—Aquí no hay tierras para nosotros. Y si hubiera, ¿qué iba a hacer yo con ella? ¡No soy campesino! ¡Soy párroco! Pero como tal a mí no me necesitan aquí. La gente se queja por haber perdido sus semillas, no por la salud de su alma.
—El tal Konrad Weber nos ha invitado a ir a su hacienda —dijo Cornelius intentando disimular la duda que su voz dejaba entrever. Si bien la sonrisa jovial de su compatriota le había causado buen efecto, la risotada burlona y sus toscos movimientos lo habían repugnado.
—A mí eso me da absolutamente igual —gruñó Zacharias, al tiempo que escarbaba el suelo con los pies—. No me moveré de aquí.
—Pero…
—No daré un paso más. Me quedo aquí. Aquí hay gente y esa gente vive en casas. En alguna parte habrá una iglesia.
—¡Pero una iglesia católica! ¡Los únicos protestantes en este país somos nosotros, los inmigrantes!
Zacharias alzó la cabeza y miró a su sobrino. La ira había desaparecido de su cara, e incluso la desesperación. Tan solo quedaba una expresión de profundo agotamiento.
—¡No voy a seguir a la selva a un extraño del que no sabemos nada de nada! ¡Puedes estar seguro de que no lo haré!
La oportunidad de abrazar a su tío había quedado atrás. No obstante, Cornelius le puso con cuidado una mano en el hombro.
—¿De qué vas a vivir aquí? —le preguntó.
—Aunque solo haya católicos, no van a dejar morir de hambre a un servidor de Dios, como yo. Y si el tal Konrad Weber nos ofrece trabajo, seguramente también habrá otros que harán lo mismo; y aquí, no en un páramo desolado.
Las palabras del tío eran de una sobriedad asombrosa. Solo cuando le tendió una mano a Cornelius y dejó que este lo ayudara a incorporarse, pareció de nuevo desamparado y quejumbroso como un crío pequeño.
—Tú te quedas conmigo, ¿no? No irás a dejarme solo aquí…
—Tío Zacharias…
Cornelius no podía recordar ningún otro momento del viaje en que se hubiera sentido tan desanimado. A pesar de todos los peligros, de todas las incertidumbres, de algún modo, él siempre había seguido hacia delante. Pero ahora se sentía sin esperanzas, como prisionero en tierra de nadie.
—Corral…, esa ciudad —continuó el pastor Zacharias— dicen que está muy cerca. Por mí, podemos irnos allí. Pero no más lejos.
Cornelius no supo qué decir. ¿Qué sería de Elisa? ¿Cómo iba a dejarla partir con el tal Konrad Weber y quedarse él allí?
—¡No irás a abandonarme!, ¿verdad? —le insistió de nuevo el pastor Zacharias, y esta vez su voz no sonó llorosa, sino aduladora.
Y aunque su tío no las dijera, Cornelius podía oír las palabras que el pastor estaba pensando en silencio.
«Porque yo tampoco te he dejado abandonado nunca. Porque yo no repudié a mi hermana ni al hijo bastardo que llevaba en su vientre, como hizo el resto de la familia, sino que les di un hogar.»
—Quédate conmigo —suspiró el tío—. Te lo ruego: quédate conmigo —repitió apretando con fuerza la mano de Cornelius.
—Sin ti yo no voy a ninguna parte —le dijo el sobrino en voz muy baja.
Elisa remendaba su ropa como podía. No tenía hilo ni agujas, pero sacó unas hebras de las partes rasgadas y las clavó con las uñas en el tejido para luego atarlas por las puntas. No esperaba que aquello aguantara mucho tiempo, pero por lo menos de ese modo taparía los grandes desgarrones de la tela. Estaba tan concentrada en su labor que no se dio cuenta de que una sombra caía sobre ella.
Solo se sobresaltó cuando Cornelius pronunció su nombre.
—¡Ah, aquí estás! Antes desapareciste, cuando vino esa mujer. Una española. ¿La has visto?
