—Adiós, y que te vaya bien —le dijo Cornelius, y se dio la vuelta rápidamente. No estaba seguro de si Quidel se había quedado allí de pie, siguiéndolo con la mirada.
—¡Bueno, vamos! ¡Tenemos que subir al barco! —le gritó a su tío, cuyos pasos de repente parecían vacilantes—. ¡Esto es lo que siempre has querido! —Zacharias hizo un gesto de asentimiento, pero en su rostro no había expresión de alivio, sino ensimismamiento y, de repente, también miedo.
¿Estaría pensando en las fatigas del viaje? ¿En los mareos, las tormentas, la mala comida, el agua de mala calidad?
A Cornelius le hubiera gustado consolarlo, pero él mismo necesitaba hacer acopio de todas sus fuerzas para mantener la calma.
De todos modos, Zacharias no estaba esperando su apoyo.
—¿No deberíamos tomar un trago de aguardiente? —propuso cautelosamente.
—¡Juraste que te mantendrías sobrio! —le gritó el sobrino.
—¡Bueno, no pretendo emborracharme! —exclamó el tío, indignado—. Es solo para evitar los mareos.
Cornelius sacudió la cabeza, no sabía qué pensar de aquella propuesta del pastor.
Zacharias alzó las manos.
—También a ti te haría bien un trago, estás muy pálido.
—¿Y de dónde voy a sacar yo ahora ese aguardiente? —preguntó Cornelius.
—Aquella vez en que abjuré de ese maldito vicio, escondí todas las botellas bajo uno de los tablones del suelo —se apresuró a explicarle Zacharias—. Pero ahora que nos marchábamos, habría sido una pena dejarlas allí, así que las cogí todas y las he traído.
El anciano señaló una de las cajas que había metido entre el equipaje; ya estaba a punto de lanzarse sobre ellas cuando se agachó con un gemido.
—¡Déjame hacerlo a mí! —le dijo Cornelius rápidamente.
Tal vez su tío Zacharias tuviera razón y aquel trago le sentara bien. En alguna ocasión había lamentado que su tío se emborrachara y perdiera el sentido en vez de tomar las riendas de su propia vida, pero en las últimas semanas podía entender esa necesidad, la de beber para olvidar… Beber para no sentir ya el dolor…
Cuando se puso a registrar el equipaje, se topó con aquella baraja de cartas con la que Zacharias, en otro tiempo, había perdido tanto dinero jugando con Rosaria. Tenía unas ganas enormes de arrojarla al mar, pero luego la dejó, siguió palpando y sintió las botellas, y también algo húmedo.
¡Vaya, lo que faltaba! Una botella se habría derramado, empapando toda la ropa. ¿Por qué no habría dejado su tío aquellas botellas bajo los tablones del suelo?
Cornelius suspiró, sacó la botella, que estaba más que medio llena, y luego sacó la chaqueta mojada. El sol caía sobre ella, tal vez conseguiría que se secara un poco.
Zacharias no se había dado cuenta de nada de lo sucedido, sino que miraba lleno de añoranza hacia el buque Victoria.
Cornelius, por su parte, extendió la chaqueta y, de repente, sintió dentro de ella, bajo sus manos, una hoja de papel. Estaba doblada y metida en el bolsillo interior. Comido por la curiosidad, la sacó. ¿Sería la página de un libro que el tío querría llevarse consigo? ¿Algún poema o un versículo de la Biblia?
Antes le gustaba mucho leer y lo hacía mucho; de sus lecturas sacaba conocimientos y también consuelo.
El papel estaba mojado por los bordes, como la chaqueta, pero, cuando Cornelius desdobló la hoja de papel, vio que la letra solo se había corrido un poco y que la carta era todavía perfectamente legible.
—¿Qué tal? —preguntó Zacharias—. ¿Has encontrado el aguar…?
El anciano pastor se quedó mudo cuando vio lo que su sobrino Cornelius tenía entre las manos.
