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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

En la Tierra del Fuego (15 page)

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—¡No se lo digas! ¡Por favor, Richard, te lo ruego, no se lo digas!

En las últimas semanas Annelie casi no había hablado, y sus pocas palabras apenas habían sido más que susurros.

A veces Elisa le echaba un vistazo de refilón a su vientre, que se redondeaba cada vez más, pero en su fuero interno la joven aún no había dejado a un lado su enfado.

Elisa dejó caer la botella de aguardiente y entró en el camarote.

—¿Qué es eso que no debes decirme?

Richard se dio la vuelta bruscamente.

—¡Ah, ya estás aquí! El capitán ha ordenado que todos los pasajeros…

—Eso ya lo sé —se apresuró a interrumpirlo su hija—. Pero ¿a qué se refería Annelie? ¿Qué es lo que no debes decirme?

Elisa lo miró a él y luego a su madrastra, y esta, cohibida, bajó los ojos.

—¿Qué es lo que traes ahí? —le preguntó el padre señalando la botella.

—Aguardiente —le explicó Elisa—. Un regalo de Cornelius… Para ti.

Richard cogió la botella sin decir palabra, pero la gratitud que Elisa esperaba no llegó.

—La devolveré —le dijo su padre con el ceño fruncido.

Una vez más, la mirada de Elisa se dirigió a Annelie; casi podía sentirse físicamente la tensión entre ellas.

Annelie negó con la cabeza de un modo imperceptible; un gesto que Elisa no entendió.

—¿Por qué no quieres aceptar el aguardiente? —le dijo Elisa a su padre, impaciente—. Como te he dicho, es un regalo y…

—Elisa —se oyó un largo suspiro y por un instante Richard pareció dudar sobre si continuar o no—. Elisa, ya sé que pasas mucho tiempo con ese joven.

—Con Cornelius Suckow, sí. Él es un…

¿Era posible que no hubiera memorizado su nombre o no lo decía a propósito?

—Puede que sea un hombre amable —dijo Richard— y sin duda es inteligente y también parece ser muy educado. Se ocupa de su tío, tiene buenos modales y es solícito…

Aquella enumeración parecía no tener fin y, aunque solo había dicho palabras de halago, Elisa sospechaba que apuntaban a otra cosa. Annelie se mordía los labios con nerviosismo y fue entonces cuando Elisa comprendió que ella y Richard habían estado hablando precisamente acerca de Cornelius.

—Sin embargo, Elisa —continuó su padre—. A pesar de todo, Elisa, me parece que ese joven… A mí no me parece especialmente… fuerte.

Elisa apretó los puños sin querer. Habían estado hablando de él. Se habían permitido el lujo de emitir un juicio sobre Cornelius.

—Richard —dijo Annelie en voz baja.

—¿Qué pretendes decir con eso? —exclamó Elisa con un chillido.

—¡Elisa, escúchame! ¡Cornelius Suckow no es un campesino! ¡Tampoco es un artesano con formación! Y parece que su tío Zacharias tiene que hacer un esfuerzo supremo incluso para sostener el cuchillo y el tenedor. En Chile se buscan hombres fuertes, en condiciones de trabajar.

—¿Y tú crees que Cornelius no puede hacerlo?

—Cuando pienso en los hijos mayores de los Steiner, Lukas y Fritz… Solo tienes que ver cómo ellos…

Poco a poco la ira de ella había ido acrecentándose, pero aún mantenía la esperanza de que su padre no estuviera de veras diciendo lo que parecía insinuar. Pero cuando reafirmó sus palabras, cuando empezó incluso a alabar los méritos de los hijos de los Steiner, Elisa terminó por perder los papeles y la ira estalló.

—¿Tienes a Cornelius por débil? ¿Es eso lo que quieres decirme? —le gritó su hija de un modo en que jamás se había atrevido a gritarle a su padre. Richard dio un paso atrás, más asombrado que furioso.

