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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (71 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—Esas cortezas se pueden…

—¿Tu madre te ha contado muchas cosas? —lo interrumpió ella.

—¿De las cortezas?

—¡No, estúpido! ¡De tu padre!

Manuel se encogió de hombros.

—Todo lo que sé de él lo sé por boca de mi abuela Christine. Aunque ella suele hablar más a menudo de mi tío Fritz que de mi padre.

—¿Tu tío también ha muerto?

—No. Vivió aquí largo tiempo, pero se marchó hace mucho. ¡Oh, vaya si puedo entenderlo! A mí también me gustaría…

Emilia ya no lo escuchaba con atención. Sumida en sus pensamientos, se sentó sobre el tronco al que habían retirado la corteza.

—Si no tuviera a mi padre, no soportaría vivir con mi madre —murmuró ella—. Cada día está más rara. ¿Ya te conté que ayer…? ¡Bah, olvídalo, no es tan importante! En realidad, no quiero ni pensar en ello. Mi padre dice que tengo que ser considerada con ella. Que se ha vuelto tan rara porque ha perdido a toda su familia. Primero a su madre, después a su padre y finalmente a su hermano. Para ella, sencillamente, nada ha valido la pena.

—¿Qué? —preguntó Manuel sentándose junto a Emilia.

—Bueno, lo de venirse a Chile —dijo la joven. Entonces Emilia vaciló un instante, pues no estaba segura de si debía continuar; pero, en fin, ahora que él le había revelado su secreto, ella lo hacía partícipe de sus pensamientos más ocultos—. ¿Sabes? Me gustaría que regresásemos a Alemania —dijo ella con expresión de añoranza—. La sobrina de Barbara Glöckner recibe con regularidad cartas de sus familiares. Y la última vez, una prima suya le envió un retrato del emperador Guillermo. Le escribía diciéndole que es un gran hombre y que lleva una barba un tanto curiosa, que…

—¿Cómo? —la interrumpió Manuel, impaciente—. ¿Tu mayor deseo es viajar a Alemania? Siempre pensé que tu mayor deseo era…

El joven se interrumpió. Emilia vio cómo se le enrojecían las mejillas cuando, sin que apenas se notara, se acercó un poco más a ella. Ahora los muslos de ambos estaban muy pegados.

—¿Sí? —le preguntó ella sin preámbulos.

Él sonrió, se puso serio. Entonces, de repente, echó la cabeza hacia delante y la besó en plena boca. Emilia retrocedió, sobresaltada.

Él ya la había besado algunas veces, pero siempre en las mejillas o en la punta de la nariz, jamás en los labios.

—Pues esto —dijo él en voz baja—. Siempre pensé que este era tu mayor deseo.

Ella se estremeció no ya por el frío, sino por el cosquilleo extraño que empezó a extenderse por su cuerpo. Sentía que le ardía la cara y más aún cuando Manuel se volvió a inclinar, esta vez muy lentamente, y la besó de nuevo. En realidad no la besó, sino que apretó sus labios contra los de ella y así los dejó durante un buen rato. Pero aquello, por sí solo, era una familiaridad mayor de la que se había atrevido a tener con ella hasta entonces.

Esta vez Emilia no retrocedió. Esperó que pasara algo más, que sus labios se volvieran más exigentes y que la lengua de él intentara atrapar la suya, que Manuel le echara el brazo por encima. Pero nada de eso sucedió.

Manuel puso fin al beso con una risita nerviosa.

—Emilia… Emilia, ¿quieres casarte conmigo?

Ella no podía negar que se había imaginado muchas veces el momento en que él tal vez le hiciera esa pregunta. Cuando apenas era una niña ya estaba segura de que Manuel se convertiría algún día en su esposo. Sin embargo, la pregunta le llegaba ahora por sorpresa.

Ella soltó una carcajada.

—¡No, no! ¡Lo digo en serio! —exclamó él—. ¡Quiero casarme contigo, Emilia! ¡Y quiero largarme de aquí! Por eso estoy reuniendo todas esas cortezas, para vendérselas a las curtidurías y obtener algo de dinero.

—¿Acaso tú también quieres viajar a Alemania? —preguntó ella. Aunque le parecía algo obvio que ella y Manuel se pertenecían el uno al otro, hasta entonces no había reflexionado nunca sobre cómo sería su futuro en común.

Manuel se levantó de un salto y empezó a caminar, inquieto, de un lado a otro. Su cara cobró una expresión de enfado.

—¡Estamos metidos en un agujero de mala muerte! Desde que tengo uso de razón, siempre se habla de lo mismo. ¡De vacas y cereales! De los caminos cubiertos de lodo, siempre insuficientes, y de que no hay puentes decentes sobre el Maullín. ¡De verdad te lo digo! ¡Ya no aguanto oírlo más! En otros sitios, los alemanes han levantado fábricas de cerveza, destilerías, curtidurías, que ahora son grandes fábricas y reportan muchísimo dinero. Aquí, sin embargo, no hay nada, ¡solo establos y campos de cultivo! ¿Por qué he tenido que nacer en este lago? ¿Por qué no he sido el hijo de un Fehlandt, un Schülcke, un Porchelle, un Hoffmann, un Kunstmann o un Haverbeck? ¡Todos son hombres de éxito! ¡Y han conseguido hacer aquí grandes fortunas! Oh, y el tal Carlos Anwandter…

Emilia había bajado la mirada. No era la primera vez que Manuel echaba pestes sobre la colonia, pero sus palabras furibundas nunca habían llegado a convertirse en esa letanía infinita.