Él negó con la cabeza.
—¡Nos ha traído comida! ¡Espera! —Elisa se alisó el vestido y se levantó—. Puede que aún quede alguna de esas tortas de maíz, saben mejor que el pan de los soldados.
Ella había tenido la sensación de que nunca había comido algo tan delicioso como aquella fina masa de harina de maíz amarillenta, crujiente por fuera y blanda y jugosa por dentro. Hambrienta, había devorado las tortitas y solo después se dedicó a examinar a aquella mujer española que se las había traído. Se decía que Konrad Weber había enviado a la mujer para que les trajera el tentempié. Y, tal y como les había prometido, también les iba a proporcionar ropa nueva. Aquella mujer criolla llevaba ropa de colores; lo más llamativo era una túnica similar a una capa, que no tenía mangas propiamente dichas, sino una ranura orlada con largos flecos, a través de la cual se metía la cabeza.
—¡Espera! —la retuvo Cornelius cuando la joven Elisa se disponía a salir para pedir una torta para él—. No tengo hambre. Solo quiero hablar contigo. Pero no aquí.
Elisa lo miró asombrada. Ella sentía que había recuperado algo sus fuerzas, pero él tenía un aspecto más pálido, preocupado y exhausto que el día anterior.
—¡Ven conmigo! —le dijo él lacónicamente. Caminaron entre los cuerpos de la gente que estaba tumbada en el suelo. Casi todos estaban tan sumidos en sus pensamientos y sus preocupaciones que ni notaron su presencia. El cielo que les esperaba fuera estaba gris. No se veía nada del ruinoso cuartel ni del mar, aunque había un olor penetrante a algas y a pescado.
—Konrad Weber también pretende enviarnos unas mantas. ¡Gracias a Dios! Los hijos de los Steiner están pasando un frío de muerte. Sus pantalones y camisas de lino están destrozados y las pantuflas que ellos mismos hicieron, con sus suelas de fieltro, no son suficientes.
Elisa no sabía por qué estaba hablando tanto y tan rápido. Las palabras le brotaban de la boca sin más. Ahora ya no le dolía tanto la garganta y tenía la sensación de que estaba obligada a anunciárselo al mundo entero: estaba viva, tenía todos los huesos sanos y su voz era aún lo bastante fuerte para hacerse oír, e incluso para acallar sus dudas.
Aún no sabía qué pensar del tal Konrad Weber.
—Quiero decir —continuó Elisa—, ¿se ocuparía el tal Konrad Weber de nosotros tan atentamente si no tuviera buen corazón? Es cierto que parece un hombre duro, que es hosco y ruidoso, y antes Jule decía que fiarse de él en todo no era muy buena idea… —La joven se encogió de hombros, todavía tenía el tono escéptico de Jule metido en el oído—. Pero, bien mirado, no tenemos otra opción. ¿Qué vamos a hacer si no en nuestra situación? Seguro que tú encontrarás…
Se interrumpió, solo ahora se daba cuenta de que estaba hablando mucho, mientras que él, en cambio, permanecía callado. Pero eso no era grave. Lo grave fue que él, de pronto, le soltó la mano, se apartó de ella y no la miró a la cara. Antes de que él pudiera hablar, ella sintió que la desesperación se abría paso en su interior.
—Cornelius…
—Yo no voy con vosotros.
Elisa tragó en seco y con dificultad. Acababa de volver a disfrutar de la sensación de respirar libremente. Y ahora su garganta se contraía de nuevo con dolor.
—Cornelius…
—Quiero decir: no iremos con vosotros —se corrigió él mismo, como si eso supusiera alguna diferencia, como si la fuerza implacable del anuncio pudiera atenuarse de ese modo.
