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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Viajes

En las antípodas (32 page)

BOOK: En las antípodas
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Los australianos de otros lugares te dirán:

—Oh, tienes que ver la Gold Coast. Es espantosa.

—¿Ah, sí? —dices tú, intrigado—. ¿Por qué?

—No lo sé exactamente. Yo no he estado nunca. Sólo faltaría. Pero es como… ¿has visto
La boda de Muriel
?

—No.

—Pues eso. Es igual. Eso dicen.

Por eso estaba interesado por muchos motivos en ver la Gold Coast, y quedé desilusionado en casi todos ellos. De entrada, no es en absoluto cursi. Es otro lugar de vacaciones grande, impersonal, internacional y bien equipado. Podría haber sido Marbella, Eilat o cualquier sitio de los que se han construido en los últimos veinticinco años. Los hoteles eran en su mayoría de grandes cadenas internacionales —Marriott, Radisson, Mercure— de un nivel excepcionalmente alto. Aparqué el coche en una calle lateral y caminé hasta el frente marítimo. Por el camino pasé ante tiendas de una ostentación inesperada: Prada, Hermes, Ralph Lauren. Todo muy elegante. Pero no era interesante en absoluto. No necesitaba hacer 1.300 km para ver toallas de baño Ralph Lauren.

Sin embargo la playa era espléndida: amplia, limpia, soleada, con unas olas perezosas y de mediano tamaño que llegaban rodando desde un mar dolorosamente azul y brillante. El aire era salobre y los chillidos de placer repletos de ozono de los niños y el ambiente era de gente disfrutando. Me senté en un banco y me limité a mirar cómo se divertían los demás. Había leído que las playas de la Gold Coast eran traidoras por las corrientes. Por cierto, salían muchos casos de ahogados en las noticias últimamente. Los medios australianos informan sobre los accidentes en las playas como los periódicos americanos sobre ciclones y huracanes: un fenómeno estacional con muchas estadísticas comparativas. Según los periódicos, ya se habían ahogado 34 personas en lo que iba de año, más que en los anteriores, y el verano todavía iba por la mitad. La mayor parte eran turistas que no sabían detectar las corrientes en el agua ni mantener la calma cuando los pillaba una. Pero muchas veces era culpa de la tontería humana. El
Sydney Morning Herald
citaba el caso en North Avoca Beach de un hombre de cincuenta y dos años que había advertido severamente a la gente que no se bañara en un lugar y después se bañó él y se ahogó. Aquella misma mañana, mientras hacía las maletas en el motel, había visto un programa de televisión matutino donde entrevistaban a un socorrista de Surfers Paradise. Decía que había rescatado personalmente a cien personas la semana anterior, y a un turista lo había salvado dos veces.

—¿Dos veces? —dijo el entrevistador.

El vigilante sonrió ante lo absurdo de la cuestión.

—Sí.

—Pero ¿cómo? ¿Después de salvarlo volvió a meterse en el agua y tuvo que salvarlo otra vez?

La sonrisa se amplió.

—Sí.

Escruté el agua en busca de bañistas en apuros. No podía entender cómo un socorrista era capaz de detectar a una persona que se ahogaba entre los centenares de personas que jugaban y retozaban, pero sin duda lo hacían. Los socorristas australianos son los mejores del mundo sin comparación. En el mismo período en que se ahogaban 34 personas, se salvaba a más de mil: un índice loable, por no decir más.

Finalmente, me paré a tomar un café y después paseé por el barrio comercial, pero Surfers Paradise era prácticamente una sucesión de tiendas que vendían lo mismo —bumeranes pintados y didgeridoos, tiernos koalas y canguros de juguete, postales y libros de recuerdo, estantes y más estantes de camisetas—. En una de las tiendas compré una postal en que se veía un canguro surfeando, y pregunté a la dependienta que me sirvió si sabía dónde estaba el hotel Surfers Paradise original.

—Oh, no lo sé —dijo con cara de culpabilidad, como si hubiera olvidado un secreto que le habían confiado—. Hace poco que vivo aquí —añadió.

Le dije que no importaba y le pregunté de dónde era.

—TCA —viéndome cavilar sin resultado, añadió—. Territorio de la Capital Australiana. Canberra.

Claro.

—¿Qué te gusta más —pregunté—, Canberra o Surfers Paradise?

—Surfers Paradise, sin duda.

Arqueé una ceja.

—Esto está bien, ¿verdad?

—Oh, no —dijo enfáticamente, sorprendida de que la hubiera malinterpretado—. Es Canberra la que está mal.

Le sonreí solemnemente.

Ella asintió con convicción.

