Entrevista con el vampiro (36 page)

BOOK: Entrevista con el vampiro
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La cabeza me daba vueltas. Un común dolor de cabeza humano. Deseé alejarme de esos vampiros. Únicamente la figura distante de Armand me clavaba en el sitio pese a sus advertencias. Ahora parecía remoto, aunque a menudo sacudía la cabeza y pronunciaba unas pocas palabras aquí y allí, de modo que parecía formar parte de ellos; y su mano se levantaba ocasionalmente de la garra de león de su silla. Mi corazón latió cuando lo vi de esa manera; vi que nadie había pescado su mirada cuando me encontré con ella y nadie la encontraba de tanto en tanto como yo. No obstante, se mantuvo distanciado de mí y sólo sus ojos retornaban a mí. Su advertencia seguía resonando en mis oídos; sin embargo, la descarté. Me quería ir del teatro y allí estaba reuniendo una información que, como mínimo, me era inútil e infinitamente aburrida.

—Pero, entre vosotros, ¿no existe el crimen, algún delito máximo? —preguntó Claudia. Sus ojos violetas estaban fijos en mí, incluso en el espejo, cuando me encontraba de espaldas a ella.

—¿Un delito? ¡El aburrimiento! —gritó Estelle y señaló a Armand con su dedo blanco; él se rió un poco con ella desde su distante posición al otro lado de la habitación—. ¡El aburrimiento es la muerte! —gritó ella, y mostró sus colmillos de vampira, de modo que Armand se llevó la lánguida mano a la frente en un gesto teatral de pánico y condena.

Pero Santiago, que observaba con las manos a la espalda, intervino:

—Un delito —dijo—: Sí que lo hay; un delito por el cual buscaríamos a otro vampiro hasta darle muerte. ¿Os podéis imaginar de qué se trata? —Miró a Claudia, luego a mí y volvió al rostro imperturbable de Claudia—. Vosotros deberíais saberlo, ya que sois tan misteriosos acerca del vampiro que os creó.

—¿Por qué? —preguntó ella, abriendo los ojos apenas y las manos aún inmóviles sobre las piernas.

Un murmullo se oyó en la habitación, primero en un rincón luego en todo el recinto. Y todos los rostros se dirigieron a Santiago, que permaneció con las manos a la espalda, de pie frente a Claudia. Sus ojos brillaron cuando se percató de que tenía la palabra. Y entonces, vino en mi dirección, se puso detrás de mí y, con una mano sobre mi hombro, dijo:

—¿Acaso tú no sabes de qué crimen se trata? ¿No te lo dijo tu maestro vampiro?

Haciéndome dar vuelta lentamente con esas manos intrusas y ya conocidas, me tocó el corazón levemente siguiendo el ritmo de sus palabras.

—Es el delito que significa muerte para cualquier vampiro que lo cometa. ¡Se trata de matar a tu propia especie!

—¡Aaah! —exclamó Claudia, y se puso a reír a carcajadas; caminó por la sala con su vestido de seda, a pasos firmes; me tomó de la mano—. Me temía que fuera haber nacido, como Venus, de la espuma. ¡Como nos pasó a nosotros! ¡Un maestro vampiro! Vamos, Louis, vamos —me dijo y me hizo un gesto para que la siguiera.

Armand se reía. Santiago quedó en silencio. Y fue Armand quien se puso de pie cuando llegamos a la puerta.

—Seréis bienvenidos mañana por la noche. Y la noche siguiente.

Pienso —siguió contando el vampiro, tras una pausa— que contuve la respiración hasta que llegamos afuera. Caía la lluvia y toda la calle parecía triste y desolada, pero hermosa. Volaban unos pocos pedazos de papel en el viento; un carruaje brillante pasó con el ruido pesado y rítmico de los cascos de los caballos. El cielo era de un violeta pálido. Caminé rápidamente con Claudia a mi lado. Cuando se cansó de mis largos pasos, me la puse en los brazos.

