En la Tierra del Fuego (18 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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Por su voz, parecía estar asfixiado. La mano de Elisa pasó de la mejilla de Cornelius al cuello y, luego, al hombro. Ella sintió cómo él temblaba.

—Sí, no pude ni despedirme ni retirar aquellas palabras terribles. Pero eso no fue todo. En lugar de sentirme triste, seguía enfurecido con ella, como si fuese culpa suya el haber muerto de un modo tan repentino. Me detuve ante su tumba y le grité, preguntándole por qué se había largado, así sin más. ¡Imagínatelo! Mi tío había intentado apaciguarme; allí estaba, para mí, como siempre había estado. Fue él quien acogió a mi madre cuando esta, embarazada, acudió a él después de que el resto de la familia la repudiara, como hicieron conmigo. Pero yo estaba sordo a las palabras de Zacharias. Seguí insultándola y maldiciéndola… Junto a su tumba.

Poco antes había sido él quien le había servido de apoyo a ella, pero ahora Elisa tomó la cabeza de Cornelius entre sus manos, la atrajo hacia sí y la sujetó con fuerza.

—Lo siento —murmuró la joven.

—Tu madrastra… está viva —dijo él—. Puedes hablar con ella, reconciliarte. No es demasiado tarde… como en mi caso.

—Seguro que tu madre intuyó que esas palabras malsonantes eran fruto del enfado. Si vosotros estabais tan unidos, como tú dices, entonces, tiene que haber sabido en su fuero interno que tú la querías y que lo lamentabas amargamente.

Durante un rato él permaneció en silencio entre los brazos de ella. Elisa no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido. Nada importaba, ni el frío que se le metía en los huesos, ni el agua que le llegaba a los tobillos, lo único que contaba era estar cerca de él, tan cerca como nunca antes. Y el hecho de que ella también quisiera exactamente lo mismo: estar allí para él. Confiarle sus pensamientos más íntimos y saberlo todo sobre él. Dar consuelo y recibirlo.

Sin embargo, de repente, Cornelius se apartó con brusquedad. Arriba resonaron unos pasos, unos jadeos de esfuerzo y, finalmente, unas quejas de desesperación:

—¡El agua! ¡Dios mío! ¡Hay mucha agua! ¡Nos hundimos! ¡Nos ahogaremos todos!

Al reconocer al pastor Zacharias, Elisa se sonrojó y se separó rápidamente de Cornelius. Pero Zacharias Suckow estaba tan corroído por sus temores que se le había escapado aquel íntimo abrazo.

—¡Nos hundimos! —gimió de nuevo—. ¡Hay mucha agua!

—¡Venga, tío, no vamos a hundirnos! El agua viene de arriba, no de abajo. El barco no va a hacer agua.

—¡Santo cielo! —exclamó el pastor Zacharias meneando la cabeza—. Pensé que el Juicio Final se nos había echado encima. Es así, a fin de cuentas, como nos lo describen en el Apocalipsis de san Juan: «Y el templo de Dios fue abierto en el cielo, y el arca de su pacto se veía en el templo. Y hubo relámpagos, voces, truenos, un terremoto y mucho granizo» —declamó el pastor, y se tapó la cabeza con ambas manos.

—Bueno, no ha caído granizo alguno —objetó Cornelius.

El pastor Zacharias no le siguió la corriente.

—Y tú no estabas aquí —le reprochó a su sobrino—. Sencillamente, desapareciste y me dejaste solo. Pensé que la tormenta te había barrido de la cubierta.

—Yo estoy bien, tío, de verdad, lo peor ya ha pasado. Pero te necesitamos, tío.

En pocas palabras, le contó lo que había sucedido y, aunque no parecía que el pastor lo hiciese con gusto, los siguió a la entrecubierta.