—Bueno, si vendes las cortezas… —empezó a decir ella, a fin de que retomara el tema que los ocupaba.

Manuel se detuvo.

—Sé que está mal eso de andar siempre descontento con lo que le ha tocado a uno. Aunque haya nacido aquí. A fin de cuentas, esos hombres lo lograron todo con su propio esfuerzo y consiguieron ascender. Kilian Meckes, por ejemplo: era un simple carpintero y ahora es infinitamente rico porque ha fabricado muletas y ha construido iglesias. ¡Yo también quiero hacerlo!

—¿Qué? ¿Quieres hacerte carpintero?

—¡Claro que no! —exclamó él, impaciente—. Pero quiero levantar mi propio negocio. He estado… He pensado que podría meterme en el comercio, negociar con máquinas de vapor venidas de Europa.

Emilia frunció el ceño con escepticismo.

—Esas máquinas de vapor son muy caras —dijo la joven—. ¿Piensas que podrás reunir suficiente dinero vendiendo esas cortezas?

—No, claro que no, pero cuando tenga algo reunido, puedo marcharme a Valdivia. Allí hay bancos y estos conceden créditos. Solo tengo que ganarme su confianza, demostrar que soy eficiente y trabajador.

La mirada de Emilia se volvió nostálgica.

—Esas familias a las que pertenecen los bancos… sí que viajan a menudo a Europa. Ya quisiera yo poder…

Manuel se dejó caer nuevamente a su lado, en el tronco.

Ya no parecía enfadado, sino más bien eufórico. Entonces le cogió la mano a Emilia y se la apretó con fuerza.

—En fin, ¿quieres casarte conmigo?

Esta vez fue ella la que se inclinó para besarlo. Su olor le era familiar desde hacía mucho tiempo y ahora también lo era el tacto de sus labios. Estaban algo resecos, pero eran suaves y redondeados. Ella se atrevió a mordisqueárselos un poco, con cuidado, y aquel cosquilleo inundó de nuevo su cuerpo. Solo cuando sus labios se separaron ella se dio cuenta de que no había respondido a su petición.

Capítulo 36

Elisa se abría paso a duras penas por el prado de colihue, cuyas hierbas le llegaban hasta las rodillas; eran duras y afiladas, y se le clavaban dolorosamente en la piel. Dentro de poco, la hierba estaría tan alta que le llegaría a la cintura. Se le escapó un suspiro cuando pensó en el trabajo que le quedaba por delante: recoger el heno. La hierba del colihue no crecía más que las otras, pero era mucho más resistente, razón por la cual había que afilar la hoz con más frecuencia. Pero, fuera como fuera, el esfuerzo valía la pena: aparte de la quila, no había mejor alimento para el ganado en el invierno y casi nadie tenía reses más fuertes y mejor alimentadas que las suyas.

Al final del prado, se detuvo brevemente. Desde allí había la mejor vista, no solo del lago y del Osorno, sino también de sus propias posesiones. Antes siempre había estado demasiado ocupada como para detenerse en ninguna parte, pero ahora a veces paraba y contemplaba con orgullo lo que habían conseguido.

—El trabajo no se te va a escapar —le había aconsejado una vez Annelie—. Esperará por ti pacientemente. ¡Así que descansa un poco mientras tanto y disfruta de la vida!

Elisa no podía recordar cuándo había sido la última vez en todos aquellos años que se había detenido a alegrarse por la vida que llevaba, pero la verdad es que sus posesiones le deparaban cada día una profunda satisfacción. Solo muy de vez en cuando la asaltaba la sospecha de que ese orgullo por las tierras no bastaba para sanar las heridas que ella misma se había infligido y las que había padecido, ni para cubrir el vacío que en ocasiones se abría dentro de ella.

Pero, en fin, ¿acaso Annelie no le repetía una y otra vez que allí había que hacer de lo poco mucho y de la nada algo?

Pues bien, ella, a partir del dolor y de la soledad, de la ofensa y la culpa, había desarrollado ese obstinado amor por las tierras que poseía. Su vista favorita era la de la huerta que había plantado pocos años atrás, rodeada de manzanos, ciruelos, cerezos y setos de bayas comestibles. Con las grosellas había tenido poca suerte, pero las moras habían crecido bien. Además, había plantado hortalizas y flores: los lirios se habían marchitado rápidamente, pero los bulbos de tulipán pronto se abrieron como los azafranes, las rosas y la lavanda, y las flores en forma de campanillas del copihue se mecían suavemente al viento con su brillo rojo.

La huerta se encontraba justo delante de la vivienda, que había ido creciendo notablemente en las últimas dos décadas. Había dividido el salón principal y añadido más superficie habitable, de modo que ahora la planta baja estaba compuesta por tres dependencias, y una buhardilla con dos cuartos. Arriba vivía ella con Manuel. Y debajo vivía Annelie con los dos hijos mayores.

