En la Tierra del Fuego (29 page)

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Authors: Carla Federico

Tags: #Romántica, Viajes

BOOK: En la Tierra del Fuego
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—¡Bah! —La voz de Christine rezumaba desprecio—. Esa mujer abandonó a su marido y huyó, no hablo con alguien así.

—Me hubiera muerto a su lado —comentó Jule fríamente.

—¿De qué?

—¿De qué? Pues de aburrimiento.

Era la primera vez, en semanas, que intercambiaban unas palabras, pero su contenido era poco prometedor.

—No hay que tener esas pretensiones —dijo Christine refunfuñando—. ¿Acaso la vida con mi Jakob ha sido siempre divertida? Cuando era una jovencita, hubiera preferido ser costurera en lugar de parir media docena de hijos. Entonces tenía buena vista y mis manos no estaban tan curtidas como ahora. Así es la vida. Uno no escoge su lugar; pero más vale sacar lo mejor de allí donde a uno lo envían.

Annelie vio cómo Jule empezaba a armarse para dar una respuesta, pero dijese lo que dijese en su defensa, a oídos de Christine siempre sonaría, probablemente, como una ofensa.

—Imagínate, Christine —dijo ella rápidamente—. Estoy tratando de hacer harina a partir de las semillas de la araucaria. Tal vez con ella pueda cocinar luego una tarta. Y las hojas de la nalca saben como el ruibarbo, así que…

—Una idea verdaderamente genial, ¡hacer una tarta a partir de semillas de piña y de unas hojas! —objetó Jule.

Se notaba que Christine no tenía menos dudas al respecto, pero por nada del mundo quería admitir que, de modo excepcional, compartía opinión con su peor enemiga.

—Bueno, tú, por lo menos, no pareces aburrirte aquí —dijo en tono burlón mirando hacia Jule.

Aún hablaba cuando se dio la vuelta para salir de nuevo de la choza.

Pero en ese preciso instante sonó un nuevo grito, un grito alto y penetrante, y esta vez todos pudieron oírlo.

Annelie se estremeció; hasta el propio Richard, que había aguantado la cháchara de las mujeres con cara inexpresiva, alzó la cabeza inquisitivamente.

Y antes de que Christine pudiera abrir la puerta, Poldi irrumpió en la cabaña.

Su cara estaba pálida y tenía los ojos fuera de las órbitas a causa del miedo.

—Madre… —dijo el chico balbuceando y con lágrimas en los ojos—. Madre… Algo ha ocurrido… con papá.

Annelie vio que Christine se tambaleaba, así que se precipitó sobre ella para sujetarla. Había abierto la boca para preguntarle algo a su hijo, pero no logró articular palabra. Sus manos empezaron a retorcerse.

—¿Qué… ha pasado? —preguntó Annelie en su lugar.

Le siguió una charla confusa; aquellas palabras que salían de la boca de Poldi no parecían tener coherencia. El chico habló de un puma, de Konrad, que quería cazarlo, y de repente habló de un árbol que había golpeado a Jakob. Annelie no entendió ni media palabra, pero de la garganta de Christine salió un grito.

—¡¿Está muerto?!

Poldi emitió un sollozo.

—Todavía respira, pero con muy poca fuerza. Y no se mueve.

Elisa le enjugó la frente, lo único que podía hacer por Jakob Steiner. Durante un rato, nadie se había atrevido a moverse, estaban convencidos de que estaba muerto. Seguro que nadie podía sobrevivir tras ser alcanzado por la poderosa rama de una araucaria. Pero luego, cuando consiguieron controlarse un poco y empezaron a apartar aquella maraña de ramas y hojas, de agujas y piñas con las hachas, las sierras y las piernas, vieron que el pecho del señor Steiner se movía, que subía y bajaba.

—¡Tenemos que liberarlo! —dijo Lukas—. ¡Arriba! ¡Saquémoslo de ahí!

—¡No! —lo contradijo Fritz—. Lo dejaremos así tumbado. Probablemente le romperemos todos los huesos si lo agarramos de forma equivocada. Primero debe venir alguien a examinarlo.