—Pero…
Él se volvió una vez más hacia ella y alzó la mirada. Hasta hacía un instante a ella le había parecido que estaba muy cansado, pero por lo visto Elisa había confundido el agotamiento con la tristeza; era esa tristeza que ya le había visto cuando se encontraron por primera vez. Aquello parecía haber ocurrido en otra vida y entretanto habían sucedido demasiadas cosas: la tormenta, el incendio del barco, las muchas horas pasadas en cubierta, durante las cuales había charlado y reído. Horas en las que ella había notado cómo la apatía y la pena habían ido desapareciendo de su expresión y cómo, en su lugar, había ido aflorando un Cornelius decidido y fuerte en el que ella siempre podría confiar.
—Mi tío… Él, sencillamente, no lo conseguirá.
—¿Pretendéis quedaros aquí? —preguntó ella horrorizada.
Él se encogió de hombros.
—Aún no lo sé. Solo sé que antes de que tomemos una decisión sobre nuestro futuro, él tiene que reponer sus fuerzas. ¡No podemos marchar hacia lo desconocido!
—Pero Konrad nos ha prometido que se ocupará de nosotros en su hacienda. Nos ofrece trabajo. Él… —Las dudas acerca de aquel hombre, que un momento atrás todavía pugnaban en su interior, ya no parecían contar para nada. Lo único que contaba era cómo iba a soportar todo aquello, ¡cómo iba a soportar estar siquiera una hora sin él!
Una vez más, Cornelius se encogió de hombros.
—No es una decisión mía —dijo.
—Pero tú la respaldas y la asumes, ¿no? —La consternación de Elisa se convirtió en rabia—. ¿Y lo harás así, sin más? ¿Lo aceptarás como venga? ¿Con esa cara de cordero que va directo al matadero? —La rabia se reveló vacilante y pareció ceder antes de apoderarse totalmente de la joven, tal vez porque no era demasiado fuerte, o tal vez porque era ella la que no se oponía con demasiada fuerza. Elisa se mordió la lengua—. Lo siento —murmuró con voz ahogada, y se dio la vuelta—. Lo siento mucho. No soy quién para hablarte así.
Se alejó unos pasos de él, pero no sabía adónde ir. No había allí nada, ni un diminuto pedacito de tierra familiar sobre el que detenerse y soportar aquella desesperación.
Cornelius corrió tras ella.
—No creas que no me he enfadado con él, pero se trata de mi tío. El tío que siempre ha estado ahí para mí, el tío que…
—Sí, el tío que acogió a tu madre cuando ella esperaba un hijo ilegítimo —dijo ella concluyendo la frase. Solo habían hablado de aquello una vez, cuando él le había confiado la verdad sobre su vida. Y también ahora todo quedaba en esas pocas palabras. Un prolongado silencio se cernió sobre los dos.
—Escucha —dijo él finalmente en voz baja—. Tal vez lo mejor sea que os marchéis con Konrad. Y te prometo una cosa: haré todo lo que esté a mi alcance para que nos veamos de nuevo. Puede que nuestra separación dure poco tiempo. Cuando mi tío se haya sobrepuesto del susto, podemos seguiros hasta donde estéis. Y mientras llega ese momento…, pues nos escribiremos.
Cornelius intentó que su voz sonara arrebatadora, pero no había nada de eso en la expresión de su rostro.
—¿Y cómo? —preguntó Elisa—. No tenemos nada de comer, no tenemos un techo como Dios manda y solo harapos que hacen las veces de ropa. ¿Cómo vamos a…?
—También en Chile hay papel; también en Chile se envían cartas de un lugar a otro. Solo has de creer en ello con firmeza, y…
Entonces, la voz le falló.