—Solo he querido decir que no deberías pasar tanto tiempo con él —balbuceó. Su inseguridad hizo que el último dique se rompiera.

—¿Pretendes prohibirme que trate a Cornelius? —le siguió gritando Elisa—. ¿Acaso tú me preguntaste en su momento si Annelie era la mujer adecuada para ti? Dices que Cornelius es débil, pero mírala, ¡mira lo débil y delgada que es ella! Apenas puede abrir la boca. Y desde que iniciamos el viaje tiene mareos. Cómo podrá trabajar, si ni siquiera está en condiciones de…

La cara de Richard se puso roja, le temblaron los párpados.

—¡Está esperando un hijo! —la interrumpió su padre. Su voz sonaba inusitadamente dura y agresiva.

Aunque Elisa intuía que no debía decir una palabra más, estas se le salían de la boca a borbotones.

—Cornelius es un hombre joven y sano, ¿y dices que es él, precisamente, quien no es apto para vivir en Chile? En cambio, nosotros, que llegaremos allí con un recién nacido y una madre débil, sí que podremos superar la primera etapa sin esfuerzo, ¿no? ¿Quién de nosotros dos se ha buscado al acompañante equivocado?

Escuchó el sonido de la bofetada antes de sentir el golpe. Un dolor abrasador se fue extendiendo por su mejilla ardiente. Elisa no recordaba que su padre le hubiese pegado jamás en la cara y él mismo no parecía menos desconcertado.

Casi con asombro, se miró la mano, cuya huella se había quedado marcada en rojo en la mejilla de su hija.

Elisa sintió que las lágrimas se le saltaban de los ojos, pero no quería que su padre la viera llorar, y mucho menos Annelie. Entonces se dio la vuelta y salió a toda prisa del camarote. El suelo temblaba con más fuerza que antes y por las ranuras de la madera silbaba el aire. Un frío cortante la rodeó.

—¡Elisa! —le gritó Richard a sus espaldas—. ¡Elisa, quédate aquí! ¡Nadie debe salir del camarote! ¡Regresa, por favor!

A pesar de su llamada, Richard von Graberg no hizo ademán alguno de correr tras su hija para traerla de vuelta aunque tuviera que usar la fuerza. De modo que la joven continuó corriendo y corriendo, como si no lo hubiese oído.

Annelie se frotaba las manos con inquietud. Le había resultado difícil de soportar su forzosa inactividad desde el comienzo del viaje, pero hoy tenía la sensación de que estaba a punto de asfixiarse. No estaba acostumbrada a no hacer nada. Desde que era una niña siempre había tenido tareas, en la cocina, en los establos, en los campos de cultivo…, incluso en las largas noches de invierno había tenido que coser, tejer o zurcir, hasta que los ojos le dolían y se le llenaban de lágrimas. Adoraba cocinar, pero todo lo demás era demasiado pesado, y había soñado a veces con poder quedarse sentada mucho tiempo, sin hacer nada, o dormir largamente cuanto quisiera, y no tener que levantarse todos los días a trabajar duro. Pero ahora que llevaba meses tumbada en aquella litera, no disfrutaba de esa tranquilidad, sino que cada día se sentía más cansada y miserable. El hecho de que un niño estuviera creciendo en su interior no le proporcionaba ni alegría ni fuerzas, sino que parecía absorberle de su cuerpo las reservas de ambas cosas.

—Por favor, Richard… —empezó diciendo—. ¡No seas tan duro con ella! —Hacía más de una hora que su marido caminaba inquieto de un lado a otro del camarote—. ¡Deberías salir a buscarla! —lo exhortó Annelie—. Así podrás sentarte a hablar tranquilamente con ella.

A Annelie le dolían los dedos de tanto frotárselos. Los huesos destacaban por su color blanco.

—¡Ha salido del camarote aunque sabe que no debe hacerlo! ¡No voy a correr tras ella! ¡Qué regrese cuando le venga en gana!

