Les ayudaron en ello sus colegas de la industria forestal. A los ingenieros de montes australianos, todo hay que decirlo, les gusta talar árboles. No se les puede culpar del todo —al fin y al cabo es con lo que se ganan la vida— y sin duda son menos descuidados ahora que en períodos anteriores, pero se les permitió cargarse tanto bosque durante tanto tiempo que todavía necesitan una atenta vigilancia. Se trata de elementos, para que os hagáis una idea, capaces de describir la tala como «el método de regeneración con luz solar» sin ruborizarse. Es decir, Australia es el menos boscoso de los continentes (exceptuando la Antártida, evidentemente) y sin embargo es también el mayor exportador mundial de astillas de madera. No soy ninguna autoridad, y que yo sepa todo esto se gestiona con el mayor cuidado (al menos esta es la impresión que pretende dar el Departamento Australiano de Conservación y Explotación de la Tierra), pero a mí me parece que existe una cierta discrepancia matemática entre tener muy pocos árboles por una parte y ser la industria de exportación de astillas de madera más dinámica del mundo, por la otra. Una cosa está clara: existen menos bosques de
jarrah
de los que había, y muchos menos de los irreemplazables
karris
. En opinión de William J. Lines, entre 1976 y 1993 Australia perdió una cuarta parte de los bosques de
karris
para hacer astillas de madera. ¡Para hacer astillas de madera! Repito, es gente que necesita vigilancia.
Pero aunque no tuviera bosques tan singulares, el extremo suroeste de Australia sería una zona interesante. Se extiende a lo largo de 280 km desde Cape Naturalista, en el Océano Índico, a Cape Knob, en el océano meridional, y es otra de esas invasiones inesperadas de exuberancia que se producen en Australia de vez en cuando. Es parecido al Valle de Barossa de Australia Meridional, pero tan discreto y sin pretensiones que ni siquiera tiene nombre. En Australia encuentras rótulos orientativos por todas partes —Sunshine Coast, Northern Tropics, Mornington Peninsula, Atherton Tablelands— pero el apelativo más concreto que vi en la región fue «el extremo meridional de Australia Occidental». Deberían afinar un poco más. Sin embargo, en lo que a la tierra y los mares se refiere, no es necesaria ninguna mejora.
Ya fuera porque mi aventura australiana estaba llegando a su fin y me sentía conmovido, porque había pasado gran parte de las dos semanas anteriores inmerso en paisajes interminables y áridos, o porque no conocía casi nada de la zona (nadie que no sea de Australia Occidental la conoce) y por consiguiente no tenía expectativas que pudieran frustrarse, el caso es que me cautivó enseguida. Era como si hubieran juntado las partes más agradables y menos ostentosas de Europa y Norteamérica: las tierras bajas escocesas, el valle de Meuse de Bélgica, el altiplano de Michigan, los pastizales de Wisconsin, Shropshire o Herefordshire en Inglaterra; lugares hermosos pero no tanto como para recorrer grandes distancias para verlos. No era el paisaje más imprescindible del mundo, pero era seductor, acogedor y completo. Lo bauticé —y desde aquí lo ofrezco gratis mientras no encuentren algo mejor— como Península Agradable. («¡Donde todo es… bastante bonito!»)
Pasé un buen día —un día muy agradable— conduciendo entre bosques y suaves colinas, me crucé con ordenados huertos y viñas de color verde botella, por carreteras comarcales serpenteantes que seguían indefinidamente hacia el mar azul y soleado. Era un pequeño reino bendito. Me paré a menudo en los pueblos —Donnybrook, Bridgetown, Busselton, Margaret River— a tomar un café, fisgar en las librerías de segunda mano y caminar por un paseo de madera o una playa de dunas.
Pasé la noche en Manjimup, en el límite del bosque del sur, y por la mañana me levanté temprano y descansado y seguí sin demora en dirección a los Parques Nacionales de Shannon y Mount Frankland. A los pocos minutos llegué a un bosque fresco y verde de una erecta y majestuosa grandiosidad. Aquello parecía muy prometedor. Pero me dirigía a un lugar llamado el Valle de los Gigantes, una atracción turística de reciente creación que me habían dicho que no me perdiera. Se lo llama Tree Top Walk, y como su nombre indica es un paso elevado, una pasarela entre la arboleda de
tingles
, otra de las raras especies de eucaliptos gigantes que sólo se encuentran en la región. Había dado por supuesto que se trataba de una atracción, pero me enteré de que los
tingles
, con toda su grandiosidad, son delicados y dependen de los pocos nutrientes que encuentran en su base, y que el constante pisoteo de los visitantes interfería en la descomposición de la materia orgánica y ponía en peligro su bienestar. El Tree Top Walk pues, no sólo es una insólita diversión y una nueva perspectiva para los visitantes, sino que los mantiene a una distancia segura y conveniente.