En ese preciso instante, Cornelius pensó que el corazón se le iba a salir del pecho, que se le iba a detener, sobre todo cuando descifró las primeras palabras escritas en aquel papel.
—¡Dios santo! —exclamó.
Un grito escapó de la boca de Zacharias.
«Querido Cornelius…», leyó.
Annelie caminaba nerviosamente de un lado a otro. A veces se detenía y alzaba la cabeza para mantener su cara de frente al sol, pero luego volvía a prevalecer la inquietud.
Esa inquietud se había apoderado de ella repentinamente. Después de aquel aborto involuntario, ocurrido hacía unos meses, había necesitado, sobre todo, tranquilidad. Cualquier movimiento le resultaba muy difícil y hasta hoy sentía con regularidad un tirón doloroso en el bajo vientre, tenía escaso apetito y seguía notándose cansada. Sin embargo, a diferencia de lo sucedido en las últimas semanas, permanecer sentada sin hacer nada no la tranquilizaba, sino que le suponía un tormento adicional.
—¡Dios santo! ¿Qué pasa contigo? —la increpó Jule, que, no lejos de ella, estaba sentada disfrutando del calorcito en el tronco de un árbol que servía de banco.
—Yo… No lo sé.
—¿Por qué no estás cocinando?
—Pero si acabamos de comer, ¿a santo de qué iba a estar cocinando?
—Porque siempre lo estás —dijo Jule, e hizo una pausa antes de corregirse—: Porque antes siempre cocinabas, mejor dicho. Hasta que perdiste a esa criatura. La tercera, por cierto.
Annelie no quería que se le notara el dolor que sentía, pero no pudo evitar estremecerse. Jule no se dio cuenta, ya que se había inclinado hacia delante y estaba trazando algo en la tierra con un palillo. Annelie solo pudo distinguir un par de rayas torcidas.
—¿Qué haces?
Jule apenas alzó la vista.
—Es un plano de mi escuela —le explicó brevemente.
—¿Un plano de tu qué?
—De mi escuela —confirmó Jule, que se incorporó y empezó a girar el palillo entre las manos, con expresión pensativa—. Hasta la propia Christine ha acabado por comprender que los niños no solo tienen que aprender cómo se enganchan los bueyes al arado o cómo se cosechan las patatas, sino que también deberían aprender a leer y escribir. Ayer estuve hablando con ella.
Annelie frunció el ceño, incrédula. No sabía qué creer menos: si que aquellas dos mujeres hablaran o que tuvieran la misma opinión sobre algo.
—Aquí lo que faltan son niños que aprendan a leer y escribir —dijo Annelie suspirando—. Solo está Katherl, pero ella es algo corta de entendederas.
Jule se encogió de hombros.
—Pero tú no eres la única mujer joven que puede parir unos cuantos niños.
Annelie se dio la vuelta bruscamente. Estaba acostumbrada a la manera hosca y sincera de Jule, a veces bastante cruel; en realidad, le gustaba aquella forma suya tan sobria de mirar el mundo. Pero a veces se preguntaba por qué aquella mujer se sentía obligada a decir todo lo que le pasaba por la mente, sin consideración ni compasión por nadie.
—¡Bueno, no te ofendas ahora! —le gritó Jule a sus espaldas cuando Annelie se dirigía hacia la casa—. Ya sé que todavía no has superado ese dolor, pero cuando consigas librarte de esa pena, te sentirás mejor. En este momento tienes un aspecto horrible.
Annelie bajó la cara ante aquella mirada escrutadora. Si estaba la mitad de pálida de lo que tendría que estar para ir en consonancia con su estado de ánimo, entonces debía ofrecer un aspecto alarmante. Pero la idea de ser condescendiente con ella misma la atosigaba mucho más.
No quería condescendencia, quería volver a tomar parte en la vida. ¡Sí, quería volver a cocinar! Pero no hallaba fuerzas para hacerlo y no podía soportar el olor de las comidas.