Allí reinaba un olor ácido. Otra vez Elisa oyó resoplar al pastor Zacharias, pero en esta ocasión no lo hizo por miedo a ahogarse, sino al ver a Annelie, con su cara pálida y demacrada, como si hubiese encogido, como si su piel fuera ahora un envoltorio demasiado grande para su frágil cuerpo. Al pie de la litera había un bulto sanguinolento. Elisa intentó apartar la mirada; tampoco Annelie lo miraba. Su madrastra tenía los ojos cerrados y murmuraba algo: quizá una oración. El pastor Zacharias hizo la señal de la cruz, presuroso. Elisa no estaba segura de si estaba dedicada a la curación del alma de Annelie o era una oración por sus propios temores.

Jule puso los ojos en blanco.

—¡Parece que la tormenta ha pasado ya! ¡Gracias a Dios! —exclamó la extraña mujer, impaciente—. De modo que ahora sí que podremos subir a cubierta, ¿no? Yo ya no tengo nada más que hacer aquí y necesito respirar aire fresco con urgencia.

No esperó respuesta, sino que salió con paso torpe hacia la escalera, pero Christine Steiner se interpuso en su camino. Hasta entonces, cada vez que observaba a Juliane Eiderstett, su mirada había sido despectiva y recelosa, sin embargo, ahora la mujer le hizo un gesto de aprobación.

—Eso hay que admitirlo —le dijo manteniendo sin querer el tú de confianza—. Tienes unas manos expertas, de verdad. La manera en que has ayudado a la señora Von Graberg…

Jule se miró las manos.

—No son expertas, lo que están es llenas de sangre —afirmó la mujer con hosquedad.

La mirada de Christine se volvió otra vez algo despectiva.

—Sería más fácil lidiar contigo si supiéramos más cosas de ti.

—Pensé que estabais seguros de que era una asesina, ¿o no? —exclamó Jule, y giró sobre sí misma. Entonces todos la miraron, incluido el pastor Zacharias, que, tras haberse acercado a Annelie con paso vacilante, se daba ahora la vuelta hacia ella—. En fin, lamento decepcionaros, pero no soy una asesina. Pero si queréis seguir pensando mal de mí, adelante. Por mi parte, os contaré todo. —Alzó y atipló la voz para que todos pudieran oírla bien—. Viajo sola porque he huido de mi marido. No tenía ganas de seguir viviendo con un señor dueño de una fábrica al que solo le interesa el dinero. Tampoco tenía ganas de seguir criando para él a las dos diablillas que le parí. Fueron dos chicas. Y las dos son muy hermosas. Pero el aspecto no hace a nadie ni más inteligente ni más feliz, y mucho menos nos hace libres. Y yo quiero ser todo eso. Por tal razón hice mi hatillo con algunas pertenencias, viajé a Hamburgo y me subí a este barco en secreto. Que mi familia se las arregle sin mí.

Aquellas últimas palabras salidas de su boca sonaron como una carcajada. Entonces la señora Eiderstett pasó al lado de Christine y subió definitivamente a la cubierta.

En cuanto cesó el eco de sus pasos, empezó el cuchicheo. Algunos soltaron una risita nerviosa, otros hablaron en son de burla y algunos se explayaron en improperios, como hizo Christine Steiner.

—¡Vaya mujer tan insoportable! —exclamó.

Poldi, por su parte, sonrió con sorna, mientras Fritz comprobaba si, por suerte, quedaba alguna caja, y sus hermanas se bajaron de los camastros.

También Lambert Mielhahn se levantó de su litera, según pudo ver Elisa.

—¡Una mujer insoportable! —repitió el hombre, que siempre estaba de acuerdo con Christine Steiner cuando se trataba de Juliane Eiderstett.

—No ha sido nada bonito de ver, ¿eh? Pero, en verdad, todo pudo ser peor.

Cornelius se sobresaltó al oír aquella voz nasal. Se dio la vuelta y vio que uno de los marineros contemplaba la cubierta. Los miembros de la tripulación acababan de emplear todas sus fuerzas para lograr que el barco continuara navegando a través de la tormenta y saliera indemne de ella y ahora deambulaban por allí sin hacer nada, algunos agotados, otros aliviados y otros con una expresión de profunda confusión, como si aquello por lo que acababan de pasar no fuera más que una pesadilla. Cada vez eran más los pasajeros que se dirigían hacia la cubierta para examinar los destrozos y respirar aire fresco.