Para llegar al Tree Top Walk hay que recorrer un par o tres de kilómetros por un bosque costero cercano al pueblo de Walpole. Llegué cuando estaban abriendo, pero el aparcamiento ya estaba casi lleno. Había mucha gente a la entrada y curioseando en la pequeña tienda. El complejo lo gestiona el Departamento de Conservación y Explotación de la Tierra y, como en el Parque del Desierto de Alice Springs, era un impresionante ejemplo de un departamento gubernativo capaz de hacer algo innovador y de hacerlo bien. Esa gente nos sería muy útil en el Mundo Conocido.
El Tree Top Walk merece ser mundialmente famoso. Consiste en una serie de rampas voladizas de metal, como pasarelas industriales, situadas a respetable altura de algunos de los árboles más bellos e imponentes del mundo. El Tree Top Walk es una construcción impresionante. Recorre unos seiscientos metros y en sus puntos más altos está a unos treinta y seis metros del suelo —una altura considerable, creedme, cuando miras desde el borde de una barandilla que te llega a la cintura—. Como la superficie del suelo es una parrilla que te permite ver hacia abajo —y además te impulsa a hacerlo— pasar por ella te da una sensación de chulería y atrevimiento. Me encantó. Hay árboles más grandes que el
tingle
(incluso los fresnos de Australia oriental son algo más altos) y sin duda hay árboles más bellos, pero no creo que haya ejemplares que sean ambas cosas a la vez. Las sequoias alcanzan alturas más vertiginosas, pero su tronco no tiene gracia: es como un palo de escoba con cuatro clavos. Los
tingles
tienen una copa más ancha y se expanden exuberantes. Esa es la diferencia. No se puede encontrar un árbol mejor.
Lo recorrí dos veces, admirado. Hasta que no me encontraba a medio camino de la segunda vuelta no me di cuenta de que aquello estaba lleno de gente y de que yo, como los demás, compartía la experiencia con los que me rodeaban, señalando detalles a desconocidos y atendiendo a quienes me los señalaban a mí. Rara vez entablo conversación con niños que no conozco pero allí hablé con dos chicos —dos hermanos de Melbourne muy listos, de diez y doce años, que estaban de vacaciones con sus padres— intentando recordar si había koalas en Australia Occidental y elucubrando si podríamos ver alguno en las copas de los árboles. Después su padre se unió a nosotros y lo discutimos con él. Entonces llegó la madre y me miró. «Oiga, está muy quemado» me dijo, preocupada, y me ofreció su crema protectora. Rechacé el ofrecimiento pero se lo agradecí de corazón.
Fue reconfortante ver aquello como una experiencia solidaria, compartiendo observaciones y productos farmacéuticos. Me recordaba mi paseo por los parques de Adelaida el Día de Australia, cuando centenares de personas parecían estar —o efectivamente estaban— divirtiéndose juntas. Aquello tenía el mismo ambiente de empresa común. En el sentido antropológico más elemental, era un acontecimiento social.
Pero entonces no fui consciente de lo importante que es este componente en la vida australiana, hasta que descendí a tierra para dar un paseo por una zona llamada el Antiguo Imperio. Consistía en un sendero de tablones que formaba un gracioso círculo en otra parte del bosque. A su modo era casi tan entretenido como el Tree Top Walk —estar al pie de un círculo de
tingles
, con la cabeza inclinada hacia atrás para abarcar su remota altura, es una experiencia que marca tanto como pasear a pie por la frondosa pasarela— pero como los tablones no eran nuevos ni encumbrados, nadie pasaba por allí. Lo disfrutaba yo solo, y en lugar de alegrarme por haber encontrado un poco de soledad, como habría sido lo normal, me sentía inesperadamente solo. «¡Eh, vosotros!» tenía ganas de gritar. «¡Venid a ver esto! Es estupendo. ¡Bajad aquí conmigo! ¡Quien sea! ¡Por favor!».
Pero naturalmente no grité. Miré larga y respetuosamente. En un momento de ensoñación se me ocurrió que aquel bosque era una buena metáfora de Australia. Era al mundo arbóreo lo que Charles Kingsford Smith a la aviación o los aborígenes a la prehistoria: inexplicablemente olvidado. De todos modos, me parecía sorprendente que pudiera existir en esa zona tan limitada uno de los árboles más raros e imponentes, formando un bosque de una belleza consumada y singular, y que casi nadie hubiera oído hablar de él fuera de Australia. Pero esa es la gracia de Australia, claro: que está llena de maravillas desconocidas.
Y con esta idea en la cabeza, me marché de allí; a su manera discreta, era una de las más sorprendentes maravillas del país.