Pesadamente, se dejó caer en el tronco de aquel árbol, junto a Jule.
—Me siento tan mal, siento tanto asco… —dijo soltando un suspiro.
—¿Estás embarazada otra vez? —le preguntó Jule.
Annelie se estremeció. La mera idea la hizo sentir un escalofrío.
—¡No! ¡Gracias a Dios! —se le escapó.
—Oh. ¿Y esas palabras acaban de salir de tu boca? ¿Qué hay de tu deseo de regalarle a Richard un hijo varón?
Annelie se mordió los labios. El deseo estaba ahí todavía, ciertamente; podía evocar sin esfuerzo la idea de estar al sol, sosteniendo a un niño pequeño en sus brazos, esperando a que Richard regresara de las labores del campo, con la guadaña al hombro…
Pero, en fin, cuando Richard trabajaba, lo hacía en casa, no en los campos de cultivo, aunque seguro que si tenía ese hijo que tanto anhelaba, todo sería muy diferente. De eso no había duda. Se mostraría más decidido, más trabajador, más fuerte. Un hijo varón lo haría levantarse cada mañana más animado, incluso las mañanas que fueran demasiado frías y ventosas, o incluso las de lluvia.
Sí, ese era su deseo, por lo menos mientras estaba despierta. Pero cuando, durante las noches, se movía en la cama de un lado a otro, no deseaba nada, solo tenía miedo, un miedo indecible. Un miedo que la corroía, que iba carcomiendo su interior hasta que ya no quedaba nada, ningún deseo, ningún anhelo, ninguna esperanza, ni siquiera la esperanza de que Richard se sintiera mejor; solo le quedaba la avidez por vivir, por sobrevivir. Los recuerdos la atormentaban, el recuerdo de haberse visto allí, en medio del lodo, sangrando, incapaz de levantarse y de salir en busca de ayuda, temiendo no encontrar a nadie y morir allí, de un modo miserable, sola.
No era la primera vez que sucedía, a fin de cuentas, que los dolores de parto la tomaran por sorpresa. Y también aquella vez… en el barco… durante la tormenta…
Annelie se sacudió con un escalofrío, aunque sentía calor.
—¿Qué pasa contigo? —le preguntó Jule.
¿Acaso aquella mujer podía leer en su expresión el miedo que la perseguía desde hacía meses y que ella trataba de ocultar a los demás, pero también a sí misma?
—Como ya te he dicho —murmuró Jule, al ver que la otra se quedaba callada—, deberías dedicarte a cocinar de nuevo. Es lo que te proporciona la mayor alegría.
—Sí, tal vez… —dijo Annelie susurrante—. Tal vez, pero… —vaciló un momento, entonces dijo—: Pero, Jule, creo que jamás conseguiré hornear una tarta de ruibarbo.
—¿Cómo dices?
—Sí —dijo Annelie en voz baja mirando sus manos, que en ese momento cerró en dos puños, hasta que los nudillos se le pusieron blancos—. Jamás podré hacer esa tarta de ruibarbo. No tenemos aquí los ingredientes adecuados. Puede que consiga hacer otras tartas y pasteles, de manzana, por ejemplo, o alguna con esas bayas del copihue, pero jamás lograré hacer una de ruibarbo.
Jule no dijo nada.
Con un gemido, Annelie se puso de pie y empezó a caminar otra vez de un lado a otro. A cada paso la sangre le iba bajando de la cara, pero su expresión se volvía más grotesca, más deforme a causa del dolor. Sin embargo, no podía estarse quieta… No quería…
Y entonces estuvo a punto de tomar una decisión. Durante semanas la había ido aplazando, diciéndose a sí misma con insistencia que tenía que volver a recobrar fuerzas, que se había figurado una vida de manera obstinada y que ahora, de repente, sabía que jamás la tendría, ni aquí ni en ningún otro lugar, ni ahora ni en el futuro.