El rostro de Richard expresaba más confusión que enfado. Annelie conocía muy bien esa expresión. Antes nunca había visto a Richard von Graberg más que desde lejos; entonces, ella misma era tan solo una niña pequeña y la finca de aquel hombre aún no había sufrido la ruina, por lo que todos hablaban de él con sumo respeto y en voz baja.

Solo la hermana de Annelie lo hacía con cierta envidia y, más tarde, cuando la finca quedó en la ruina, mostró su alegría por el mal ajeno:

—Durante años han mirado a todos desde arriba —se había burlado su hermana—, pero ahora no son mejores que cualquier campesino común y corriente.

Annelie, por su parte, no sintió nada de esa alegría por el mal ajeno, solo compasión. Puede que Richard von Graberg fuese ahora un hombre pobre, pero él y los suyos seguían mostrando un porte distinguido. Su propio padre se pasaba todo el tiempo gritándole y maldiciendo a sus hijos, y también les pegaba sin cesar. En casa de Annelie no había un solo rincón en calma, algo que ella añoraba en secreto. Los Von Graberg —tanto Richard como su fallecida esposa, Elisabeth—, por el contrario, hablaban con moderación y caminaban con altivez, pausadamente, cuando acudían a misa los domingos; eso le ofrecía a Annelie una noción de lo que podía ser una vida mejor, más tranquila y apacible.

Annelie se sentó dolorida. Su cuerpo protestaba, la bilis se le subió, amarga, hasta la garganta.

—¡Quédate acostada! —le ordenó Richard—. ¡Tienes que cuidarte! —Aunque sonaba preocupado, ni siquiera se acercó para sostenerle la mano.

—Por favor —le suplicó ella—. Tengo el estómago muy débil. Tráeme un pedazo de pan.

En realidad, no tenía hambre, pero no encontró mejor pretexto para enviarlo fuera y quedarse sola. Solo de ese modo podría llevar a cabo su plan: un plan que su marido jamás hubiese aprobado.

—Pero…

—Ya sé que debemos quedarnos en el camarote. Pero el mar, ahora, parece estar tranquilo. Si se nos echa encima una tormenta, ya no habrá oportunidad de traer algo de comer y yo me estoy muriendo de hambre.

Él cumplió con los deseos de su esposa a regañadientes, como casi siempre hacía ante sus peticiones, algo que llevaba a Annelie a preguntarse cómo era posible que tuviera ese poder sobre él. Tras la muerte de su primera esposa, Richard solía acudir cada día a su tumba. La primera vez ella se lo había tropezado allí de casualidad; en las semanas siguientes se las había arreglado, con gran cuidado, para aparecer por el cementerio siempre a la misma hora. Fueron la compasión y el respeto los que la llevaron a hacerlo, no el cálculo, como luego le reprochó su envidiosa hermana. Un buen día Annelie encontró el valor para confeccionar un ramo con flores recogidas de los campos y entregárselo al hombre de luto. El rostro de Richard se iluminó por un momento no solo por el consuelo que ella le brindaba, sino por la determinación con la que la joven le dijo que depositara las flores sobre la tumba y rezara una oración, pero que, a continuación, saliera del cementerio e hiciera algo positivo para sí mismo, que intentara ver lo bello de la vida, en lugar de sepultarse bajo un manto de tristeza. Su esposa, le dijo Annelie, seguramente hubiera deseado que su vida continuara.

Incluso hoy a Annelie la asombraba haber podido decir aquellas palabras con tal determinación, en lugar de consumirse en su habitual timidez.

Después de que Richard abandonara el camarote, se incorporó lentamente. Tuvo que esperar un rato a que el mareo desapareciera de su cuerpo y pudiera ver por fin con claridad; a continuación abrió la puerta. Aguzó el oído en ambas direcciones y, al no escuchar ni voces ni pasos, salió rápidamente al pasillo. Una vez más sintió los gruñidos de su estómago y, con un gemido, recostó su pesado cuerpo. Pero así y todo empezó a caminar trabajosamente, decidida a encontrar a Elisa, para poder hablar con ella a solas por fin y tratar de que la joven comprendiera a su padre. Annelie podía vivir con el desprecio de su hijastra, pero no deseaba convertirse en un estorbo, en una cuña interpuesta en la relación entre Richard y la chica. Jamás había pretendido eso.

