La sonrisa deformó su boca. Elisa no estaba segura, pero tuvo la impresión de que había sido una sonrisa algo despectiva.
En eso Jule se levantó y, con las manos apoyadas en las caderas, dijo:
—Vaya, vaya. De modo que sabe usted cómo nos sentimos. ¿Acaso también su barco fue destruido por el fuego? ¿Perdieron todas sus posesiones durante el viaje?
—No, eso no —admitió Konrad Weber—. Pero en Valdivia nadie nos echó una mano. Nos vimos ante la nada y tuvimos que crearnos una existencia con sumo esfuerzo.
—¡Pero a nosotros nos prometieron tierras! ¡Muchas tierras, tierras fértiles! —dijo Jakob Steiner, que también se había puesto de pie y a quien Elisa apenas había oído decir una palabra hasta el momento—. Un tal Bernhard Eunom Philippi nos invitó a venir a Chile. ¡Seguro que él se ocupa de nosotros!
—Bueno —dijo Konrad Weber encogiéndose de hombros; su expresión despectiva se transformó en burlona—. Me temo que al señor Philippi eso no le será posible. Está muerto. Desde hace varias semanas. Salió de viaje hacia el estrecho de Magallanes y no ha regresado. Probablemente lo hayan asesinado los indios. ¡Maldita gentuza, los pieles rojas!
Al oír aquella triste noticia, un murmullo de espanto se extendió entre los presentes.
—¡Eso no es posible! —gritó uno de los hombres, al tiempo que dos mujeres rompían a llorar.
También Jule, que hasta ese momento se había mantenido de pie al lado de Konrad Weber con gesto orgulloso, retrocedió instintivamente e intercambió una mirada de desconcierto con Christine Steiner. Por primera vez desde hacía varias horas, la mujer no acarició la cara de su hija Katherl, sino que le entregó a Fritz el cuerpo inerte de la niña y se puso también de pie.
—¡Pero tiene que haber alguien que se haga responsable de nosotros! —exclamó.
El murmullo de enfado se incrementó.
Elisa, inquieta, se mordió los labios.
Bernhard Philippi.
Ese era el nombre que su moribunda madre también había mencionado muy a menudo. En las publicaciones para emigrantes podía leerse que aquel hombre había descubierto en Chile territorios no explorados hasta entonces y que esos territorios eran tan vastos que los chilenos, por sí solos, jamás habrían podido poblarlos ni transformarlos en tierras aptas para el cultivo. Y con ese fin le había propuesto al gobierno chileno traer emigrantes alemanes al país.
—Ya, bueno —dijo de nuevo Konrad Weber—. Franz Kindermann, otro compatriota, tenía que haberles dado un recibimiento y acogido a los inmigrantes. Pero se ha enemistado con el gobierno de Chile y ya no tiene voz ni voto. Ahora el agente de la colonización y el encargado de los asuntos migratorios es Vicente Pérez Rosales. Si estuviera aquí, os enviaría probablemente a Melipulli. Muchos de los barcos provenientes de Hamburgo que han llegado últimamente a Corral han seguido viaje hasta allí.
El vocerío fue a más y se produjo una gran confusión.
—¡Pues eso deberíamos hacer nosotros también!
—¿A qué distancia está Melipulli?
—¿Y, una vez allí, el tal señor Rosales nos indicará cuáles son nuestras tierras?
Konrad Weber no interrumpió a la irritada muchedumbre, solo se mordió los labios, pensativo. Cuando los gritos se acallaron, volvió a hablar.
—¡Será mejor que no vayáis a Melipulli! ¡Por lo menos no os lo aconsejo, si me permitís que os lo diga! —Konrad soltó una risotada, lo cual a Elisa no solo le pareció fuera de lugar, sino que le sonó como una mezquindad—. Melipulli es un agujero de mala muerte, lleno de miseria, es todo lo que puedo deciros —continuó el señor Weber—. En algún momento se convertirá en una ciudad… Una ciudad alemana. Pero hasta ahora de eso no hay ni rastro, únicamente un par de barracas, o mejor dicho, un par de tablones de madera unidos por unos clavos. Hay que cruzar las puertas casi a rastras y no hay ventanas ni suelos apisonados. A la madera con la que están hechas esas casuchas ni siquiera le han quitado la corteza. Hay una plazoleta del largo de un árbol delante de las chozas y detrás solo hay selva, parajes salvajes y pantanos.
—Pero ¡eso no puede ser! ¿Dónde están entonces las hectáreas de tierra que nos han prometido?
Una vez más se elevó el murmullo de voces.
Con gesto apaciguador, Konrad Weber alzó la mano.