Es cierto que deseaba darle un hijo varón a Richard, pero lo que más deseaba era liberarse por fin de su miedo.
—Me siento tan miserable desde… la última vez —dijo sin previo aviso—. Tengo hemorragias, a diario. Creo que no sobreviviré a un nuevo embarazo. Estoy segura de que sucumbiré a él. Y no sería capaz de soportarlo una vez más: esas esperanzas, ese temor y al final esa enorme decepción.
Pensaba que se iba a echar a llorar cuando dijera esas palabras, pero no hubo lágrimas y su voz era de una firmeza asombrosa.
Jule la miró pensativa.
—Dale tiempo a tu cuerpo para que se cure. Hasta Richard debería estar en condiciones de entenderlo.
—¡A Richard esto no le incumbe! —exclamó Annelie con acritud. Entonces inspiró largamente y continuó con voz más moderada—. Es mi decisión, no la suya.
Una sonrisa fugaz se dibujó en los labios de Jule.
—¿Y cuál es esa decisión?
Annelie volvió a sentarse junto a ella y se apretujó contra su cuerpo. Sabía que Jule no soportaba que alguien se le acercara demasiado, pero quería hablar en voz muy baja.
—Tú has dicho que existe una posibilidad de… de evitarlo… Tú me lo has…
Annelie empezó a balbucear.
—Sí —respondió Jule—, te lo he dicho. Y hasta te he mostrado… ese artefacto… Solo tienes que introducírtelo a tiempo, antes de que Richard y tú…
Annelie se acordaba vagamente de aquel artefacto que Jule le había puesto una vez delante de las narices. En aquella ocasión había sentido un profundo malestar, pero ahora eso no conseguía mellar su firme decisión.
—¿Me ayudarás? ¿Me enseñarás cómo se maneja eso? ¡Pero, eso sí, no puedes contárselo a nadie!
Jule se inclinó hacia abajo. Todavía tenía aquel palillo en las manos y empezó de nuevo a trazar unas líneas en el suelo de tierra. Esta vez las líneas fueron adquiriendo, cada vez más, la forma de una casa.
—Sí, claro —dijo Jule sin levantar la vista—. Te ayudaré. Ya sabes que estoy de tu parte.
Annelie dejó allí a Jule, se acercó a la orilla del lago y se tumbó en una franja seca del prado. No acudía allí muy a menudo. Elisa, por lo que sabía, disfrutaba de esa vista. Pero para ella no era importante el paisaje en el que vivía; le daba igual estar rodeada de prados o de montañas, de lagos o de volcanes. Cuando se imaginaba unas horas felices, no veía los destellos verdes y azulados del agua, ni las cumbres blancas, sino una mesa ricamente servida, en la que hubiera no solo deliciosos platos conocidos, sino también otros nuevos, inventados por ella.
«Y niños», pensó: de algún modo, los niños formaban parte de esa imagen, niños corriendo alrededor de la mesa, jugando, niños a los que de vez en cuando se les podía dar a probar alguna de aquellas deliciosas comidas.
Esperaba que ese pensamiento la pusiera triste, sin embargo, lo que sintió fue únicamente alivio. Tras haber hablado honestamente con Jule, se había librado de una carga y solo ahora se daba cuenta de lo pesada que había sido. No lejos de ella nadaba uno de los cisnes de plumaje blanco y cuello negro. Parecía que apenas tocaba la superficie, porque esta permanecía lisa, como un plato. El animal llevaba a la espalda, como todas las madres de su especie, dos pichones. Annelie se quedó mirándolo durante mucho rato y la tristeza seguía sin aparecer. No pensó que nunca tendría la oportunidad de llevar a su propio hijo sobre la espalda, solo pensó que aquel niño sería un peso.
De repente el lago se alborotó. El agua se encrespó y unas olas salpicaron la orilla; entonces, entre la bruma, apareció la silueta de un bote. Annelie, sorprendida, se incorporó.