Esta seguía prefiriendo estar entre calderos, pero a veces no cocinaba dentro de la vivienda, sino en la cocina que habían instalado al lado, la cual se encontraba entre el taller, la despensa (donde guardaban las patatas y el cereal) y el almacén para la chicha y la leña. Había también un cobertizo construido expresamente para albergar el molino y la prensa de las manzanas, y detrás, separados por una cerca, estaban los establos: uno para las gallinas y las ocas y otro para las vacas y las ovejas. El final lo ocupaba el granero redondo, llamado
campanario
, donde se trillaba el cereal con la ayuda de los caballos. Desde que habían apostado más por la cría de ganado que por el cultivo de cereal, allí había menos trabajo. Para Elisa aquello era un alivio, ya que no le gustaban especialmente los caballos.

Montaba poco e incluso hubiera preferido renunciar a ellos durante la trilla como hacían antes. Entonces solían poner los manojos de espigas boca arriba y, a continuación, media docena de personas pasaba sus rastrillos por ellas, a un ritmo uniforme, hasta que el grano se desprendía de las espigas. Pero Lu y Leo, que preferían pasar el tiempo haciendo sus excursiones, le habían reprochado varias veces que se empleara tanta mano de obra humana en aquella labor cuando los caballos podían hacerlo con sus cascos.

Durante mucho tiempo, Elisa se había opuesto a ello diciendo que los cascos de los caballos eran menos certeros que los rastrillos y que de ese modo se desperdiciaba demasiado grano, pero al final había cedido. El tiempo pasaba volando y las costumbres cambiaban; solo quedaba el país, la tierra, que lo resistía todo.

Elisa siguió avanzando y pasó junto a la escuela de Jule. Allí dentro no resonaba la voz de esta, sino la de Barbara, que cantaba una canción a voz en cuello, acompañada de los tonos desafinados y graves provenientes del piano que Poldi había hecho traer desde Valdivia el año anterior. Todo el mundo le había vaticinado que jamás lograría que aquel monstruo atravesara el lago sano y salvo, pero él les pagó a unos jóvenes austriacos para que lo llevaran. Venían del pequeño territorio de Braunau, junto a los bosques de Bohemia, y por eso habían llamado a su colonia, que había crecido mucho en el año anterior, la Nueva Braunau. No todos simpatizaban con ellos porque muchos eran católicos, pero eran jóvenes y fuertes y artesanos de talento. Al final, consiguieron llevar el piano hasta allí, pero cada sonido que se generaba en el instrumento sonaba desafinado y hería los oídos.

—¡Por satisfacer a su queridita suegra no se escatiman esfuerzos ni gastos! —protestó Jule.

El piano, que no se sabía muy bien si había sido llevado para Resa o para Barbara, no era el único regalo que Poldi había traído de Valdivia. También había otros instrumentos, como un violín, por ejemplo, que sonaba tan desafinado como el piano, y alguna porcelana valiosa, así como cojines tejidos con frases bordadas: «Que la paz y la tranquilidad del Señor le sean dadas a esta casa».

También Christine poseía algunos de esos lindos cojines, solo que ella no los había comprado, sino que los había bordado ella misma con lemas como «¡El trabajo es el adorno del ciudadano y la bendición bien vale el esfuerzo!» o «Los mejores momentos del mundo se encuentran en el hogar!».

En uno de ellos había una frase que no contenía ninguna moraleja, sino que expresaba únicamente una queja caprichosa: «Somos alemanes y ha de preservarse la lengua alemana, aunque sea de este modo. Los niños solo hablan español».

No cabía duda de que aquello era una exageración porque allí, en la región del lago, todos hablaban alemán. Solo en Valdivia y en Osorno se mezclaban los idiomas. La gente más joven hablaba en una especie de jerga y decían «erntear papas», cuando se referían a cosechar las patatas o «melkear a las vacas» para indicar que las ordeñaban.

Elisa continuó andando, y el canto de Barbara se fue haciendo más tenue. Pasó junto al establo y allí oyó cómo una puerta golpeaba al cerrarse. Primero pensó que no estaba bien cerrada y que el viento la sacudía de un lado a otro, pero, cuando se acercó, vio a Manuel arrodillado bajo una de las vacas.

—¡Manuel! —le gritó a su hijo.

Él no era el único joven que hacía aquello, pero a ella le parecía mal en todo caso: en lugar de ordeñar al animal y verter la leche dentro del cubo para luego servirse de él, jugaban a beber directamente de la ubre de la vaca.

—¿Es preciso que hagas eso? —lo reprendió ella—. Ven a casa. Annelie seguro que tiene…

—No tengo ganas —le respondió él escuetamente, bebió un último trago y se incorporó—. Tengo que irme enseguida.

Elisa apoyó las manos en las caderas.

—¿Adónde, si se puede saber?

Ahora el tono no era de reproche, como el de antes, pero en su fuero interno a Elisa le dolía que Manuel se estuviera alejando de ella cada vez más.

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