—¡Estate quieto! —Eran las primeras palabras que Greta decía desde hacía rato y apenas sonaron más intensas que un soplido—. ¡Estate quieto, tienes que estarte quieto!
¿La habría oído Viktor? A Elisa le daba la impresión de que ahora el chico apretaba los dientes y reprimía aquellos gritos quejumbrosos.
—Enseguida supe que el médico del barco era un inútil —gruñó Jule—. Tendría que haberse ocupado hace tiempo de que se distribuyera zumo de limón y vinagre entre la tripulación y los pasajeros del barco. Cualquier alcornoque sabe que de ese modo se pueden evitar muchas enfermedades.
—Pero ¿cómo es posible que el capitán le deje plena libertad para hacer y deshacer? —exclamó Elisa.
—Aquí se ha violado más de una norma. Hay solo tres camas para enfermos y, con más de cien pasajeros, deberían ser, por lo menos, cuatro. Antes de emprender el viaje estuve informándome en detalle sobre quién era el capitán, el hombre responsable de este barco. ¡Aunque por lo visto no asume tal responsabilidad! Probablemente ese borracho de ahí no sea un verdadero oficial sanitario, ni cirujano, lo más seguro es que haya superado un curso práctico en algún hospital, uno de esos cursos en los que se aprende cómo vendar una herida, cómo hacer una sangría o cómo entablillar una fractura en una pierna. ¡Bah! ¡Patrañas! ¡Y el poco sentido común que hace falta para hacer tales cosas él lo pierde bebiendo! En fin, joven, esto es todo por ahora. ¿Tienes fuerzas suficientes para levantarte?
Viktor se retorció con una expresión de dolor en el rostro. Cornelius le soltó la mano a Greta y se inclinó sobre su hermano.
—¡Yo lo llevaré! —dijo con determinación.
Con cuidado, cogió al niño y fue el primero en salir de la enfermería. Greta los siguió con la mirada fija, en cambio, Jule no hizo ademán alguno de marcharse.
—¿Qué está haciendo usted ahí? —preguntó Christine con enfado.
Jule volvió a revolver los cajones, sacó algún que otro frasco o paquete y se los metió debajo del brazo.
—Agua oxigenada, emplastos de cantárida, sal inglesa… ¡Vaya! ¿Y qué más tenemos por aquí? Magnesia quemada, polvo de ruibarbo, semillas de hinojo y linaza. Cosas que se pueden necesitar en un futuro.
A Jule todos aquellos remedios ya no le cabían en las manos, de modo que se quitó el chal y lo ató para hacer un hatillo.
—¿Y piensa usted llevarse todo eso, así sin más? —preguntó Christine, desconcertada.
—Usted les insiste a sus hijos en que yo soy una asesina. De modo que no podrá escandalizarla que solo me comporte como una ladrona.
Christine negó con la cabeza, con desaprobación, pero no dijo nada más, sino que siguió a Cornelius y a los hijos de los Mielhahn hacia el nivel de abajo.
Elisa se había quedado al lado de Jule:
—Usted… parece entender mucho de medicina.
—¡Qué va! —exclamó Jule—. ¡Aún podría entender mucho más! Mi tío era médico y a mí me hubiese gustado serlo, pero no me lo permitieron; a fin de cuentas, no soy más que una mujer, y las mujeres somos todas unas estúpidas, ¿no es cierto? —dijo riendo en son de burla—. Pero, tonta o no, me estudié todos los libros de su biblioteca y fui copiando de ellos lo más importante.
Dicho esto, Jule cerró los cajones y cogió el hatillo con los medicamentos.
«Eso era entonces lo que hay en el libro que ha estado leyendo desde el primer día —pensó Elisa—. No era una biblia.»
Hoscamente, Jule le pegó una patada a la botella de aguardiente vacía y esta fue a dar contra la pared revestida de madera, donde se rompió con un tenue tintineo. Cuando dejaron la enfermería, el médico de a bordo seguía roncando.
