—El bistec debe de estar bien.
—Pues bistec entonces —le devolvió la carta—. Cuidado con la ciguatera —le gritó—. Y las cervezas que no paren —añadió aún.
Fue una cena estupenda, y después volvimos al bar donde, entre las maravillosas necedades del alcohol, conseguimos reunir todos los síntomas que hacía poco nos habíamos esforzado tanto por evitar.
Por la mañana había dejado de llover, pero el cielo estaba oscuro y sucio y el mar picado. Sólo con mirarlo ya me sentía mareado. No soy un enamorado del océano ni de lo que tiene dentro, y la perspectiva de ir botando hasta un arrecife cubierto de lluvia para ver los peces que podía ver cómodamente en cualquier acuario público o incluso en la sala de espera de un dentista, no me resultaba tentadora. Según el periódico de la mañana, se esperaba una marejada de 2,3 m. Le pregunté a Allan, que una vez tuvo un velero y una gorra de capitán y por consiguiente se considera un marinero curtido, si era mucho y él arqueó las cejas como si estuviera impresionado.
—Eso es mucho —dijo.
De aquí pasó a contarme graciosas anécdotas sobre barcos avanzando entre bandazos en mares terroríficos, aunque estuvieran amarrados al muelle. Estando allí sentados, uno de los miembros de la tripulación pasó a nuestro lado.
—¡Viene un ciclón! —dijo de excelente humor.
—¿Hoy? —pregunté en lo que empezaba a ser mi tono quejumbroso habitual.
—¡Puede ser!
Nuestra excursión al arrecife incluía que nos recogieran en el hotel y nos llevaran en autobús a Port Douglas, al barco, a unos treinta kilómetros costa arriba. El autobús llegó a las ocho y media puntualmente. Mientras subíamos, el chófer ponía al público al día sobre los aguijones marinos, con vivas descripciones de gente que no había hecho caso de los carteles de advertencia. De todos modos, nos aseguró que no había medusas en el arrecife. Curiosamente, olvidó mencionar los tiburones, las medusas cofre, los peces escorpión, los corales punzantes, las serpientes marinas o el infame mero, un monstruo de 400 kg que de vez en cuando, por una mezcla de afán de experimentación y estupidez, le arranca un brazo o una pierna a un bañista, luego se acuerda de que no le gusta el sabor de la carne humana y lo escupe.
No puedo describir lo feliz que me hizo llegar a Port Douglas y ver que la barca era enorme —casi tanto como uno de los ferrys ingleses que cruzan el canal—, nueva y reluciente. También me alegró ver, por su bien y por el mío, que ninguno de los miembros de la tripulación manifestaba señal de sufrir la fiebre del dengue. Mientras nos amontonábamos con otros pasajeros que llegaban en otros autobuses, supe por un tripulante que el barco tenía capacidad para 450 personas y que aquel día seríamos 310. También me dijo que tardaríamos unos noventa minutos en llegar al arrecife y que el mar estaba en relativa calma. Había 38 millas marinas hasta Agincourt Reef, donde atracaríamos. Con algo más que un interés pasajero, recordé que fue allí donde habían olvidado a la pareja de americanos.
Al embarcar anunciaron que se distribuirían gratis pastillas para el mareo a los que lo desearan. Fui el primero en acudir.
—Son ustedes muy amables —dije, tragándome un puñado.
—Es mejor que ver gente vomitando por todas partes —dijo la chica sincera y sensatamente.
El viaje hasta el arrecife fue muy agradable, como habían prometido. Es más, salió el sol, aunque fuera débilmente, y cambió el color gris plomo del agua a un tono cercano al cobalto. Dejé a Allan en la cubierta soleada buscando a alguna mujer bien dotada que contemplar y me dediqué a mis notas.
Dependiendo de las fuentes que consultas, la Gran Barrera de Arrecifes tiene 280.000, 340.000 km
2
o una cifra intermedia; mide 1.930 km de arriba abajo, o bien 2.570; es mayor que Kansas, Italia o el Reino Unido. Nadie se pone de acuerdo en dónde empieza y acaba, pero todos reconocen que es muy grande. Incluso con las medidas más modestas, tiene el equivalente en longitud a la costa oeste de Estados Unidos. Y, evidentemente, es un hábitat inmensamente vital: el equivalente oceánico de la selva amazónica. La Gran Barrera de Arrecifes contiene unas mil quinientas especies de peces, cuatrocientos tipos de coral y cuatro mil variedades de moluscos, pero se trata de cifras calculadas a ojo. Nadie se ha dedicado a hacer un inventario exhaustivo. Es demasiado trabajo.
Como consiste en unos tres mil arrecifes separados y más de seiscientas islas, algunos insisten en que no es una unidad y que no se la debería concebir como el espécimen más largo de la Tierra. Esto es como decir que Los Ángeles no es una ciudad porque consiste en muchos edificios separados. Qué más da. Es fabuloso. Y todo gracias a trillones de pequeños pólipos de coral que han trabajado con dedicación y microscópica diligencia durante más de dieciocho millones de años, añadiendo cada uno su grano o dos de grosor al expirar y formando una tumba de silicato. Es impresionante.