Cuando volvía en coche a Sydney desde Surfers Paradise, me detuve en una bonita ciudad universitaria llamada Armidale, en el noreste de Nueva Gales del Sur. Mientras paseaba sin rumbo por sus agradables calles, encontré un edificio de aspecto oficial llamado Administración de Recursos Minerales y, no sé por qué, entré. Siempre me había preguntado por qué existe tanta abundancia mineral en Australia y no en mi jardín, por ejemplo, y entré pensando que a lo mejor habría alguien que pudiera explicármelo. Una de las delicias de curiosear periodísticamente en una sociedad tan alegre y abierta como Australia es que puedes presentarte en un sitio como la Administración de Recursos Minerales sin nada concreto en la cabeza, y el personal te invita a entrar y te responde a las preguntas que te apetezca hacerles.
El resultado es que pasé media hora con un amable geólogo llamado Harvey Henley, que me dijo que Australia no está como se cree repleta de recursos minerales, al menos desde el punto de vista de riqueza mineral por metro cuadrado. Es sencillamente que tiene muchos metros cuadrados, relativamente poca población y una historia breve; por consiguiente, gran parte del país está sin explorar. Para que lo entendiera, me llevó a su zona de trabajo a mostrarme lo que hacía para ganarse la vida. Elaboraba mapas geológicos, grandes y meticulosamente detallados, enrollados como cianotipos, que extendió sobre la mesa con respeto, como si fueran antiguas ediciones. Incluso para un ojo no experimentado era evidente que registraban todos los montículos y repliegues del paisaje, con énfasis particular en las reservas de esplendor mineralógico. Me explicó que cada uno cubría una porción de Nueva Gales del Sur de 60 km de largo por 40 de ancho y se tardaba en hacerlo de diez a quince años. El equipo de Armidale estaba trabajando en ochenta de estas secciones.
—Menudo trabajo —dije, impresionado.
—Se lo aseguro. Pero siempre encontramos algo nuevo —apartó un mapa para mostrarme el de abajo—. Esto —dijo, golpeando una porción del mapa sombreada en un color pastel— es una nueva mina en un lugar llamado Cadice Hill, cerca de Orange. Contiene unos doscientos millones de toneladas de arena con mineral.
—Y ¿eso es bueno?
—Es muy bueno.
—Veamos —dije reflexivamente, intentando hacerme una idea general— si se tarda de diez a quince años en elaborar un mapa que cubre una sección de tierra de 60 por 40 km, y si hay ocho millones de kilómetros cuadrados en Australia, ¿qué parte del país se ha estudiado hasta ahora?
Me miró como si le hubiera hecho una pregunta muy tonta.
—Pues casi nada.
Esta idea me pareció muy interesante.
—¿En serio? —dije.
—Seguro.
—Entonces —seguí pensativamente— si me lanzaran en paracaídas en un lugar del
outback
elegido al azar, por ejemplo en el desierto de Strzelecki, ¿caería en una porción de tierra que nunca ha sido estudiada?
—¿Oficialmente estudiada? Casi seguro.
Me paré un momento a digerirlo.
—¿Cuánta riqueza mineral habrá todavía por descubrir?
Me miró con la amplia sonrisa de quien confía en el trabajo.
—Nadie lo sabe —dijo—. Es imposible predecirlo.
Pensemos en esto un momento mientras me acompañáis por la solitaria carretera costera del norte de Perth a Darwin, a 4.163 km de distancia. Aquí, cerca de la costa, hay pocas ciudades y numerosas granjas, pero hacia el interior, más allá de las bajas y verdes colinas de la derecha, y con sorprendente rapidez, nos encontraríamos en un desierto traicionero y desorientador. Nadie sabe con certeza lo que hay allí. Es una idea que me resulta terrible y estimulante a la vez. Todavía se hacen descubrimientos casuales en los países que no han sido totalmente explorados. Hace poco, llegó un tipo sonriente de los desiertos occidentales arrastrando una pepita de oro de 27 kg. Era la pepita más grande nunca vista, y estaba tirada en el desierto. ¡Por Dios!
Los especialistas en minas se dedican a estudiar imágenes por satélite y mapas a base de pases de aeroplano a baja altura («mapas de fantasía» los llamó Harvey Henley, despreciativamente), pero la investigación de campo que exige caminar por lechos de río secos y llevarse las rocas para analizar, acaba de empezar. El problema no sólo radica en la inmensidad de Australia —aunque esto ya es bastante desalentador, francamente— sino en el riesgo que representa explorar tierras desconocidas. Como manifestó el paleontólogo británico Richard Fortey: «Aparecían pistas durante breves períodos, que desaparecían en ambiguas marcas, en cuyo caso se aconseja al desconcertado y ansioso pasajero que mire por la ventana en busca de ramitas rotas que indicarían el paso de un vehículo […] Es terriblemente fácil perderse».