—No me gustan —dijo con una furia acerada cuando nos acercábamos al Hotel Saint-Gabriel. Su entrada inmensa e iluminada estaba silenciosa en aquellas horas cercanas al alba. Pasé al lado de los empleados semidormidos—. ¡Los he buscado por medio mundo y los detesto!

Se quitó la capa y la arrojó en un rincón de la habitación. Un golpe de lluvia azotó los vidrios del balcón. Me encontré apagando las luces una a una y levantando el candelabro hasta las lámparas de gas como si fuera Lestat o Claudia. Y entonces, al ver el sillón de terciopelo que había deseado en aquel sótano, me desplomé en él. Por un momento el cuarto pareció relumbrar a mí alrededor; cuando fijé la vista en el marco dorado del cuadro de árboles y aguas serenas, se deshizo el embrujo de los vampiros. Ahí no nos podían tocar y, no obstante, yo sabía que eso era una mentira, una estúpida mentira.

—Estoy en peligro, en peligro —dijo Claudia con furia latente.

—Pero, ¿cómo pueden saber lo que le hicimos? Además, ¡los dos estamos en peligro! ¿Piensas por un momento que no reconozco mi propia culpabilidad? Y si tú fueras la única... —estiré mis brazos en su dirección cuando se me acercó, pero sus ojos furiosos se posaron en mí y dejé que mis manos cayeran a un costado—, ¿piensas que te abandonaría en el peligro?

Ella sonrió. Por un instante, no pude creer en mis propios ojos.

—No, Louis, tú no lo harías. Tú no lo harías. El peligro me ata a ti.

—El amor me ata a ti —dije en voz baja.

—¿El amor? —murmuró—. ¿Qué quieres decir con el amor?

Y entonces, como si se percatara del dolor en mis facciones, se me acercó y me puso las manos en las mejillas. Estaba fría, insatisfecha, del mismo modo en que yo me sentía frío e insatisfecho, provocado por aquel chico mortal, pero insatisfecho.

—Tú siempre has dado mi amor por sentado. Nosotros estamos unidos... —dije; pero al mismo tiempo que decía estas palabras, sentí que saqueaba mi antigua convicción; sentí el tormento que había sentido la noche anterior cuando ella me provocara con la pasión mortal; me separé de ella.

—Tú me dejarías por Armand si él te hiciera un solo gesto —dijo.

—Jamás... —dije.

—Me dejarías. Y él te quiere tanto como tú a él. Te ha estado esperando...

—Jamás... —repetí, y me levanté, acercándome al armario. Las puertas estaban cerradas, pero no dejarían afuera a los vampiros. Únicamente nosotros podíamos mantenerlos alejados levantándonos tan pronto como nos lo permitiera la luz. Me di vuelta y le dije que se acercara. Ella estaba a mi lado. Quise hundir la cara en su cabello, quise rogarle que me perdonara. Porque, en realidad, ella tenía razón. Sin embargo, yo la amaba; yo la amaba como siempre. Y ahora, cuando la apreté contra mí, ella dijo:

—¿Sabes lo que dijo una y otra vez sin siquiera abrir los labios? ¿Sabes en qué estado de trance me puso, cuando mis ojos sólo podían verlo a él, como si pusiera mi corazón en un hilo?

—Entonces, tú lo sentiste... —susurré—. A mí me sucedió lo mismo.

—¡Me dejó indefensa! —dijo ella, y vi su imagen apoyada en los libros del escritorio, y su cuello laxo, como sus manos.

—¿Pero qué dices? ¿Que él te habló, que...?

—¡Sin palabras! —repitió; pude ver que se apagaban las lámparas de gas, las llamas demasiado sólidas en su inmovilidad; la lluvia golpeaba en los vidrios—. ¿Sabes lo que me dijo...? —susurró—. Que yo debía morir, que debía dejarte en paz.

Sacudí la cabeza y, no obstante, en mi monstruoso corazón sentí una ola de excitación. Ella dijo la verdad tal como la creía. En sus ojos había una película vidriosa y plateada.

