En la Tierra del Fuego (28 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—No hemos oído nada, tenía que haber gritado más alto —se defendió Lukas, mientras los labios de Fritz se fruncían.

Sin decir palabra, el mayor de los Steiner se internó en el bosque y los demás lo siguieron.

El vapor de la niebla les dio la bienvenida en el sitio donde los árboles estaban más pegados los unos a los otros. Las ramas, las hojas y los helechos golpearon el rostro de Elisa.

Se quedó enganchada a algo, tropezó y cayó. El suelo estaba blando y húmedo y, cuando la joven levantó la mirada, no pudo determinar qué estaba arriba y qué abajo, qué a la derecha y qué a la izquierda. El mundo entero se había convertido en maleza vaporosa.

—¡Padre! —oyó gritar a Poldi.

Elisa se incorporó, la ropa le chorreaba más que de costumbre. Habían llegado al sitio donde la araucaria talada había caído. Los enfurecidos disparos de Konrad no habían alcanzado a Jakob Steiner, pero una de las ramas sí que lo había aplastado. Yacía sepultado bajo una maraña de piñas y agujas, con los ojos hundidos en las cuencas y los miembros tan inertes que parecían formar parte del árbol caído y no de un hombre todavía con vida.

Capítulo 12

Annelie levantó la piña alargada y la examinó. La había cortado con cuidado y ahora intentaba palpar las semillas de color marrón que se ocultaban tras la corteza. Había dos tipos de piña: las marrones, cilíndricas, y otras que eran redondas y de un color amarillo verdoso. Fritz afirmaba que las primeras eran masculinas y las otras femeninas. Poldi se había reído de aquello y había puesto en duda que hubiera también dos sexos en el caso de las piñas de los árboles. Pero Annelie creía a Fritz. A fin de cuentas, aquel joven se había dedicado a estudiar las plantas exóticas en los invernaderos del zoológico, cuando los Steiner aún vivían en Wurtemberg.

Sin embargo, no había sido él quien le había dicho a Annelie que las semillas de la araucaria eran comestibles, sino Antimán. Se decía que Antimán era oriundo de Chiloé, la isla verde situada frente a las costas del centro de Chile, y que pertenecía al pueblo que habitaba en aquellas tierras mucho antes de que llegaran los españoles. Era bajito, callado y muy trabajador; tenía una cicatriz que le cruzaba la cara —la marca de un latigazo— y esta era tan morena y estaba tan llena de arrugas que parecía la corteza de un árbol viejo. Él había observado que Annelie siempre se esforzaba por cocinar, como por arte de magia, una comida sabrosa a partir de muy pocos ingredientes: maíz, patatas y calabaza. Pero jamás lo conseguía, porque le faltaban las ricas especias y la carne jugosa. Por eso se le había acercado ayer y le había dado a entender que en aquella tierra se podían comer muchas más cosas de las que un forastero notaba a primera vista. Antimán le había mostrado cómo se cortaban las piñas de la araucaria y se obtenían las semillas.

Annelie se volvió hacia Jule, que estaba remendando ropa suya y de los Von Graberg. Antes ella misma se esforzaba por hacer las costuras lo más simétricas posible, para que quedaran bonitas, pero ahora lo único que importaba era mantener unida aquella tela frágil llena de desgarrones.

—Las piñas se caen al cabo de tres años —le había explicado Antimán—. Y más tarde brotan las semillas de color marrón, que se pueden moler, como la harina.

Annelie reunió algunas de esas semillas alargadas en la palma de su mano, se las llevó a la nariz y las olió. A diferencia de las araucarias, cuya madera oscura olía a condimento y sabía a resina de bosque, las semillas no tenían olor, pero, a fin de cuentas, tampoco la harina lo tenía. Annelie dejó caer las semillas en la tableta de madera extendida entre el fogón y una caja, que hacía las veces de encimera, algo de lo que carecían, como también carecían de muebles decentes. Dormían en sacos de paja en vez de en auténticos colchones o camas y, a falta de una silla, Jule estaba sentada en uno de ellos mientras cosía.

—¡Bah! —exclamó esta—. ¡¿De qué me sirven esas semillas?! Lo que me gustaría comer alguna vez es cordero, bien asadito, crujiente, espolvoreado con tomillo fresco. En cambio, solo hay patatas y casi siempre están verdes o muy duras, o ya han echado hijos. ¡Al único que Konrad le da ración de carne es a ese maldito Lambert! ¡La semana pasada le dio una paleta entera de res!

Mientras la estuvo asando sobre una parrilla, el apetitoso olor se les había colado a todos en la nariz. Y no le dio a probar a nadie, casi ni a sus hijos. Con los únicos con los que se mostró generoso fue con los hijos de Konrad, a pesar de que estos eran bien alimentados en la mesa de su padre. No obstante, comieron desenfrenadamente, o más bien se lo tragaron todo, hasta que los dedos y las mejillas les quedaron embadurnados de grasa.