También él había tenido mucho afán de hacerlo, tras haber llevado a su tío de vuelta al camarote. El pastor Zacharias se había esforzado mucho en brindar consuelo a Annelie von Graberg; y al ver que eso no daba frutos, que la mirada de Annelie seguía más bien fija en lo alto, les había pedido a todos los pasajeros que dijeran una oración por la joven y él mismo había dado ejemplo, iniciando la suya con una voz inusualmente firme. Después de eso, sin embargo, ya nada pudo retenerlo en la entrecubierta.

—De hecho —dijo el marinero que estaba de pie junto a Cornelius reafirmando sus palabras—, hay algunos que lo han pasado peor que nosotros en altamar.

—¿Peor que nosotros? —preguntó el joven.

Su mirada recorrió la cubierta: había tres mástiles, cada uno con una verga. El del centro se había partido y la verga estaba hecha pedazos, a los otros dos la tormenta no había conseguido doblegarlos del todo, pero estaban torcidos. La mitad del mastelero se había caído por fuera de la borda y el agua les llegaba a los tobillos.

El marinero se encogió de hombros:

—Pudimos habernos hundido y por lo menos eso no ha ocurrido.

Tenía los labios agrietados y un ojo morado, como si alguien le hubiese pegado; aunque tal vez no había sido un puñetazo, sino el golpe de una viga de madera que se había desencajado.

—Sí, pudimos habernos hundido… —murmuró Cornelius con expresión ausente.

El aire fresco lo animó. El recuerdo de las últimas horas venía cargado de algunas imágenes breves, relampagueantes, que no parecían tener conexión alguna; solo daban cuenta del frío, de la humedad, de los tropiezos y los resbalones. Lo único que le parecía real era el abrazo de Elisa. Había sido un abrazo extraviado, había en él tanta desesperación, tanta confusión y tristeza… Pero al mismo tiempo, lo sentía algo tan vivo…

Esperó sobre la cubierta. Su pantalón se había empapado de agua hasta las rodillas, pero eso no lo molestaba en absoluto. Habían sobrevivido a la tormenta y por un instante había tenido la sensación de que gracias a ello podía borrar todo el peligro, la tragedia y la oscuridad de su vida; de que, por fin, podría respirar en paz y mirar hacia delante, continuar.

Cerca del mástil partido se encontró con Juliane Eiderstett. La mujer miraba pensativa el palo destruido y por eso no pareció notar su presencia. Pero cuando él se le acercó más, ella le preguntó de repente:

—¿Qué pasa? ¿Tú también pretendes verter sobre mí toda tu malevolencia y tu desprecio?

Confundido, él la miró, pero sin tener ni idea de lo que estaba hablando.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Bueno, porque has oído lo que hice, soy una mujer que ha abandonado a su marido y a sus hijas.

Cornelius respondió sin pensar en lo que había dicho la señora Eiderstett:

—Y yo soy un hombre que maldijo a su madre por haberme tenido fuera del matrimonio, alguien que luego no tuvo tiempo de reconciliarse con su progenitora. Además, soy alguien que ha sido testigo de cómo moría su mejor amigo.

El hecho de haberle confiado a Elisa la historia de aquella grave pelea con su madre parecía haber cambiado algo en él. No sabía con exactitud qué era, solo sabía que el resto de las cosas que lo afligían pugnaban por salir a la luz. Y aunque Jule no le hizo más preguntas y, de hecho, no parecía muy interesada en él, Cornelius no fue capaz de contenerse y continuó hablando. Las palabras salieron a borbotones de su boca.