—¿Y dónde hay un médico que pueda hacerlo? —preguntó Lukas.

Al final lo habían dejado tumbado, pero habían apartado antes todas las agujas que le pinchaban el cuerpo, aunque no consiguieron apartar todas las ramas que lo mantenían cautivo. Elisa le pasó un trapo a Jakob Steiner por la frente y la tela quedó empapada con su sudor frío.

Jakob siempre había tenido aspecto de viejo, pero en ese instante Elisa creyó estar viendo a un anciano. No solo tenía la piel arrugada, sino que le colgaba como si la carne que estaba debajo hubiera desaparecido sin más y no hubiera quedado de él más que la calavera.

—¿Y ahora qué? —preguntó Lukas.

Fritz sacudió la cabeza.

—Tenemos que esperar… Esperar a que…

Y en ese momento llegaron ellas. Poldi, al que habían enviado para que avisara a las mujeres, les mostraba ahora el camino a Christine, a Jule y a Annelie.

Christine se apartó de las otras y corrió hacia donde estaba su marido.

—¡Santo cielo! ¿Cómo está? ¿Qué habéis hecho? ¿Cómo ha podido ser tan irresponsable para adentrarse en la selva?

Elisa no escuchaba mientras Fritz le explicaba todo a su madre. Clavó la mirada en Jule y, sin darse cuenta, contuvo el aliento. ¿Acaso esta última se dignaría emplear sus manos expertas en examinar al marido de la mujer a la que no había mostrado otra cosa sino enemistad y desprecio? Y lo que era aún más importante: ¿aceptaría Christine la ayuda de Jule?

En eso, de repente, intervino Annelie.

Se acercó a Christine, la tomó con cuidado por los hombros y la llevó hasta el tronco caído. Con gesto suave, la obligó a sentarse, le murmuró algo al oído y, para asombro de todos, Christine no se ofuscó.

Entonces Annelie se volvió hacia Jule y buscó su mirada:

—¿Puedes ayudarlo?

Christine se quedó sentada en silencio. Con gesto despectivo, miró primero a Jule, después a Jakob.

—Es un milagro que todavía esté vivo —dijo Jule gruñendo. Por un momento se detuvo y Elisa temió que lo diera todo por perdido y dijera que no valía la pena, con tal de no hacerle el favor a Christine Steiner.

Pero entonces se inclinó hacia donde estaba el herido, le palpó los miembros con mano experta, en especial los hombros.

—¡Aquí todavía hay trozos de la rama! —dijo escuetamente, y ordenó—: ¡Quitadlos!

Los tres hijos de Jakob Steiner se abalanzaron a la vez sobre su padre, intentando ver quién le liberaría antes el hombro, quitándole de encima aquel monstruo. Poldi, el holgazán de Poldi, gemía y sudaba mientras empujaba aquel pesado madero.

Y entretanto, Elisa seguía sosteniendo la cabeza del herido, mientras Jule le aguantaba los hombros.

Una vez que quedó completamente liberado y que le abrieron la ropa destrozada por la áspera corteza, que también le había rasguñado toda la piel, a Jakob se le escapó un gemido. Fue tan débil que Elisa pensó por un momento que se había equivocado. Se inclinó sobre su boca y el gemido volvió a brotar, esta vez más sonoro, y también percibió que su respiración, hasta hacía un momento tan débil, cobraba fuerza.

Christine exclamó:

—¡Jakob!

Su marido abrió los ojos, una nueva oleada de sudor frío le corrió por la frente.

—No… siento… nada —dijo pronunciando aquellas palabras con una lentitud pasmosa—. No… siento… las piernas.

Jule palpó su cuerpo. Lo golpeó varias veces con el dorso de la mano por debajo de la rodilla, pero no hubo reacción. Luego volvió a concentrarse en los hombros. Cuando le levantó el brazo, este se separó del cuerpo sin ofrecer resistencia, como una marioneta a la que le hubieran cortado todos los hilos.

—Se le ha dislocado el hombro —comprobó Jule finalmente y, tras una larga pausa, anunció en medio del tenso silencio—: Por lo menos, eso puedo arreglarlo.