—Con su presencia me arrebataba la vida —dijo, y sus hermosos labios temblaron de tal manera que no lo pude soportar; la abracé, pero sus ojos continuaron llenos de lágrimas—. Le arrebata la vida al chico que es su esclavo, me la quita a mí, a quien 61 haría su esclava. Te quiere a ti. Te quiere y no tolerará que me interponga en su camino.

—¡No lo comprendo! —me resistí, besándola; quise cubrir de besos sus mejillas, sus labios.

—No, yo lo comprendo demasiado bien —susurró ella ante mis labios, incluso cuando la besaba—. Tú eres quien no lo comprende. La admiración te ha enceguecido, la fascinación por su conocimiento, por su poder. Si supieras cómo sacia su sed con la muerte lo odiarías más de lo que jamás odiaste a Lestat. Louis, jamás debes volver a él. Te lo digo, ¡estoy en peligro!

A la noche siguiente la dejé, convencido de que entre todos los vampiros del teatro sólo podía confiar en Armand. Ella me dejó ir sin ganas, y la expresión de sus ojos me produjo honda preocupación. La debilidad le era desconocida y, sin embargo, sentí miedo, como si algo se quebrara, cuando me dejó salir.

Y me apresuré en mi misión; esperé fuera del teatro hasta que el último de los espectadores se hubo marchado, y los porteros estaban cerrando ya las puertas.

No estoy seguro de que supieran de quién se trataba. ¿Un actor como los demás que no se quitaba la pintura? No importaba. Lo importante fue que me dejasen pasar, y entré; vi a varios vampiros en el recibidor; nadie me importunó y llegué ante la puerta abierta de Armand. Él me vio de inmediato; sin duda había oído mis pasos, y me saludó y rogó que tomara asiento. Estaba ocupado con el chico humano, quien cenaba en el escritorio utilizando un plato de plata con carnes y pescado. Una jarra de vino estaba a su lado y, aunque seguía febril y débil desde la noche pasada, su piel estaba rosada y su calor y su fragancia fueron un tormento para mí. Al parecer no para Armand, quien se sentó en una silla de cuero frente a mí y al lado del fuego y miró al humano con los brazos cruzados. El muchacho llenó su copa y la levantó en un brindis para Armand.

—Mi amo —dijo; sus ojos relampaguearon mientras sonreía.

—Tu esclavo —susurró Armand con voz profunda, que pareció apasionada. Y lo observó mientras el chico bebía. Lo pude ver saboreando los labios húmedos, la carne móvil del cuello mientras bajaba el vino. Entonces el chico tomó un bocado de carne blanca, hizo el mismo saludo y la consumió lentamente, con sus ojos fijos en Armand. Fue como si Armand participara de su fiesta, bebiera esa parte de la vida que ya no podía compartir salvo con los ojos. Aunque parecía concentrado en ello, era algo calculado; no era la tortura que yo sintiera años atrás cuando me quedaba fuera de la ventana de Babette ansiando tener vida humana.

Cuando el chico hubo terminado, se arrodilló con los brazos alrededor del cuello de Armand, como si saboreara de verdad esa piel helada. Pude recordar la primera noche que Lestat se había acercado a mí; cómo le ardían los ojos, cómo le brillaba la cara.

Por último, todo terminó. El chico se fue a dormir y Armand cerró las puertas enrejadas detrás de él. En pocos minutos, pesado con la comida ingerida, estaba durmiendo. Armand se sentó a mi lado y sus grandes ojos hermosos y tranquilos parecieron inocentes. Cuando sentí que me empujaban hacia él, cerré los ojos; deseé que hubiera fuego en la chimenea, pero sólo había cenizas.

—Dijiste que no revelara nada de mis orígenes, ¿por qué? —le pregunté. Fue como si sintiera que yo me defendía, pero no se ofendió; sólo me miró con un leve asombro. Pero yo me sentía inseguro, demasiado inseguro para esa sorpresa, y, una vez más, desvié la mirada.

—¿Mataste al vampiro que te creó? ¿Por eso estáis aquí sin él? ¿Por qué no nos decís su nombre? Santiago cree que lo matasteis.