—Quiero ser muy sincero con vosotros —los interrumpió con un tono con el que pretendía hacerse el simpático—. Me temo que os han prometido demasiado. Os han dicho que todo estaba claro, que había una visión de conjunto sobre las tierras en barbecho… Os han dicho que se les habían comprado esas tierras a los indios y que se os iban a adjudicar; y que os darían semillas y animales con los cuales podríais explotarlas. ¡Pues de eso nada! ¡Son unos embusteros, todos lo son! Puede que Philippi haya sido un hombre honrado, pero sus sucesores —esa gentuza— no lo son.
—Pero ¿quién se ocupará ahora de nosotros?
—En los últimos años muchas cosas han salido mal, lamentablemente, hay que decirlo así. A algunos hombres muy poderosos no les convenía que llegaran protestantes de Alemania para infestar su país de «buenos católicos», como ellos mismos decían. Se entregaron tierras que luego se volvieron a retirar. El tal Rosales, el agente de la colonización, está hasta el cuello de trabajo…
—¿También él es hostil con los protestantes? —preguntó una voz entre los allí reunidos.
—No, eso no. A Rosales le da igual a qué clase de párrocos seguís —dijo Konrad Weber soltando una sonora carcajada—. Pero lo que sí es cierto es que ahora mismo no hay más tierras para repartir. Hace algún tiempo adquirió la Isla Teja para los inmigrantes, pero allí ya se han entregado todas las parcelas. Ahora anda buscando desesperadamente nuevas tierras para poder cumplir con las promesas hechas por Philippi. Pero los chilenos, esos canallas, las venden demasiado caras y a menudo hay discusiones sobre a quién pertenece esto o aquello. Como el país es tan vasto y el número de habitantes tan bajo, nadie podría creer que la tierra escasee. Pero allí donde un español dice: «Este trozo de selva no sirve para nada, es mejor dejársela a los extranjeros», se interpone un piel roja, dice que allí vivieron sus antepasados y reclama el terreno para sí. Ahora el gobierno ha decidido hacer un inventario antes de adjudicar nuevos terrenos a los alemanes. En este país, los molinos de Dios muelen despacio, y despacio van también las cosas de palacio. Tales proyectos pueden demorarse años. Sí, en fin… —dijo el señor Weber, y se encogió de hombros—, os han traído hasta aquí con falsos pretextos. Chile no es la tierra prometida.
—¿Y debemos creer lo que nos dice? —dijo, sublevándose, Fritz. Elisa no había visto que el joven Steiner se había puesto de pie; todavía llevaba a Katherl en brazos, pero, indignado como estaba, ni se daba cuenta de que la cabeza de la niña se bamboleaba de un lado a otro.
Rápidamente Christine se le acercó y le arrebató a la niña.
—Si las cosas son como usted nos las cuenta, entonces el tal agente de colonización debería decírnoslo a la cara, y luego…
—¿Y cómo pensáis llegar hasta él? —lo interrumpió Konrad, mordaz—. Dicen que pasa la mayor parte del tiempo atrincherado en Valparaíso. Pero apuesto a que está en Melipulli; el viaje hasta allí dura unos ocho días. ¿Acaso tenéis suficientes provisiones para resistir ese tiempo? Ahora bien, sí que puedo deciros una cosa: lo mejor será que no abriguéis esperanzas de que os suministren algo aquí. Si tenéis suerte, encontraréis en la playa un par de caracoles que podréis comer crudos.
—¡Al diablo! ¿Así que nos han engatusado para venir aquí y luego dejarnos morir de hambre?
Elisa se estremeció al escuchar aquella sonora voz. Era Lambert Mielhahn quien vociferaba con aquel tono iracundo. Desde su llegada, Elisa se había sumido tanto en su propia miseria que no había vuelto a prestarle atención a él ni a Greta o a Viktor, y ni siquiera se había preguntado cómo estarían lidiando con la muerte de su madre.
En el rostro de Lambert Mielhahn ya no se reflejaba tristeza alguna, solo una ira inmensa. Viktor se encogió; parecía haber llorado mucho, pues tenía los ojos rojos. Solo Greta sonreía suavemente. Se rodeaba las rodillas con los brazos y se balanceaba hacia atrás y hacia delante. El grito de su padre, que continuó sin moderarse ni un ápice, pareció chocar contra ella; sus ojos parecían tan inertes como los de Katherl, pero había en ellos un extraño brillo que hacía que Elisa sintiera un miedo instintivo.
—¡Maldita sea una y mil veces! —rugió Lambert—. ¡De modo que estamos rodeados de estafadores, traidores y explotadores! ¡Es un escándalo, un crimen! ¿Cómo se nos puede…?
—¡Calma, calma! —Konrad Weber caminó hacia él sonriendo con sorna, pero luego su mirada examinó a todos los presentes—. No quería meteros miedo, solo explicaros lo que sucede: no se puede confiar en la gente de aquí. El gobierno decide una cosa hoy y otra mañana. Pero yo… Yo soy compatriota vuestro, puedo hacerme cargo de vosotros.