Al principio había sido únicamente la compasión la que la había impelido a buscar la proximidad de Richard von Graberg y siempre encontraba para él alguna palabra cariñosa, pero luego a todo ello se había unido la necesidad, el puro apremio que sentía cuando se imaginaba una vida entera al lado de su padre, con sus gritos, o junto a sus hermanos, no menos ruidosos, todo el tiempo obligada a trabajar duro. Ella podía soportar la pobreza, pero no aquellos gritos. Y entonces un día se iluminó y se le ocurrió una manera de huir del griterío. Tras la muerte de su esposa, Richard von Graberg, aquel hombre supuestamente orgulloso, no solo se había convertido en una sombra de sí mismo, sino que era fácil de sorprender y se mostraba muy agradecido ante cualquier buen consejo. Por sus venas corría sangre noble, pero él parecía completamente perdido; además, era fácil manipularlo si se lo abordaba con voluntad firme. Ella se fue ganando su confianza con halagos, lo acompañaba en sus paseos y lo esperaba cada domingo después de la misa. No pasó mucho tiempo hasta que la mirada de aquel hombre empezó a brillar cada vez que la veía; una mirada en la que, al mismo tiempo, quedaba mucho aún de vacilación, de inseguridad, de miedo a la vida.

Elisa era muy distinta de él, era arisca y decidida y franca en todo lo que hacía. Annelie sentía gran admiración por la joven y, al mismo tiempo, una profunda tristeza, ya que no conseguía caerle bien a la muchacha.

Annelie sintió cómo le temblaban las piernas. Después de tanto tiempo acostada, las tenía débiles, insensibles, y por un momento temió que le fallaran bajo el peso de su cuerpo. Con un gemido, se detuvo y se apoyó contra la pared cuando el barco, de repente, dio tal bandazo que ella fue tropezando a lo largo del pasillo y, al final, chocó con fuerza contra la pared opuesta. Annelie soltó un grito de dolor y se rodeó instintivamente el vientre con las manos. Días atrás había sentido por primera vez a la criatura, pero ahora esta permanecía tranquila. Cuando se pasaba la mano por la barriga hinchada, la veía únicamente como una molestia. Había intentado alegrarse por la perspectiva de tener un hijo, pero no podía dejar de sentir descontento por aquel destino: ¿por qué tenía que soportar aquella carga justamente ahora? ¿Dónde había quedado aquella otra Annelie, tan ligera, tan ágil y eficiente? Había esperado llevar una vida mejor junto a Richard, pero ahora sentía que se iba marchitando poco a poco.

—¡Elisa! —llamó Annelie débilmente—. ¡Elisa!

Apenas podía imponer su voz sobre los alaridos del viento. No obstante, los vaivenes del barco habían disminuido y pudo seguir andando. Sus pasos eran ahora un poco más seguros y la fueron llevando hacia la escalera que conducía abajo. La amenaza de tormenta no había puesto fin al ajetreo habitual de la entrecubierta. Oyó las carcajadas y el bullicio, los lamentos y los gritos de los niños. Alguien tenía arcadas, otros parecían murmurar unas oraciones, otros reían.

—¡Elisa! —volvió a llamar la mujer de Richard.

Tenía que encontrar a su hijastra e intentar reconciliarla con su padre. Más de una vez había estado a punto de intentar mantener una conversación franca con Elisa, para aclararle que ella no pretendía quitarle a su padre ni manchar la memoria de su madre… Para decirle, incluso, que debían estar unidas. Sin embargo, no se había atrevido, tenía miedo de resultarle fastidiosa a la joven.

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