En la Tierra del Fuego (19 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Elisa empezó a cambiar el peso de una pierna a otra en cuanto se quedó sola con su madrastra. No sabía qué decir.

—Lo siento tanto —balbuceó por fin—, yo no quería…

Annelie alzó la vista lentamente. Tenía las mejillas demacradas todavía, grises, pero su mirada era tan firme como lo fue su voz a continuación. No había ni un solo rastro de temblor que revelara su sufrimiento.

—Tú tenías razón, Elisa —le dijo ella sobriamente—. Tenías mucha razón. Era el momento menos oportuno para tener un hijo. Yo no lo quería, todavía no, tenía un miedo terrible. Pero me alegré porque tu padre… —Su madrastra se interrumpió; su mirada se apartó de Elisa y recorrió la habitación, buscando algo—. Jule dice que iba a ser un varón —murmuró, finalmente.

—Lo siento muchísimo —dijo Elisa, también en un susurro. Entonces la joven clavó la vista en el suelo y, cuando la alzó, Annelie tenía los ojos cerrados, como si durmiera. Cuando, poco después, Richard regresó con un pedazo de pan, Elisa le impidió que despertara a su mujer.

Cuando anocheció, el mar se había calmado del todo. Ya no soplaba el viento ni las olas se encrespaban en la superficie, que ahora se extendía ante ellos como un manto liso y gris.

Capítulo 8

Durante la tormenta, la naturaleza había mostrado su cara más cruel y ahora les revelaba su lado más hermoso y admirable.

Cuando atravesaron el estrecho de Magallanes, ya vieron la costa: playas azotadas por el viento y una vasta tierra yerma, colinas cubiertas de maleza negra y lagunas con flamencos de color rosa, bancos de conchas y pequeñas islas llenas de musgo y enredaderas. Cuando dejaron detrás el tramo entre la Tierra de Fuego y la Patagonia y llegaron al océano Pacífico, se alejaron otra vez un poco de la tierra, pero la costa continuaba a la vista y el exótico Chile empezó a perfilarse. Era el país que iban a explorar y a ello se disponían con cuidado y temor, con curiosidad y tensión, llenos de esperanza y de asombro. Los colores blanco y verde eran los predominantes en el sur de Chile: blanco era el hielo que flotaba a la deriva en pequeños bloques sobre la superficie del agua, provenientes de aquellas lenguas de glaciares que se adentraban en el mar. Con la niebla, despedían un resplandor frío y azulado y brillaban como piedras preciosas cuando la luz incidía en ellos. Y el verde de los bosques mostraba también muchos matices: un verde acuoso y oscuro allí donde los árboles elevados se agrupaban muy juntos; más claro y arenoso, en cambio, en los prados cuya hierba llegaba a la altura de la cintura. La costa ya no era tan agreste, pero seguía siendo montañosa, y el mar a veces se adentraba en la tierra, en cauces no más anchos que los de un río. La mayor parte del tiempo sobre las cimas de los montes se cernían nubes muy tupidas, pero cuando el cielo se despejaba, las cumbres se alzaban orgullosas hacia lo alto, muchas de ellas coronadas por la nieve centelleante.

Desde que se habían acercado al estrecho de Magallanes, las aves habían empezado a rondar el barco. Ahora llegaban en bandadas y los saludaban, en cada ocasión, con un chillido de entusiasmo: un síntoma de que ya no estaban expuestas a las infinitas vastedades del océano.

Los primeros pájaros parecían cuervos y graznaban como ellos. Fritz Steiner afirmó que pertenecían a la variedad de las golondrinas de mar. A ellas se les unieron muy pronto los albatros, con sus picos puntiagudos y fuertes, y sus alas largas y estrechas: eran aves muy resistentes, dijo Fritz; podían vencer larguísimas distancias y sacaban fuerzas de esas pequeñas pausas que hacían cuando se dejaban caer sobre la superficie del agua.