Annelie suspiró. También ella añoraba en secreto un poco de carne fresca. Sin embargo, vertió las semillas en un pequeño cuenco de madera y empezó a triturarlas con un mortero. Las semillas se abrían y soltaban un polvillo de color pardo. En Chile, tal y como había aprendido, era preciso sacar el máximo de lo poco que había, y a veces había que sacarlo todo de la nada.

—Antimán me ha contado cómo preparan el cordero en la isla de Chiloé. Hierven la sangre y la sazonan con cebolla y cilantro. A eso lo llaman
nachi
.

—¿Y cómo te lo contó, si ese hombre no puede (o no quiere) pronunciar palabra? —le preguntó Jule secamente.

—No lo hizo con palabras, sino con gestos. —A la propia Annelie la había asombrado cuántas cosas podían decirse las personas a pesar de estar separadas por la barrera del idioma.

—Bueno, tú entiendes bastante de eso —gruñó Jule—. Lo de encontrarle significado a un silencio.

Con un breve gesto de asentimiento, Annelie señaló en dirección a Richard, que estaba sentado en un rincón, en silencio. Aquel hombre ni siquiera carraspeaba, no suspiraba, solo pasaba las horas con la mirada clavada en un punto fijo del suelo terroso, allí donde tenía los pies. Durante los delirios de la fiebre, al menos había gritado algo, pero desde que la fiebre bajó y Richard se sobrepuso a ella —tal y como Jule había profetizado—, era difícil sacarle una palabra. Había que sentarse a su lado, darle un codazo y buscar durante algún tiempo el azul de sus ojos, hasta que, tras ellos, afloraba algo parecido a la comprensión; y solo entonces, al cabo de un rato, decía alguna palabra. Pero esa palabra nunca estaba relacionada con la vida de penurias que llevaban allí; más bien evocaba recuerdos de Alemania, de su propiedad, de su riqueza de antaño, de las comidas que había saboreado entonces.

Annelie pasó por alto la pulla de Jule. Dejó caer el mortero y levantó una hoja del tamaño de una mano cuyos bordes tenían unas puntas afiladas.

—Estas son las hojas de una planta llamada
nalca
. Antimán me ha dicho que también pueden comerse; las he probado, e imagínate, su sabor recuerda un poco al ruibarbo. Y si lo intentas un par de veces, al final puedes acabar haciendo algo parecido a una tarta de ruibarbo a partir de las semillas de la araucaria y de las hojas de nalca.

Jule arrugó la nariz.

—Bueno, seguirían faltándome los huevos.

Eso sí que era un problema. Cuando llegaron a aquel lugar, aún había un gallo viejo que daba vueltas por la finca. Con un graznido lamentable que era todo lo contrario de un orgulloso quiquiriquí, aquel gallo los había despertado bastantes veces en plena madrugada. En algún momento desapareció: tal vez en la olla de Konrad o de Lambert, y, a diferencia de lo sucedido con la paleta de ternera, nadie le había envidiado aquel gallo viejo y de carne dura. También había gallinas, pero Konrad las mantenía bien encerradas en unas estrechas jaulas, de modo que les era imposible poner huevos.

—Tengo que hablar con Fritz —dijo Annelie en tono pensativo—. Fritz sabe de animales. Hay tantas aves aquí…, tal vez haya algo parecido a los patos salvajes. Ellos también ponen huevos, ¿no? Solo habría que vigilar dónde están los nidos. —Annelie lanzó una mirada tímida hacia donde estaba su enmudecido marido—. A Richard le gustaba tanto la tarta de ruibarbo. Creo que así…, así despertarían los espíritus que lo devolverán a la vida.

—Una buena patada en sus partes también lo conseguiría.

A diferencia de otras palabras suyas, Jule había pronunciado aquellas de un modo apenas perceptible, pero a Annelie no se le habían escapado.

—¡No seas tan dura con él! —le gritó suspirando—. No es culpa suya el no sentirse bien.

Jule dejó de coser.

—Solo hay una cosa que no entiendo: ¿por qué toda vuestra vida gira únicamente en torno a él? Tú pretendes prepararle una tarta de ruibarbo de la nada y Elisa se mata trabajando en su lugar.

—Lo lleva con mucha valentía. Es fuerte. Y siempre supo que aquí tendríamos que trabajar duro.

«Sí —pensó Annelie—, sí que lo sabían, pero lo que no sabían era que trabajarían para un hombre como Konrad, que jamás obtendrían las tierras prometidas y que perderían todas sus herramientas y semillas.»

Pero eso no era lo que más indignaba a Jule en aquel momento.

—Me parece fatal que las mujeres tengan que trabajar duro. Y mucho más cuando hacen el trabajo para que los hombres crean que ellos son los verdaderos héroes. Que Elisa tenga que cortar árboles en lugar de Richard está bien y es lo correcto. Pero ¿por qué ponéis además todo vuestro empeño en preservarle su orgullo? ¿Por qué lo tratáis con remilgos, en lugar de decirle a la cara que ya tenéis que llevar encima una carga demasiado pesada y que él representa una más? ¡Os pasáis horas hablándole con insistencia para sacarle una palabra! Ya te digo, es un esfuerzo de amor tan absurdo como estúpido. ¡Qué tenga la boca cerrada si no puede abrirla!