Cuando oí que el barco empezaba a hacer el ruido que sugiere una llegada inminente, salí a cubierta a reunirme con Allan. No sé por qué esperaba llegar a un atolón arenoso con algún chiringuito de playa con el techo de paja, pero sólo había mar abierto por todas partes y un largo collar de agua rompiendo suavemente contra un inmenso pontón de aluminio, de dos pisos de altura y grande como para acomodar a 400 turistas. Recordaba a una plataforma petrolífera. Sería nuestro hogar durante las próximas horas. Cuando el barco amarró, todos desembarcamos encantados. Por un altavoz se enumeraron las alternativas que había. Podíamos tomar el sol en tumbonas, bajar a una cámara submarina para ver el mar, coger unas gafas y unas aletas y darnos un baño o dar cómodamente una vuelta por el coral en un barco semisumergible.
Primero fuimos en el semisumergible, una nave donde treinta o cuarenta personas se apretujaban en una cámara transparente bajo el nivel del mar. Era una maravilla. Por mucho que hayas leído sobre la naturaleza de la Barrera de Arrecifes, no estás preparado para lo que vas a ver. El piloto nos paseó por un mundo trémulo de escarpados precipicios de coral y desfiladeros con bordes como hojas de afeitar, todo lleno de colores fabulosos e hirviendo de bancos de peces de una variedad de tamaños increíble: pez mariposa, pez doncella, pez ángel, pez loro, el precioso y coloreado pez colmillo arlequín y el tubular pez tubo. Vimos almejas gigantes, babosas marinas y estrellas de mar, bosquecitos de anémonas ondulantes y el grande y agradablemente aturdido bacalao patata. Fue, como había esperado, como estar en un acuario público, pero (claro está) aquello era salvaje y natural. Será una tontería pero estaba pasmado ante la diferencia entre una cosa y la otra. Vi pasar nadando una gran tortuga a un par de metros del cristal, indiferente a nuestra presencia. En otro lado, curioseando furtivamente por el fondo, había un tiburón del coral de unos sesenta centímetros de longitud pero capaz de pegarte un buen mordisco. Y además de los peces en movimiento y los demás especímenes, admiraba el modo como se filtraba la luz desde arriba, y la forma, la textura y la increíble variedad del coral. Estaba más cautivado de lo que podría describir.
De vuelta al pontón, Allan insistió en que nos bañáramos. A un lado del pontón había unas escaleras de metal para bajar al agua. En lo alto de las escaleras había contenedores con aletas, gafas y tubos de buceo. Nos equipamos y nos lanzamos al agua. Había dado por sentado que caería unos pocos metros más abajo, y me quedé helado —por decirlo suavemente— al darme cuenta de que estaba a unos 30 m del fondo. Nunca me había bañado en aguas tan profundas y me resultó inesperadamente angustioso, tanto como si estuviera flotando en el aire 30 m por encima de la tierra. Tardé unos segundos en registrar este estremecedor descubrimiento, y a continuación mis gafas y mi tubo se llenaron de agua y empecé a ahogarme. Jadeando malhumoradamente, los vacié e intenté colocármelos de nuevo, pero las gafas se me llenaron de agua otra vez. Repetí el ejercicio dos o tres veces con el mismo resultado.
Mientras tanto, Allan estaba buceando como Daryl Hannah en
Splash
.
—Por el amor de Dios, Bryson, ¿qué haces? —dijo—. Estás a metro y medio del pontón y te estás ahogando.
—Me estoy ahogando —una ola me dio de pleno en la cara y emergí escupiendo—. Soy un hijo de la tierra —jadeé—. Esto no es para mí.
Se rió y desapareció. Sumergí un poco la cabeza y lo vi nadando como un torpedo en dirección a un tordo limpiador —un pez ángel del tamaño de un sofá— y me encogí de nuevo ante la profundidad incógnita que había debajo de mí. Había cosas grandísimas: peces como la mitad de un hombre y mucho más en su elemento. Mis gafas se llenaron de agua y volví a escupir. Otra minúscula ola rompió de lleno en mis ojos. Aquello me gustaba menos —muchísimo menos— de lo que esperaba, que ya no era mucho.
Por suerte descubrí más tarde que ésta es una reacción corriente entre los bañistas poco acostumbrados al océano. Se meten en el agua, descubren que están muy lejos de su hábitat, silenciosamente son presas del pánico y se desmayan (una especialidad japonesa, según parece) o les da un infarto (la especialidad de las personas gruesas). Y aquí viene el segundo aspecto interesante. Como los buceadores están en el agua con los brazos y las piernas extendidos y la cara bajo la superficie —es decir, haciendo el muerto— no es posible (o eso me han dicho) saber quiénes bucean realmente y quiénes han muerto. Hasta que no suena el silbato y salen todos del agua (menos un cuerpo curiosamente inerte y enfrascado) no saben que cuentan con uno menos para la merienda.