—Imagine que tuviera que clasificar las cosas por el placer que le dan. Pues Canberra estaría por debajo de romperse un brazo —sonreí y ella me imitó—. Bueno, al menos si te rompes un brazo sabes que se curará.

Hablaba con el tipo de entonación ascendente habitual en los jóvenes australianos, que convierten las afirmaciones en preguntas. Eso vuelve locos a los mayores, pero personalmente lo encuentro simpático y, a veces, como en este caso, graciosamente sexy.

Salió una supervisora a impedir que nos divirtiéramos demasiado.

—¿Puedo ayudarle? —dijo con un acento raro que hacía pensar en que había dedicado mucho tiempo a algún libro titulado
Corrija su dicción usted mismo
.

También inclinaba la cabeza de una forma rara, un poco hacia atrás, como si temiera que fueran a caérsele los globos oculares.

—Estaba buscando el hotel Surfers Paradise original.

—Ah, lo derribaron hace años.

Esbozó una sonrisa de satisfacción —me recordaba exactamente a William F. Buckley
[*]
— pero era imposible saber si estaba contenta de que lo hubieran derribado o se sentía feliz de dar una mala noticia. Me mostró en el mapa de mi guía dónde había estado.

Les di las gracias a las dos y, agarrando fuertemente mis mapas, encontré el camino hacia el lugar del famoso y ahora irrecuperable hotel Surfers Paradise. Hoy el solar lo ocupa el Paradise Centre, un complejo de tiendas más a tono con el pueblo moderno, porque es horroroso y está lleno de camisetas carísimas.

En el libro de Surfers Paradise que había hojeado en Adelaida, en una fotografía de finales de los cuarenta se veía un hotel encantadoramente desvencijado —parecía que lo hubieran construido por etapas con los materiales que hubiera a mano— con un bar terraza donde la gente tomaba el sol y alcohol en despreocupadas cantidades y parecía feliz de estar allí. Di la vuelta a la manzana, me situé luego enfrente y contemplé el lugar durante un buen rato, pero era imposible imaginar cómo había sido antes, tanto como era imposible imaginar la masacre de Myall Creek en su apacible localización actual. Volví al coche y salí de la ciudad cruzando las franjas de sol y sombra que proyectaban los grandes hoteles y las abundantes palmeras. A la salida de la ciudad entré en la Pacific Highway y me dirigí hacia el sur.

Me esperaban muchas horas de coche hasta Sydney. Por ahora, mi viaje había terminado. Pero volvería, sin duda. No había terminado con el país, ni mucho menos.

TERCERA PARTE
 
EN LOS LÍMITES

—Quiero que sepas —dijo una voz a mi oído mientras el vuelo 406 de Qantas salía disparado como un corcho de unas torres de cumulonimbos monzónicos, ofreciendo a los pasajeros con ventanilla una repentina panorámica de montañas de color esmeralda elevándose en pronunciada vertical desde un mar de plata azulada— que si llega el momento puedes disponer de toda mi orina.

Me giré para dedicar a esta observación toda la atención que se merecía y me enfrenté al semblante solemne y sereno de Allan Sherwin, mi amigo y compañero de viaje provisional. No sería exacto decir que me sorprendió encontrarle sentado a mi lado, porque habíamos quedado en encontrarnos en Sydney y habíamos embarcado juntos en el avión y, pese a todo, verle allí sentado fue algo en cierto modo inesperado, como si necesitara que me pellizcaran. Un par de semanas antes había pasado unos días en Londres antes de volver a Estados Unidos de mi excursión por Oriente Medio, y me había reunido con Allan para discutir un proyecto que tenía pensado. (Es productor de televisión y nos hicimos amigos el año anterior trabajando juntos para una serie de la televisión británica.) En un pub de Old Brompton Road, le conté mis experiencias vividas en Australia hasta entonces y le mencioné que en el siguiente viaje pensaba internarme en las formidables regiones desérticas solo y por tierra. Con la intención de que aumentara su admiración por mí, le había contado espeluznantes historias de viajeros que se habían perdido en el inflexible
outback
. Uno de ellos pertenecía a una expedición de 1850 encabezada por un tal Robert Austin, que se perdieron tanto y se quedaron con tan poca agua en las áridas estepas que se extienden tras el Mount Magnet de Australia Occidental, que sus miembros se vieron obligados a beber su propia orina y la de sus caballos. La historia le había impresionado tanto que me anunció su intención de acompañarme por los tramos más peligrosos del viaje en calidad de chófer y explorador. Yo había intentado disuadirle por su bien, pero no hubo manera. Era evidente que tenía la historia grabada en la mente, a juzgar por su amable oferta de cederme su orina.