Había días buenos y días malos, pero hoy había sucedido algo que jamás había ocurrido antes: un día malo se había convertido en uno bueno.
No estaba sola, constató Greta, llena de asombro. Esas mujeres, las dos mayores y la jovencita, ahora se ocupaban de ella. Eso estaba bien, aunque uno no siempre podía fiarse del todo de las mujeres. Sin duda aquellas eran amables y se preocupaban mucho por Viktor, pero eran mujeres, mujeres como su madre Emma, que apenas levantó la mirada cuando regresaron a la entrecubierta.
Pero, en fin, también estaba
él
… Ese joven que la había consolado. Nadie había hecho algo así por ella jamás. Su padre les pegaba, su hermano gimoteaba y su madre escondía la cabeza. Nunca nadie le había acariciado la cabeza con cariño.
«Cornelius.»
Se llamaba Cornelius. Y Cornelius no se dejó amilanar cuando el padre de Greta se abalanzó sobre él, diciéndole:
—¿Qué hace usted con mi hijo?
Cornelius le sostuvo la mirada sin temblar —no como su hermano—, sin retroceder, que era a lo que se había acostumbrado su madre.
—Más bien la pregunta es qué le está haciendo usted. Pudo haberlo matado a golpes. ¿Es eso lo que quiere? —le preguntó Cornelius fríamente.
Y entonces sucedió lo inconcebible: el enfado que torcía la cara de su padre desapareció de repente y dio paso al temor. Lambert se dio la vuelta y tuvo que observar cómo varios pasajeros alzaban la cabeza y le clavaban unas miradas llenas de reproche. Antes, cuando le estaba dando la paliza a Viktor, a nadie le había importado un pimiento, pero ahora este hombre lo llevaba del brazo.
«Cornelius.»
Se llamaba Cornelius.
—Eso no es asunto suyo —dijo su padre con un gruñido.
Entonces, una de las mujeres se acercó a él: era esa que se llamaba Jule y que no tenía marido.
—Tiene usted razón —dijo, para de inmediato corregirse—: Quiero decir que usted
tendría
razón si no nos encontrásemos en un barco donde convivimos todos hacinados. Yo no tengo ningunas ganas de ver cómo se desangra su hijo, hay cosas más edificantes que ver en la vida. Péguele una bofetada si cree que es necesario castigarlo, pero cuídese de volver a darle una paliza que lo deje casi inconsciente. De lo contrario, tendrá que vérselas conmigo.
Greta vio cómo su padre luchaba por tomar aire, pero antes de que pudiera decir una sola palabra, Jule se fue andando a su litera y los dejó allí plantados. Entonces otra persona se vio en la obligación de añadir algo más.
Christine Steiner se plantó delante de Lambert.
—Tiene razón —le dijo, y no solo en tono de reproche, según le pareció a Greta, sino también con expresión triunfante, ya que por fin podía desenmascarar al odiado Lambert delante de todo el mundo—. Esa no es manera de tratar a un niño.
—¿Pretendéis amenazarme, vosotras, unas mujeres? —preguntó Lambert en tono gruñón.
Cada vez eran más personas las que lo miraban sin disimulo. Greta no podía dar crédito a lo que veían sus ojos; hasta su madre se había incorporado y miraba a su marido con una expresión de profundísimo desconcierto.
—¡Ah, maldita sea! —gruñó de nuevo Lambert, y a continuación salió con paso tempestuoso hacia arriba, pues no soportaba aquellas miradas. Greta no recordaba ninguna otra ocasión en que su padre hubiera salido huyendo de ese modo.
Con sumo cuidado, Cornelius depositó a Viktor en su litera. Su madre le hizo sitio y volvió a bajar la mirada rápidamente.
—No tienes por qué tener miedo —le dijo Cornelius a Greta, al tiempo que le acariciaba la cabeza como había hecho antes, en la enfermería.