Los más fascinantes eran los pelícanos, con sus grandes bolsas bajo los picos. Poldi intentó convencer a Katherl de que en aquellas bolsas solían raptar niños, pero en lugar de hacer que se muriese de miedo —que era su verdadero propósito—, la niña se partió de risa.

Ahora todos pasaban mucho rato al aire libre, solo Annelie seguía la mayor parte del tiempo en el camarote, con Richard. Elisa no estaba muy segura de cuál de los dos necesitaba recuperarse. Annelie, que hasta entonces había estado cansada y pálida, se mostraba ahora asombrosamente tenaz. La apatía y los mareos que la habían atormentado de un modo tan brutal durante el embarazo habían desaparecido tras perder la criatura. Por primera vez podía dormir toda la noche y comía con buen apetito, a diferencia de Richard, que permanecía sentado, ausente y confundido, ante los platos rebosantes. Nunca hablaba de lo que le preocupaba, pero la pérdida del hijo tuvo que haber sido para él un golpe más duro que para Annelie. Sus esperanzas de tener un hijo varón se remontaban a tiempo atrás y ya había tenido que sufrir varios reveses. Elisa, sin embargo, no conseguía decirle cuánto lo sentía. Una especie de maldición invisible parecía rodearla, la cual no solo le hacía imposible hallar las palabras adecuadas, sino también mirarlo a la cara. Ella ya le había perdonado la bofetada que le había dado y él ya no decía cosas negativas sobre Cornelius, pero su hija seguía sintiéndose cohibida en su presencia y sentía alivio cada vez que podía huir de su lado.

Finalmente, se fueron acostumbrando a la vista de aquel país, con sus fiordos y glaciares, y un rorcual que apareció un buen día junto al barco y los acompañó durante varias horas les resultó fascinante. Su poderoso cuerpo emergía a cada instante del agua, mostraba el lomo y volvía a desaparecer bajo la superficie. Los niños lo señalaban riendo y chillando, hasta que su atención fue acaparada por otra cosa: pequeños peces que parecían volar por encima del agua. Dos días después, cuando el rorcual ya había renunciado a acompañarlos, vieron, por primera vez, unas orcas de vientre blanco, animales algo más pequeños y rápidos.

Poldi se jactaba de saberlo todo sobre aquellos animales, en especial lo que comían: calamares, pingüinos y focas.

—Prefieren, sobre todo, las más pequeñas, las focas bebés, por así decir.

—¡Eso no es cierto! —le gritó Christl, espantada, pues aquellos animales (a los que ya había visto en manadas sobre los acantilados del estrecho de Magallanes) eran sus preferidos—. ¡Mientes!

Poldi sonrió.

—Las despedazan con sus afilados dientes —afirmó enfáticamente.

—¡Mientes! —gritó de nuevo Christl.

—Así es la naturaleza —intervino Jule Eiderstett—; cada cual debe ver cómo sobrevivir.

Aquella mujer rara vez dirigía la palabra a los niños. En general, evitaba a los adultos. Solo se quedaba a veces cerca de Fritz Steiner, escuchando lo que este tenía que decir sobre las distintas especies animales.

—Parece que sabes mucho acerca de la naturaleza —le dijo ella, y, excepcionalmente, no lo hizo con su hosco tono habitual, sino con una admiración sincera.

También Elisa se había quedado sorprendida por los conocimientos de Fritz y ahora se enteró de dónde los había adquirido.

—Cuando aún vivíamos en Wurtemberg, a menudo iba al museo de Stuttgart los domingos —contó el joven brevemente—. Y también he leído algún que otro libro.

Poldi puso los ojos en blanco, pues al parecer no entendía que alguien pudiera entretenerse con tales cosas.

Pero Jule le preguntó con expresión seria:

—¿Y qué tal Alexander von Humboldt, por ejemplo? Él exploró el continente sudamericano, pero, hasta donde sé, no llegó a Chile.