—Matthias… Mi amigo se llamaba Matthias. Tenía grandes esperanzas en un nuevo mundo, un mundo muy diferente del actual, más libre, en el que nadie tuviera que doblegarse ni andar agachado, en el que todos pudieran caminar erguidos, en el que no contase de quién se es hijo cuando se nace, sino lo que uno sea capaz de hacer consigo mismo y con su vida. «Este será nuestro año —decía mi amigo—; será el año de la libertad.» Se refería a 1848. Estaba tan eufórico, tan excitado y tan activo que llegó a contagiarme. «¿Qué más te da no haber podido formarte para ser pastor porque eres un hijo bastardo? —me gritaba, riéndose—. Ahora todo va a ser diferente.» Pero lo único que fue diferente… —Cornelius se interrumpió, sacudió la cabeza; las palabras que acababa de decir de forma tan rápida y despreocupada parecían habérsele atragantado.

—¿Sí? —preguntó Jule, más por impaciencia que por curiosidad.

—La manifestación de octubre ante la Asamblea Nacional en Berlín… Yo tendría que haber estado a su lado, pero fui el primero en huir cuando llegaron los soldados y… y abrieron fuego. Vi desde lejos cómo le disparaban. Sin embargo, no regresé con él, sino que me escondí hasta que la calma reinó de nuevo. Solo mucho después me atreví a acudir donde él, pero ya era demasiado tarde.

Cornelius sintió cómo las lágrimas le subían a los ojos, pero se las tragó.

Por un instante, pudo oírlo todo de nuevo: el galope de los caballos, los gritos, los disparos. Pero entonces todo se acalló y lo único que quedó flotando en el aire fue la voz indiferente y algo despectiva de Jule.

—Si tu amigo está muerto y tú estás vivo, es que tú fuiste más listo.

—¿Más listo? Fui más cobarde.

—¡Ah, vamos! —exclamó la mujer—. ¡Para vivir se necesita mucho más valor que para morir! Y para lo que se necesita aún más valor es para vivir con la culpa, pero sin dejar que nos corroa, sino siguiendo, a pesar de todo, nuestro propio camino.

Por un instante no supo de qué culpa estaba hablando la señora Eiderstett, pero de inmediato recordó lo que ella había contado antes: que había abandonado a su marido y a sus dos hijas y que se había marchado en busca de una nueva vida.

—¿Y no se hace usted reproches a veces? —preguntó el joven.

Ella se encogió de hombros.

—En cualquier caso, no ando regodeándome en la autocompasión. Uno es quien es. Y hace lo que tiene que hacer. Y si llegamos a la conclusión de que lo hemos hecho mal, lo que hay que hacer es hacerlo bien en la ocasión siguiente. Eso es todo.

—Eso es todo —repitió el joven Suckow. Sonaba tan sencillo lo que aquella mujer decía… Y a la vez tan sincero… Involuntariamente pensó en Elisa. A veces le parecía una mujer adulta, pero en otras ocasiones se comportaba como una niña malcriada, aunque siempre era directa, auténtica, sincera. No fingía ante nadie, ni siquiera se engañaba a sí misma; mostraba lo que sentía y decía lo que se le ocurría.

Cornelius enderezó los hombros.

—No tiene sentido huir —le dijo Jule de forma inesperada.

—¿Qué?

—Quiero decir que si tu viaje a Chile es una huida, no vas a ser feliz allí. Uno puede huir de cualquier cosa, pero no de sí mismo.

—Pero este viaje no es una huida —le salió a Cornelius, y por primera vez creyó en lo que decía—. No, no es una huida —se reafirmó—, es un nuevo comienzo.

Jule había exigido que Annelie permaneciera un buen rato acostada, en calma, razón por la cual pasó la noche en la entrecubierta. Al día siguiente, el camarero de talla de armario ayudó al padre de Elisa a llevar a su esposa al camarote. Es decir, el camarero la llevó en brazos, mientras Richard von Graberg caminaba torpemente tras ellos, con cara de desamparo. Una vez que llegaron al camarote, cubrió a Annelie con tres sábanas y, aunque ella empezó a murmurar algo, diciendo que ya se sentía bien tapada, él siguió preguntándole si quería que le trajera más mantas. Pasó por alto la negativa de la convaleciente, que era cada vez más patente. Finalmente, Annelie le pidió que le trajera algo de comer. No parecía que tuviese un gran apetito; tal vez, según sospechaba Elisa, solo quería que el padre tuviese la sensación de ser útil en algo.

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