—Gracias —contesté— es muy generoso por tu parte.

Asintió con la cabeza con un gesto regio.

—Para eso están los amigos.

—Tú puedes quedarte con toda la que me sobre.

Otro asentimiento regio.

El plan, al que estaba decididamente aferrado, era acompañarme primero a la parte norte de Queensland, donde nos relajaríamos un día entre los bancos fértiles de la Gran Barrera de Arrecifes y luego iríamos en un buen vehículo por un camino lleno de baches hacia Cooktown, una ciudad semifantasmal en medio de la selva, más al norte que Cairns. En cuanto cubriéramos esta aventura de calentamiento, iríamos en avión a Darwin, en el Territorio del Norte —el «Top End»
[*]
como lo llaman cariñosamente los australianos— para cruzar los 1.600 km a través del interior rojizo y chamuscado que lleva a Alice Springs y el imponente Uluru. Después de ayudarme a superar los peores peligros, el heroico señor Sherwin volvería en avión a Inglaterra desde Alice, y me dejaría continuar por los desiertos occidentales solo. No es que creyera que para entonces ya estaría preparado —porque no tenía ninguna confianza en mis capacidades de supervivencia— pero sólo podía dedicarme diez días. Por mi parte, no tenía mayor confianza en él, pero me alegraba tener compañía.

—Sabes —añadí tranquilizadoramente— no creo que sea necesario beber orina en este viaje. La infraestructura de las regiones áridas ha mejorado mucho desde 1850. Creo que ahora tienen hasta coca-cola.

—Bueno, pero el ofrecimiento sigue en pie.

—Y yo te lo agradezco.

Otro intercambio de asentimientos regios y volví a mirar el exótico verdor bajo la agitada ala. Si uno necesita convencerse de que Australia es un lugar del mundo excepcional, el trópico de Queensland es el lugar perfecto para convencerse. De los 500 lugares del planeta con la calificación de patrimonio de la humanidad, sólo trece cumplen los cuatro requisitos de la Unesco, y de estos trece lugares tan especiales, cuatro —casi un tercio— se encuentran en Australia. Es más, dos de ellos, la Gran Barrera de Arrecifes y los trópicos de Queensland, están en este estado. Creo que es el único sitio del mundo donde se juntan dos entornos tan completos.

Tuvimos la suerte de poder llegar. El norte tenía una estación terriblemente lluviosa. El ciclón Rona había arrasado recientemente la costa, provocando una destrucción por valor de 300 millones de dólares, y hacía semanas que otras tormentas menores torturaban la región impidiendo viajar por ella. El día anterior precisamente se habían anulado todos los vuelos. Era obvio, a juzgar por las sacudidas y bamboleos de nuestro aterrizaje en Cairns, que el tiempo seguía envalentonado. El panorama cuando descendíamos era de palmeras, pistas de golf, puertos de recreo, algunos grandes hoteles de playa y muchas, muchas casas de tejado rojo que sobresalían entre el abundante follaje. Dejando a un lado el tiempo, parecía un sitio prometedor.

Ahora que más de dos millones de personas al año van a visitar la Gran Barrera de Arrecifes y se considera un tesoro en todo el mundo, resulta extraordinario lo que tardó en descubrirlo la industria turística. Según el historiador Alan Moorehead en
Rum Jungle
, el relato de un viaje por el norte de Australia en los años cincuenta, aventurarse por el norte de Queensland era semejante a un viaje a las fuentes del Orinoco. Entonces Cairns era una avanzadilla fangosa en la costa, a centenares de kilómetros de distancia, por una carretera que cruzaba la selva, y estaba habitado por gente excéntrica con tendencia fugitiva. Hoy en día es una próspera minimetrópolis de 60.000 habitantes, como tantas otras poblaciones de tamaño similar en Australia excepto por la humedad que cae encima como una toalla caliente cuando sales de la terminal del aeropuerto, y por cierta sana devoción por el dólar del turista. Se ha convertido en un punto de encuentro de mochileros y otros jóvenes viajeros a quienes atrae su reputación de ambiente tropical. Ese día el ambiente estaba oprimido por el peso de esos cielos grises y bajos que amenazan lluvia torrencial en el momento menos pensado. Fuimos en taxi a la ciudad atravesando una estrambótica línea de hoteles, estaciones de servicio y establecimientos de comida rápida. El centro de Cairns era más acogedor, pero daba la sensación de un sitio que se acaba de construir a toda prisa. Tienda sí, tienda no, ofrecía cruceros por el arrecife y expediciones de buceo; el resto vendía camisetas y postales.

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