Dio unas breves instrucciones. Necesitaba un trozo de tela fuerte. Y también debían traerle un pedazo de madera blanda, algo que Jakob pudiera morder cuando ella le enderezara el hombro.

Sin previo aviso, dejó caer el hombro de Jakob Steiner, se levantó de un salto y se acercó a la araucaria cuya rama lo había golpeado. Con expresión pensativa, palpó su grueso tronco.

—¿Qué haces? —le preguntó Annelie confundida.

Jule parecía haber encontrado lo que buscaba, levantó los dedos y se los lamió.

—La resina —dijo—. Esta resina es más pegajosa que la de los árboles de nuestra tierra. Es posible que con ella pueda hacer un vendaje más o menos estable, pero para eso hay tiempo.

Jule se arrodilló de nuevo junto a Jakob; sus párpados se abrieron y cerraron, pero los gemidos habían desaparecido.

—Ahora necesito un hombre bien fuerte —exigió después de que uno de los hijos de Jakob le trajera la tela solicitada y el pedazo de madera.

Poldi, Fritz y Lukas querían ayudar al mismo tiempo y miraban expectantes a su madre, esperando que esta tomara una decisión. Christine, que normalmente solo tenía ojos para Poldi, a quien dedicaba exclusivamente sus preocupaciones, sus alabanzas y su orgullosa sonrisa, volvió la cabeza en su dirección.

—Tú lo harás, Fritz —ordenó en cambio.

Entonces miró por primera vez a Jule y esta le sostuvo la mirada, mientras doblaba varias veces a lo largo la tela que le habían traído y luego tiraba de ella, probándola, a fin de decidir si era lo suficientemente fuerte. Ninguna de las dos mujeres dijo una palabra; pero todos creyeron oír a las dos: el ruego suplicante de una y el frío asentimiento de la otra.

—¡Siéntalo! —le ordenó por fin Jule a Fritz.

Elisa retrocedió. Jakob gimió una vez más y parecía estar haciendo un sumo esfuerzo por levantar los párpados, pero estos le pesaban tanto que apenas pudo abrir más que un pequeño resquicio y tras las escasas pestañas solo se pudieron ver los globos blancos de los ojos. De la boca le salía saliva y Elisa se apresuró a enjugársela.

Fritz lo alzó, sosteniéndole la cabeza, mientras Jule le rodeaba el vientre con la tela como si fuese una cuerda. La mirada de Christine quedó fija cuando se dirigió hacia allí, solo sus hombros se estremecieron, ya fuera por el horror o por el llanto reprimido. Elisa vio cómo Lukas y Poldi se acercaban a ella para servir de sostén a su madre por ambos lados, pero Christine los apartó con brusquedad, dando a entender que, pasara lo que pasara, fuese lo que fuese lo que tuviera que soportar, podía levantarse sin ayuda.

—Bien —dijo Jule—. ¡Y ahora agarra la tela con fuerza!

Mientras Fritz tiraba de su padre en una dirección, Jule tiraba del brazo extendido.

—Esto va a doler —dijo la mujer brevemente. Elisa se apresuró a meterle en la boca a Jakob el trozo de madera. El hombre no se resistió, solo soltó un fuerte resoplido. Elisa no estaba segura de si aquel hombre tendría fuerza suficiente para apretar los dientes y morder el trozo de madera. Ahora que se encontraba sentado, a ella le llamó la atención por primera vez el ángulo extraño que formaban sus piernas extendidas sobre la hierba húmeda.

—¡Presiona con toda tu fuerza! —le advirtió Jule una vez más.

Entonces tiró violentamente del miembro dislocado, mientras Fritz lo aguantaba por el otro lado. Por un momento pareció que iban a partirle el brazo a Jakob por la mitad, pero de repente se escuchó un chasquido, y Jule soltó la mano del padre de Poldi. La madera se le cayó de la boca. El hombre gritó, era un grito ronco y sonoro, pero de inmediato descendió.

—¿Lo has…? ¿Lo has conseguido? —preguntó Christine. Jamás su voz había temblado de ese modo.