—Y si eso es verdad, o si no podemos convenceros de lo contrario, ¿trataréis de destruirnos? —pregunté yo.

—Yo no trataría de haceros nada —dijo él con calma—. Pero, como ya te he dicho, yo aquí no soy el jefe en el sentido en que tú crees.

—Sin embargo, ellos creen que tú eres el jefe, ¿no es así? A Santiago ya me lo has quitado dos veces de encima.

—Soy más fuerte que Santiago, más viejo. Santiago es más joven que tú —dijo. Su voz fue simple, desprovista de orgullo. Recalcaba los hechos, simplemente.

—Nosotros no queremos conflictos con vosotros.

—Ya han empezado. Pero no conmigo. Con los de arriba.

—¿Pero qué razón tienen para sospechar de nosotros?

Pareció pensar, con los ojos entornados y el mentón descansando en el puño. Después de unos segundos que me parecieron interminables, levantó la mirada y dijo:

—Te podría dar razones: que son demasiado callados; que los vampiros del mundo son muy pocos y viven aterrorizados, peleándose entre ellos, eligiendo con cuidado sus pares, asegurándose de que respetan mucho a los demás vampiros. En esta casa hay quince vampiros y ese número es cuidado con meticulosidad. Se teme mucho a los vampiros débiles; te lo debo decir. Es obvio que tú eres imperfecto para ellos: piensas demasiado, sientes demasiado. Como tú mismo dijiste, la frialdad del vampiro te tiene sin cuidado. Y luego está esa niña misteriosa: una niña que no puede crecer, que jamás puede bastarse a sí misma. Yo ahora no transformaría a este chico en vampiro aunque su vida, que para mí tiene mucho valor, estuviera en serio peligro. Porque es demasiado joven, sus miembros no tienen la fuerza suficiente; apenas ha saboreado su copa mortal. ¿Qué clase de vampiro la creó a ella?, se preguntan. Por tanto, ¿ves?, llevas contigo esos fallos y ese misterio y, sin embargo, te mantienes en completo silencio. En consecuencia, no se puede confiar en ti. Santiago está buscando una excusa. Pero hay otra razón más cercana a la verdad que todas las que te acabo de enumerar. Y es la siguiente: cuando tú encontraste por primera vez a Santiago en el Barrio Latino, tú, por desgracia..., le dijiste que era un bufón.

—Aaaah —exclamé.

—Quizás hubiera sido mucho mejor que te hubieses callado —dijo; y sonrió para ver si yo comprendía la ironía de sus palabras.

Me recosté en el respaldo, meditando acerca de lo que acababa de decirme, y lo que más sopesé fueron las admoniciones que me había hecho Claudia: que este joven de ojos generosos le había dicho: "Muere". Aparte, sentí que en mí se acumulaba cada vez más el disgusto contra los vampiros de arriba.

Sentí un deseo abrumador de sincerarme con él y contarle todas estas cosas. Del miedo de Claudia, no, todavía no; aunque no pude creer, cuando lo miré a los ojos, que hubiese tratado de ejercitar ese poder con ella. Sus ojos decían: vive. Sus ojos decían: aprende. Y, ah, cuánto deseé confiarle todo lo que yo no llegaba a comprender; lo que me había escandalizado que, después de tantos años de búsqueda, esos vampiros de arriba hubieran hecho de la inmortalidad un círculo de diversiones y de conformismo baratos. Empero, a través de esta tristeza, de esta conclusión, me di cuenta con claridad de todo: ¿por qué habría de ser de otra manera? ¿Qué había esperado? ¿Qué derecho tenía para estar tan amargamente desilusionado con Lestat hasta el punto de dejarlo morir? ¿Por qué no me había mostrado lo que debía encontrar en mí mismo? Las palabras de Armand, ¿cuáles habían sido?:
El único poder existente está dentro de nosotros mismos...

—Escúchame —dijo entonces—. Debes alejarte de ellos. Tu rostro no esconde nada. Tú te sincerarías si yo te hiciera una pregunta. Mírame a los ojos.

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