La niña cerró los ojos y se entregó plenamente a esa sensación poco habitual y agradable que se iba extendiendo por su cuerpo, dándole calidez. Así era, jamás un hombre la había consolado. Y tampoco había ocurrido nunca que un día malo se hubiese convertido en uno bueno.
El viaje siguió su curso sin apenas cambios; los días se parecían como gotas de agua. El ambiente en el camarote de los Von Graberg seguía siendo tenso. El día en que Elisa se enteró del embarazo de Annelie, cuando regresó sin el médico de a bordo, Richard pareció disgustado. Pero antes de que él pudiera decir nada, Annelie afirmó que se encontraba bien y que no necesitaba ningún médico. Y aunque su pálida faz era el vivo testimonio de que mentía, Richard se plegó a su mirada suplicante y guardó silencio; eso mismo hizo también Elisa en adelante. A veces hablaban de la comida y otras veces comentaban cuánto más duraría aquel largo viaje. El único que tema que jamás abordaban era el del hijo de Annelie. Elisa escapaba de la estrechez del camarote cada vez que le era posible y cuando le tocaba regresar, nunca contaba nada acerca de lo que había vivido fuera.
Más o menos una semana después de haber pasado el canal de la Mancha, ella y Cornelius, en compañía de los hijos de los Steiner, vieron una masa de criaturas gelatinosas con todos los colores del arcoíris que se deslizaban bajo la superficie del agua, muy pegadas al barco. Poldi las señaló con tal entusiasmo que hizo que incluso los marineros repararan en ellas. Uno de ellos dejó caer al agua un balde atado a una soga y capturó a un par de animalejos singulares que, vistos de cerca, parecían champiñones.
—¡No los toquéis! —vociferó el hombre, pero era ya demasiado tarde. La curiosidad le había hecho a Poldi meter la mano en el cubo, pero el chico volvió a retirarla con expresión de dolor en la cara.
—¡Ay! —se quejó Poldi—. ¡Esto quema como las ortigas!
El niño sacudió la mano, que empezaba a ponerse roja, y se puso a saltar en círculos, como loco, intentando soportar el dolor. Fritz sacudió adustamente la cabeza.
—Tú mismo tienes la culpa.
Incluso Lukas, que casi siempre se mostraba retraído, se echó a reír, y Elisa y Cornelius se lanzaron una fugaz mirada de complicidad. Desde que se habían hecho cargo de Greta y de Viktor, ella no se sentía tan cohibida como cuando se conocieron; con todo, no podía evitar ruborizarse.
A Poldi le estuvo ardiendo la mano varios días. No volvieron a ver aquellos extraños animales, sin embargo, aparecieron grandes cantidades de peces voladores del tamaño de un arenque. Estos, a su vez, eran perseguidos por delfines, que a veces se elevaban por encima del agua dando saltos bastante grandes.
En cierta ocasión, el barco se vio de nuevo en medio de un enorme banco de peces cerdo, cada uno de ellos de casi dos metros de largo, con sus bocas —como su nombre indica— semejantes al hocico de un cerdo. Los marineros intentaron capturar alguno en vano; tuvieron, en cambio, más suerte con un pez sol que parecía estar tumbado en el agua en posición totalmente horizontal. Una vez que lo trajeron a cubierta, un marino lo remató con un hacha, o mejor dicho, intentó hacerlo, porque al final el pez seguía vivo y el hacha se había torcido.
—¡Te puedes ahorrar el trabajo! —le gritó otro—. La piel del pez sol es dura como una coraza y debajo no encontrarás carne, solo un poco de grasa en torno a los pulmones, y con un sabor espeluznante.
Por tal razón, volvieron a arrojar el pez al agua. Elisa no estaba segura de que el animal pudiera sobrevivir tras aquella sesión de tortura.
Poco a poco empezaron a sufrir a causa del calor. Las golondrinas que antes pasaban volando por encima del barco, como si fuesen el último adiós que les dedicaba Europa, estaban ya lejos. El camarero del buque les contó que muy pronto pasarían junto a la isla de Madeira, pero, cuando eso sucedió, ya era de noche y nadie pudo disfrutar la vista de esas costas.