Afortunadamente, como os estáis suponiendo, esquivé tan desgraciado destino y volví a encararme al pontón. Me senté en una tumbona bajo el suave sol y me sequé con la camisa de Allan. Saqué los artículos de periódico que me había dado Allan Howe sobre la pareja americana que había muerto allí. Ya los había leído, pero ahora que podía vincular los hechos a los lugares volví a repasarlos con más interés.
La historia, o lo poco que se conocía de lo sucedido, es la siguiente. En enero de 1998, Thomas y Eileen Lonergan, de Baton Rouge, Louisiana, que habían realizado un viaje como voluntarios del cuerpo de paz en el Pacífico Sur, estaban de vacaciones en Australia antes de volver a casa cuando fueron a hacer inmersión en el arrecife con una empresa llamada Outer Edge. Al caer la tarde, no volvieron al bote a la hora requerida. Los demás no notaron su ausencia y el bote se marchó sin ellos. Pasaron dos días y medio hasta que se dieron cuenta de su desaparición. No se encontró rastro de ellos.
Sobre el porqué los Lonergan no volvieron al bote de inmersión y qué fue de ellos cuando vieron que habían sido abandonados sólo podemos hacer conjeturas.
Desde donde estaba yo veía muy bien el bote, y un miembro de la tripulación que pasaba por allí me dijo que estaba a tres millas marinas de distancia. (Una milla marina tiene unos cien metros más que una milla terrestre.) Parecía terriblemente pequeño y lejano, pero los Lonergan, que eran expertos submarinistas y se encontraban en su elemento en el agua, podrían haber salvado la distancia sin demasiado esfuerzo. Las condiciones eran perfectas. El mar estaba en calma, la temperatura del agua era de 29 ºC y llevaban trajes de neopreno. Además del pontón, tenían otra alternativa más sencilla, nadar hasta el arrecife de St. Crispin a 1,2 millas marinas, donde podrían haberse encaramado a algunos salientes de coral en espera de que los rescataran. El problema, como me había recordado Alan Howe, era que para llegar a cualquiera de aquellos refugios había que cruzar un tramo de aguas profundas conocidas como guarida de dos grandes pelágicos: dentudos tiburones y algún inefable mero.
A partir de aquí el misterio se hace mayor. Unos días después de su desaparición, los chalecos salvavidas de los Lonergan aparecieron intactos en una playa del continente. Es una pregunta sin respuesta el porqué dos personas abandonadas en el mar se desprenderían de sus chalecos salvavidas. Además, el que los chalecos salvavidas estuvieran en perfectas condiciones indica que no los atacaron los tiburones. El desconcierto fue mayor cuando la policía examinó las pertenencias que habían dejado en el albergue de Cairns, donde se alojaban. Se descubrió que la joven y educada pareja de americanos no era tan feliz como aparentaba. Eileen Lonergan había escrito en su diario que su marido estaba deprimido y que quería «acabar de una vez» en una inmersión. (¡Uau!) y sugería que se la llevaría a ella con él. (¡Doble uau!)
Evidentemente había algo más.
Allan apareció por fin, claramente lleno de energía y sosteniéndose el estómago de una manera que me recordaba a Jeff Chandler en una de sus últimas películas, charlando con un placer tedioso sobre la maravillosa experiencia que había vivido y lo descaradamente enclenque que era yo. Se puso la camisa y se dejó caer en una tumbona a mi lado con expresión de felicidad. Después se sentó y se golpeó el torso con contundencia.
—Esta camisa está mojada —manifestó.
—¿Está mojada? —dije, frunciendo el ceño preocupado.
—Está empapada.
La toqué ligeramente.
—Caramba, sí que lo está —dije.
Según parece, perdían a gente por todas partes en Queensland últimamente. Los diarios del día siguiente iban llenos de artículos sobre la investigación que se había iniciado para estudiar la desaparición en el promontorio de Cape Tribulation hacía unos dos años de Daniel Nute, un joven viajero británico. Nute había salido solo para una excursión de seis horas a Mount Sorrow y había rellenado escrupulosamente los formularios de seguridad que cubren excursionistas para información de los grupos de rescate en caso de que no vuelvan.
Desgraciadamente, el personal del parque nacional no recogió ni comprobó los formularios de seguridad aquel día. Resultó que el personal del parque nacional raramente recogía ni comprobaba los formularios de seguridad. Así que, aunque Nute no volvió, nadie se enteró ni dio la alarma. Aún más increíble es que, aunque Nute había dejado la tienda montada en el terreno de un albergue de Daintree, el personal del albergue no comunicó a las autoridades que llevaba 23 días desaparecido. Un empleado del albergue dijo en la investigación que era «habitual que la gente abandonara la tienda y se marchara sin comunicarlo en recepción».
Es lo más normal.
El resultado fue que cuando se inició la búsqueda, había pasado un mes. Ya no encontraron el cuerpo de Nute.