—Pero Poeppig y Meyen siguieron sus pasos y lo hicieron. Y escribieron relatos de su viaje.

—Y Charles Darwin viajó en 1834, en compañía de Fitz Roy, a lo largo de la costa de la Patagonia. La llamó
páramo verde
.

—Lo sé —dijo Fritz—. También he leído a Darwin.

—Si Christine lo supiera… —murmuró Jule.

Elisa, por su parte, que no salía de su asombro ante aquella conversación, no estaba segura de si con ello Jule se refería al interés de Fritz por el mencionado científico o al hecho de que el niño estuviera dispuesto a hablar con una mujer que su madre había declarado proscrita.

A la propia Elisa los nombres de aquellos científicos no le decían nada. Más bien le interesaban todas las conversaciones que trataban acerca de su futuro en el extraño país. Si en primer lugar lo fundamental había sido sobrevivir a las fatigas del viaje, ahora todos se dedicaban a imaginar cómo sería su llegada al puerto de destino, el de Corral, al que arribarían dentro de una o dos semanas.

—¡Y luego nos entregarán tierras, muchas tierras! —gritó Poldi—. Y nuestra nueva casa será más grande que la que teníamos. Mamá lo ha prometido.

—Pero esa casa, primero, hay que construirla —gruñó el hermano mayor.

—En las publicaciones para emigrantes se decía que Chile es el país más hermoso de América del Sur —dijo Elisa—. No hay animales venenosos ni enfermedades peligrosas. Ni tampoco hay granizadas fuertes, ni terremotos ni malas cosechas.

—El clima se parece al de Italia —añadió Fritz— y, según dicen, sus suelos son muy fértiles.

A Elisa no le pasó por alto que la frente del joven se frunció de un modo imperceptible y su mirada se clavó en la costa cubierta de bosques. De todos modos, por mucho que les alegrara ver por fin la costa de aquel país, lo que estaba a la vista no era en verdad demasiado tentador; todo parecía virgen, como si ningún hombre hubiera pisado jamás aquellos parajes y todo el que lo hiciera tuviera que vencer primero la hostilidad de la naturaleza.

Pero muy pronto volvieron a hablar de las ventajas de Chile.

—Los impuestos no son muy altos —dijo Lukas, excepcionalmente, pues se pasaba la mayor parte del tiempo muy callado—. Y no hay guerras.

—¿Nunca? —preguntó Elisa, perpleja.

—Bueno, antes las hubo —dijo Fritz—. Hace más de treinta años, los chilenos lucharon contra los españoles. Vencieron y desde entonces Chile es un país independiente, y…

De repente guardó silencio y se dio la vuelta; todos lo imitaron, asustados por el grito que había resonado a sus espaldas de manera inesperada. Se trataba de una mujer, que estaba llorando y lo hacía de un modo cada vez más desesperado, golpeándose el pecho con las manos.

—He ahí una madre que, al parecer, no ha cuidado muy bien de su hijo y el chico se ha ahogado en el mar —gruñó Jule, menos enfadada por la falta de atención de la madre que por el hecho de que la estuvieran estorbando en su diversión.

Los gritos no cesaban y cada vez eran más los pasajeros que se volvían, entre curiosos e inquietos o molestos. Algunos marineros se reunieron, juntaron las cabezas y cuchichearon algo. Uno de ellos, finalmente, se acercó a la mujer e intentó llevarla de nuevo al entrepuente. Esta vez la mujer dejó de llorar y gritar, pero se resistía con uñas y dientes.

—¡Ni con diez caballos conseguirán llevarme de nuevo ahí dentro! —gritó—. ¡No quiero morir!

Todos se miraron confundidos.

—¿Qué es lo que pasa? —le preguntó Jule hoscamente a uno de los marinos, que se alejaba de la mujer, frotándose las manos.

El hombre simplemente se encogió de hombros.