—¿Cuándo podremos ver tierra por fin? —se preguntaban los pasajeros una y otra vez; algunos temerosos, otros con estoicismo o esperanzados.
Si antes todos llevaban puesta cuanta ropa traían consigo, ahora intentaban quitarse toda la que podían. Elisa, por ejemplo, sudaba incluso bajo su ligera blusa; nunca había sudado de ese modo en su vida; el aire resultaba especialmente insoportable cuando no había brisa. La entrecubierta se transformó entonces en un horno al rojo vivo y hasta Emma Mielhahn, que se había pasado el rato tumbada en su litera, salió a cubierta en compañía de Greta y de Viktor, y lo mismo hizo Annelie, que en un solo día se quemó tanto la piel que al anochecer ya la tenía cubierta de ampollas.
Otras mujeres eran más fuertes. Jule, por ejemplo, se buscó en cubierta un lugarcito tranquilo donde poder seguir leyendo su libro; Christine se puso a zurcir calcetines con sus hijas, aunque, a decir verdad, la única que la ayudaba en esa labor era Magdalena, mientras Christl no hacía más que protestar por el trabajo y la pequeña se dedicaba a rezongar. También los marineros mataban el tiempo remendando las velas o dando una nueva mano de pintura a los mástiles y las vergas. Los pasajeros más distinguidos jugaban al
whist
o al ajedrez, mientras que los más humildes se divertían con peleas de gallos, un espectáculo sangriento que Elisa encontraba abominable y que siempre intentaba evitar.
Regresar a cubierta era más agradable tras la cena, cuando ya estaba oscuro y Elisa podía disfrutar del aire fresco, contemplar el resplandor del mar o dejar que Cornelius —quien casi siempre le hacía compañía— le explicara cosas sobre las estrellas mientras contemplaban el firmamento.
—Esa de ahí es Orión, la constelación más hermosa de todas —le dijo una noche—. Solo puede verse desde finales del otoño hasta principios de la primavera, porque cuando la constelación de Escorpión aparece en el este, Orión ha de abandonar el cielo por el extremo opuesto.
—Sabes tantas cosas… —murmuró Elisa, llena de admiración—. Seguro que has leído mucho.
La joven recordaba confusamente aquella época en la que leía poemas junto a su madre; cuando todavía no eran pobres y la lucha por la supervivencia no les había hecho olvidar todo lo que en otro tiempo les había brindado alegrías, entretenimiento y diversión.
—A mí me hubiera gustado ser pastor, como mi tío —dijo Cornelius en voz baja.
Entonces ella se volvió hacia él.
—¿Y por qué no te hiciste pastor?
Por un instante el rostro de Cornelius se ensombreció y ella sintió cómo afloraba otra vez en él esa tristeza que había percibido con tanta frecuencia. A veces solo parecía melancólico, pero en otras ocasiones parecía abrigar en su pecho un gran dolor.
—Alguien como yo no podría nunca llegar a ser pastor —dijo él con voz asfixiada.
—¿Alguien como tú? —le preguntó ella, sorprendida.
—Tiene… Tiene que ver con mi madre… —En ese momento pareció intentar hablar lo más elusiva y serenamente posible—. Pero eso no importa, ya no… Matthias siempre decía que yo debía aprender algo que pueda ser necesario en la vida, y la gran teología no estaba entre esas cosas. Quizá tuviera razón.
Desde aquella mañana en que habían pasado la llamada
costa de la Tiza,
el nombre de Matthias no se había vuelto a mencionar. Elisa no sabía por qué había muerto el amigo de Cornelius. Bueno, a decir verdad, era muy poco lo que sabía de él. Pasaban muchas horas juntos, es cierto, y aquel joven le resultaba tan familiar e íntimo que lo echaba de menos con dolor cuando no estaba. Pero no sabía muchas cosas acerca de él, solo que viajaba a Chile en compañía de su tío y que guardaba luto por su amigo Matthias.