Jule miró al herido frunciendo la nariz.

—Podrá usar el brazo de nuevo —le anunció a su enemiga antes de hacer un gesto de asentimiento a Annelie, en señal de que había llegado el momento de ponerle el vendaje—. Pero eso no le servirá de mucho si lo demás no le funciona.

Capítulo 13

A la velocidad del rayo, los hijos de Jakob habían hecho una camilla con unas pocas ramas. La madera crujió cuando colocaron a Jakob encima: la camilla no resistiría su peso por mucho tiempo, pero bastaría para recorrer el breve camino que los llevaría de vuelta hasta la cabaña donde se alojaban. Christine ya no se separó de Jakob, lo había tomado del brazo y buscaba en su rostro, desesperada, una señal de vida. Desde aquel grito de tormento, su marido yacía desmayado. Probablemente, consideraba Elisa, fuera lo mejor para él.

Lo dejaron con cuidado en el suelo delante de la barraca. Las puntas de los dedos de los pies chocaron entre sí; de rodillas para abajo las piernas ya no estaban dobladas hacia fuera, sino hacia dentro. Sobre el suelo empezó a derramarse un líquido de color rojo oscuro, que hacía costra y se ennegrecía. Manaba de una herida en la espalda que nadie había visto hasta ese momento.

Christine pegó un grito.

—No se altere —dijo Jule sobriamente—. No está sangrando tanto como para palmarla.

Mientras Lukas y Fritz ayudaban a levantar a su padre para que Jule pudiera examinarle la lesión de la espalda, las hijas de los Steiner salieron corriendo de la choza. Christl empezó a llorar en cuanto lo vio herido; Lenerl, que a sus diez años tenía la expresión adusta de una anciana, hizo en silencio la señal de la cruz; solo Katherl sonreía como siempre.

—¡Volved a casa! —las reprendió Christine—. ¡No se os ha perdido nada aquí!

Christl lloró aún con más fuerza. Intentando tranquilizarla, Elisa la atrajo hacia ella.

—Tranquila, tranquila… Haz lo que te dice tu madre.

—¿Ha muerto papá? —preguntó la niña balbuceando.

—No, se pondrá bien.

Le costó decir aquella mentira, pero las chicas la creyeron, por lo menos Christl, que cogió a Katherl de la mano y se la llevó consigo; Lenerl las siguió.

Elisa las siguió con la mirada con el corazón oprimido. Los Steiner parecían tener un extraño ángel de la guarda, un ángel que, aunque los había preservado en varias ocasiones de la muerte, otras veces se mostraba bastante holgazán. La pequeña Katherl había sobrevivido a aquel accidente, pero se había quedado algo atontada. Y también era cierto que ahora Jakob seguía respirando y que su hemorragia podía aplacarse con facilidad, pero si Jule estaba en lo cierto, el hombre quedaría con las piernas lisiadas y jamás podría volver a caminar.

Por el rabillo del ojo Elisa vio a una cuarta niña, más pequeña y callada que las hijas de los Steiner. No sabía cuánto tiempo llevaba allí de pie. Era Greta, la del cabello casi blanco, que ahora tenía los ojos abiertos desmesuradamente. Elisa miró a su alrededor. Pocas veces se veía por separado a los dos hermanos Mielhahn; allí donde estaba Greta, estaba casi siempre Viktor, sin embargo, hoy al chico no se lo veía por ninguna parte.

—Greta, ¿qué haces aquí?

Aquella niña la conmovía y le daba miedo al mismo tiempo. Era difícil presenciar cómo los hijos de los Mielhahn eran maltratados por su padre y lo que ese hombre estaba haciendo de ellos: criaturas nerviosas y mudas que temían a su propia sombra. A la vez, despertaban en ella un profundo temor; jamás sabía qué debía decirles, cómo consolarlos, ni siquiera sabía si estaba en condiciones de ayudarlos. Elisa sabía tratar con niños de carne y hueso, pero Greta y Viktor le parecían siempre fantasmas nocturnos hechizados que no soportaban la luz del sol.

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