En lugar de hablar, de apaciguar sus dudas y de infundirle valor, Cornelius se inclinó hacia delante y la besó, suave y amorosamente primero, y luego con tal fuerza y avidez que a ella le dolió la boca. Pero no le importó. Más que cualquier palabra de ánimo, lo que la consoló fue su abrazo, la presión de sus labios contra los suyos y su lengua, el sabor salobre de su boca y su calidez, convertida más tarde en fuego, a medida que ella se iba apretando más contra él. Quería dejar en él una huella suya, cada poro de su piel; deseaba que quedara grabada en sus almas esa última caricia para que ninguno de los dos la olvidara. Apenas se dio cuenta de cómo apartaba la tela del vestido, de cómo tomaba su mano y se la pasaba por su cuello desnudo, de cómo la iba guiando más abajo, hacia la carne blanda de sus pechos. No sintió el aire frío que los azotaba; no lo sintió mientras él la sujetó entre sus brazos, mientras el terremoto de su cuerpo transfería sus vibraciones al suyo, hambriento. Elisa temblaba y ardía al mismo tiempo, ya no sabía —en medio de aquel apretado abrazo— dónde estaban los límites de su propio cuerpo y los de él, solo sabía que de ese modo se anestesiaban todos los temores y las dudas, por lo menos por un instante fugaz.
Pero entonces todo acabó. Suavemente, él la apartó y le arregló el escote del vestido.
—De esto —dijo ella levantando la mano y acariciándole la frente—, de esto me acordaré; me acordaré cada día que tenga por delante. Me ayudará a mantenerme en pie y me dará consuelo.
Él se inclinó hacia delante, pero esta vez no la besó en la boca, sino en la frente.
—Aquel día en Hamburgo, sentía tal hastío en mi vida… —dijo Cornelius en voz baja—. Quería huir del pasado, no veía ningún futuro ante mí. Pero a tu lado he sentido lo rica que puede ser la vida y cuántas cosas me tiene preparadas. También debes recordar esto y esto también debe ayudarte a mantenerte en pie: que yo deseo compartir mi vida contigo. Y que no deseo otra cosa en este mundo más que convertirte en mi mujer algún día.
Entonces se separó de ella y le apretó la mano por última vez.
—Te esperaré —dijo Elisa antes de regresar al barracón.
A la mañana siguiente, las familias Von Graberg, Mielhahn, Steiner y otras, así como Juliane Eiderstett, siguieron a Konrad Weber hacia lo desconocido. Fue una partida expeditiva, pues apenas tenían nada que llevarse consigo. No todos se habían decidido a seguir a aquel hombre y Elisa se despidió rápidamente de algunas mujeres y niños cuyos rostros se le habían hecho conocidos durante el viaje, a pesar de que ni siquiera sabía sus nombres.
Cuando salieron al exterior, la gente empezó a afluir desde los edificios circundantes y a reunirse allí. Una mujer bajita de rostro muy moreno se acercó a Elisa con una ancha sonrisa y le puso en la mano algo que, más tarde, resultó ser un volován de legumbres. La joven se lo agradeció con otra sonrisa.
—¡Seguid, seguid! —oyó que decía una voz poco amable a sus espaldas. Elisa se dio la vuelta, pero aquella orden no iba dirigida a ella. Lambert Mielhahn instigaba a sus hijos. En su cabeza brillaba una ulceración de color rojo. Viktor parecía petrificado, pero Greta lo arrastraba consigo, con una sonrisa indiferente dibujada en los labios, al igual que Annelie, que arrastraba a Richard tras ella. Y aunque su madrastra tenía un aspecto pálido y cansado, ya no suspiraba ni la mitad de lo que lo hacía en el barco.
Dejaron la costa a sus espaldas, a medida que avanzaban había cada vez menos casas y los caminos eran cada vez más fangosos y estrechos. El rumor del mar se apagó, aquella tierra que los esperaba parecía silenciosa y triste. Los prados eran de un color marrón claro y estaban húmedos, y los bosques eran impenetrables y tenebrosos. Las nubes se agolpaban por encima de sus cabezas y muy pronto empezó a caer una llovizna que tiñó de gris las colinas.
Christl y Magdalena empezaron a quejarse, mientras Poldi maldecía contra todo. Y la pequeña Katherl, que viajaba a hombros de su hermano Fritz, emitió su primer sonido desde que estuvo a punto de ahogarse: fue un balbuceo, pero en cierto modo sonó como una carcajada.