Un instante después, otra mujer subió corriendo por las escaleras, siguió corriendo por la cubierta hasta la barandilla y se agarró a ella, como si se estuviera asfixiando. Echaba la cabeza hacia delante, como si así pudiera aspirar aire más puro, no enrarecido. Elisa la observó detenidamente. Parecía pálida, tenía los ojos hinchados.

—¿Y eso a qué viene? —exclamó Jule enfadada—. ¿Alguien podría decirnos de una vez qué es lo que ocurre?

El marinero se limitó a encogerse de hombros de nuevo.

—Los maridos de esas dos mujeres han enfermado —empezó diciendo el hombre en voz baja—; y ahora se ha corrido la voz de que tenemos la viruela a bordo.

Nadie podía decir si se trataba realmente de la viruela o no, pero, por desgracia, era evidente que en el barco se había desatado una epidemia que para algunos viajeros, tan debilitados, se iba a revelar mortal.

En el plazo de dos días murieron tres pasajeros a causa de una fiebre desconocida; iba acompañada de mareos y ganas de vomitar y de unas manchas rojizas, aunque estas —según afirmó Jule sobriamente— no eran ningún síntoma, sino la consecuencia de la alta temperatura que afectaba al cuerpo.

Para los dos primeros muertos, el carpintero del barco hizo un ataúd.

Cuando llegó el tercero, el artesano, convencido de que el número de muertos no se iba a detener ahí, no se tomó la molestia: en su lugar, envolvieron el cadáver en una manta, la cosieron y lo arrojaron al mar.

Todo ocurrió a las cuatro de la mañana, cuando reinaba un silencio absoluto; salvo el camarero del barco y los familiares, no había nadie presente, ya que todos temían los efluvios tóxicos que podían emanar del muerto. El propio camarero fue el que más tarde anotó ese caso de muerte en el cuaderno de bitácora: por lo menos, eso fue lo que le dijo a Jule cuando esta lo interrogó detenidamente sobre el estado del cadáver. Casi todos los demás lo evitaban, pues había estado muy cerca del fallecido.

Jule no parecía muy preocupada, su expresión era más bien de curiosidad.

—Me gustaría mucho saber de qué clase de enfermedad se trata —murmuró la extraña mujer. Se rumoreaba que otros pasajeros habían enfermado y que el médico de a bordo había subido a la cubierta para examinar a los afectados.

—¿Ese borracho? —preguntó Jule despectivamente.

—¡Sí! —exclamó Poldi, y en sus ojos se vio un destello de placer sensacionalista y ni rastro de miedo ante aquella enfermedad desconocida.

—El capitán le ha retirado todas las botellas de aguardiente y lo ha amenazado con matarlo él mismo de un botellazo si se lo encontraba en días tan duros con una botella en la mano.

Aun estando sobrio —según empezó a rumorearse pronto en el barco—, el médico no estaba en condiciones de decir el nombre de aquella enfermedad. Tomaba el pulso de los pacientes, les medía la temperatura y miraba con detenimiento las lenguas de los afectados, lo cual lo llevó a la conclusión de que no era ni fiebre tifoidea ni disentería.

—¡Gracias a Dios! —exclamó una mujer, una de las que antes había anunciado, a voz en cuello, que prefería morirse de frío en la cubierta a morir miserablemente allí abajo, en el entrepuente—. ¡Gracias a Dios!

—¿Por qué te alegras tanto? —la increpó Jule—. De todos modos, se van a morir. ¿O es que acaso los muertos van a comparecer ante san Pedro diciendo: «Alabado sea Dios; la he palmado a causa de una enfermedad desconocida, no de tifus»? —En voz algo más baja, para que solo Cornelius y Elisa pudieran oírlo, Jule añadió—: Yo haría embadurnar a esos enfermos con un ungüento de mercurio y procedería igual con las vigas y los tablones del barco; y vertería agua con vinagre por encima.

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