, ¿no era posible —preguntó el muchacho de repente— enseñarle los resortes del corazón humano del mismo modo que usted le enseñó todo lo demás?

—¿Para qué? —preguntó francamente el vampiro—. ¿Para que sufriera como yo? Oh, te aseguro que debería haberle enseñado algo para impedir que matara a Lestat. Lo tendría que haber hecho por mi propio bien. Pero, ¿ves?, yo había perdido confianza en todo. Una vez caído en desgracia, no tenía confianza en nada.

El muchacho asintió con la cabeza.

—No era mi intención interrumpirle. Usted estaba por llegar a algo —dijo.

—Únicamente a que me fue posible olvidarme de lo que le había sucedido a Lestat concentrándome en Europa. Y la idea de que hubiera otros vampiros también me inspiraba. Ni por un instante había sido cínico acerca de la existencia de Dios. Simplemente estaba alejado de ella. Era un sobrenatural andando por el mundo natural.

Pero teníamos otro asunto importante antes de partir a Europa. Oh, por cierto, sucedió algo importante. Empezó con el músico. Vino la tarde en que yo estaba en la catedral y volvería a la noche siguiente. Yo había despedido a los criados y le fui a abrir en persona. Su aspecto me sorprendió de inmediato.

Estaba mucho más delgado de lo que recordaba. Y muy pálido, con un brillo húmedo en el rostro que sugería la fiebre. Y tenía un aspecto absolutamente miserable. Cuando le dije que Lestat se había ido, al principio se negó a creerme y empezó a insistir en que Lestat le tenía que haber dejado algún mensaje, algo. Y luego subió por la rué Royale, hablando solo como si apenas se diera cuenta de que había gente a su alrededor. Lo seguí hasta un farol de gas.

—Te dejó algo —dije, y rápidamente busqué mi cartera en el bolsillo. No sabía cuánto tenía, pero pensé dárselo a él. Eran varios centenares de dólares. Se los puse en las manos. Eran tan flacas que le pude ver las venas azules pulsando bajo la piel acuosa. Entonces se entusiasmó, y sentí que el asunto era algo más que el dinero.

—Entonces, él habló de mí. ¡Le dijo a usted que me diera esto! —dijo, aferrado al dinero como si fuera una reliquia—. ¡Le debe haber dicho algo más!

Me miró con sus ojos hinchados, atormentados. No le contesté de inmediato porque, en ese instante, vi las heridas en su cuello. Dos marcas rojas como rasguños a la derecha, justo encima del cuello sucio de la camisa. El dinero temblaba en su mano; estaba ajeno al tránsito de la tarde, a la gente que pasaba a nuestro lado.

—Guárdalo —susurré—. Él habló de ti; dijo que era importante que continuaras con tu música.

Me miró como anticipando algo más.

—¿De verdad? ¿Y dijo algo más? —me preguntó.

No supe qué decirle. Hubiera inventado algo que lo podría haber aliviado y mantenido alejado de mí. Me resultó doloroso hablar de Lestat; las palabras se me evaporaban en los labios. Y las heridas del cuello me dejaron perplejo. Al final, le dije tonterías al muchacho: que Lestat le deseaba un buen porvenir, que regresaría, que la guerra parecía inminente, que tenía negocios allí pendientes... El joven se aferraba a cada palabra mía como si no pudiera tener suficiente y me empujara a hablar para oír lo que él quería escuchar. Estaba temblando; el sudor le salía por la frente y, como pidiendo más, súbitamente se mordió el labio y me habló:

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