Annelie bajó la mirada. Una mujer como Jule, que sencillamente había abandonado a su marido y a sus dos hijas, no podía entenderla: no podría entender que ella se lo debía todo a Richard. Que él, a fin de cuentas, se había casado con ella y la había sacado de la miseria en la que había vivido durante toda su niñez.

Pero ahora prefería no pensar en que posiblemente había cambiado aquella miseria por otra aún peor.

—Soy su mujer y lo apoyo. Pase lo que pase.

—Ese hombre no vale para nada —dijo Jule entre dientes—. Pero sí que tuvo fuerzas para hacerte un hijo, ¿cierto?

Annelie se encogió aún más.

Jule era la única que sabía del aborto que había sufrido poco antes de que aquella fiebre se adueñara de Richard. Se lo había ocultado incluso a Elisa; no le había dicho que, tras el aborto sufrido en el barco, se había vuelto a quedar embarazada, pero que su cuerpo no había conseguido mantener a la criatura ni siquiera dos meses y que una noche se había despertado con unos dolores terribles. Aguantando el dolor, se fue a ver a Jule sin hacer ruido, y esta había estado a su lado hasta que ella soltó una masa sanguinolenta. Y fue Jule también la que enterró el feto en la selva.

«He dado un hijo al mar y ahora otro a la selva», había pensado Annelie, y en aquel momento tuvo la sensación de que había enterrado toda esperanza; no solo la de tener aquel hijo varón que tanto anhelaba su marido, sino la de que las cosas fueran bien en aquel lejano país.

Annelie echó una mirada fugaz a Richard por el rabillo del ojo, pero aquel seguía sin mover un músculo de la cara. Un hilillo de saliva le corría por las comisuras de los labios.

Y aunque ella rezaba día tras día para que su marido mejorase, para que por fin llegara a este país y a esta nueva vida, en su fuero interno la acosaba otro pensamiento, un pensamiento traidor: así como estaban no debía yacer de nuevo con Richard, ni podría volver a quedarse embarazada. A pesar de todo, era un alivio pensar en ello, aunque apenas se atrevía a admitirlo ante sí misma, y mucho menos delante de Jule.

—Me gustaría tener un hijo… En algún momento —dijo dubitativa.

—¿Aunque ello te provoque la muerte? —le preguntó Jule con brusquedad—. Ya te lo he dicho: hay formas y medios para evitar un embarazo. Quiero decir que yo conozco esas formas y medios…

Annelie alzó la mano en gesto de rechazo. Después del segundo aborto, Jule le había enseñado una cosa extraña que era una mezcla de papel prensado, estaño, marfil y caucho y que se podía introducir en la vagina para evitar un embarazo. Annelie se sintió tan perturbada al ver aquello que ni siquiera había podido preguntarle a Jule de dónde había sacado una cosa semejante. Solo mucho después Jule le confesó que se lo había birlado a su tío, el médico, después de que naciera su segunda pequeña, para no volver a tener hijos. Annelie se había sentido profundamente incómoda; solo de ver aquel extraño artefacto sentía dolores y mucho más insólita que la idea de metérselo dentro de la vagina le pareció la posibilidad de impedir un embarazo de forma voluntaria.

—¡Yo no quiero eso! —le gritó con voz chillona.

Jule hizo ademán de responderle, pero en ese momento llamaron a la puerta, o más bien a los tres tablones que habían juntado a duras penas y que, a falta de una cerradura como Dios manda, habían fijado a la barraca con unas cuerdas. Las grietas a través de las cuales penetraba constantemente el aire húmedo de la selva eran anchas.

Con un crujido, la puerta de tablones se abrió de golpe, antes de que Annelie pudiera gritar: «¡Pase!».

Era Christine, que traía los brazos rojos como cangrejos hasta los codos. Probablemente, había estado ocupada lavando ropa.

—Dime, Annelie —empezó a decir sin saludar—. ¿Has oído ese grito que…?

Cuando se percató de la presencia de Jule, interrumpió la frase. Christine hablaba con Annelie y Annelie hablaba con Jule. Pero Jule y Christine jamás cambiaban una palabra entre ellas. Mientras que todos los demás se esforzaban por estar en buenos términos con Christine —no solo por la propia mujer, sino porque tenía tres hijos fuertes que sabían trabajar—, Jule jamás había intentado granjearse su simpatía o hacerle cambiar su opinión de que era una mujer muy desagradable con la que era mejor no tener nada que ver.

Christine frunció los labios e hizo ademán de darse la vuelta de inmediato. Pero Annelie dejó caer rápidamente las hojas de nalca y se acercó a ella.

—No, Christine, no hemos oído ningún grito, yo, por lo menos, no. ¿Y tú, Jule?

Era obvio que Annelie pretendía involucrar a la otra mujer en el tema, pero Jule no respondió.

—¡Dios santo! —suspiró Annelie, al ver cómo los labios de Christine se empequeñecían cada vez más—. ¿Es que no vais a hacer las paces nunca? ¡Estamos en una tierra extraña, deberíamos estar unidas!

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