Elisa no estaba segura de haber entendido bien.
¿Hacerse cargo de ellos? ¿Acaso estaba diciendo que él iba a abogar por su derecho a tener tierra propia?
—Como ya he dicho, yo tuve la suerte de pertenecer a los primeros inmigrantes. Viví durante un corto periodo en Valdivia, pero allí uno solo puede sobrevivir como artesano, no como agricultor. Y yo no esperé a que alguien me acogiera, sino que me di cuenta, ya entonces, de que aquí uno estaba rodeado únicamente de delincuentes y bandidos. En lugar de apostarlo todo a la gestión de un agente de colonización, encargado de los inmigrantes, adquirí una hacienda de un español. Invertí en eso todo el dinero que poseía. Está situada no lejos del río Maullín y tiene más bosques que tierras cultivables, pero ya está produciendo algunas cosechas. Y lo que es más importante: he comenzado a construir una carretera. De eso estamos escasos aquí (es lo que diría si me preguntan) y ese es justamente el problema: apenas es posible dar un paso en esta tierra sin hundirse en un pantano. ¿Cómo pueden llegar los inmigrantes alemanes hasta donde están las tierras sin cultivar, si no hay caminos? ¿Y cómo van a practicar luego el comercio? Esa carretera no solo será de gran ayuda para mí, sino que en algún momento también lo será para vosotros. De modo que no os fieis de los chilenos, tomad vosotros mismos las riendas de vuestras vidas y venid conmigo. En mi hacienda se necesita la ayuda de muchas manos.
—Usted lo ha dicho, es
su
hacienda, no la nuestra —dijo Fritz mirándolo malhumorado.
—¿Y acaso debo sentirme culpable por ello? —respondió el tal Konrad Weber—. ¿Acaso yo soy culpable de toda esta confusión? Quién va a hacerse cargo de los alemanes… Qué tierras quedan por repartir… Cuál es su valor… Mirad una cosa, quizá el tal Rosales pueda algún día aclarar todo este embrollo. Pero hasta entonces no vais a tener muchas opciones, ¿no os parece? Lo habéis perdido todo, ¿no es cierto? Necesitáis alojamiento, necesitáis comida, necesitáis recuperaros del viaje. Yo os ofrezco todo eso y solo os pido que trabajéis en mi hacienda. No tengáis miedo… —dijo, y rio tan de buena gana y durante tanto tiempo que al final lo que salía de su garganta era un graznido—. No soy un traficante de esclavos.
Cuando por fin se calló, se oyó un cuchicheo. La gente repetía lo que el señor Weber había dicho: «Recuperarse del viaje…».
Fritz seguía teniendo una expresión malhumorada en el rostro, pero no dijo nada; y lo mismo pasó con Lambert, que clavó los ojos en sus hijos. Viktor había cerrado los suyos, tal vez para ocultar las lágrimas, y Greta se balanceaba todavía de un lado a otro, con los ojos como platos.
—Padre —dijo Elisa, que se había acercado a Richard y a Annelie—, padre, ¿qué opinas tú de esto?
Richard von Graberg alzó la cabeza y su mirada la asustó profundamente. Sus ojos estaban tan vacíos como los de Katherl Steiner.
—No lo sé —balbuceó él.
—Esa hacienda… —empezó a decir Annelie—; en un principio podríamos encontrar cobijo allí y recuperar fuerzas.
Elisa se volvió. No se le ocurría nada que objetar a la propuesta de Konrad y, aunque este seguía allí de pie, en silencio y con los brazos cruzados, ella sentía que todavía podía oír su risa, esa risa burlona, fría y despectiva.
Quería preguntarle a Cornelius qué pensaba él acerca de la repentina aparición de ese compatriota, pero cuando miró a su alrededor, vio que el sitio del joven Suckow estaba vacío. Y no solo él, también su tío, el pastor, había desaparecido.
—¿Qué haces aquí, tío?
Durante las últimas semanas, Cornelius casi siempre había visto al pastor Zacharias agitado o temeroso. Sin embargo, ahora se quedó desconcertado cuando lo miró a los ojos. Su tío ya no parecía histérico, como venía estando normalmente, sino desamparado y perdido como un niño pequeño. Como no soportaba estar en el barracón, había huido al exterior, donde, sin importarle la suciedad, se había sentado en el suelo, sin más.
—No aguanto esto… —dijo balbuceando—, toda esa gente…, las historias de lo que han perdido… ¡Toda esa miseria!
El propio aspecto de su tío no podía ser más miserable. Cornelius se inclinó hacia él. Por mucho que le molestaran los constantes lamentos de su pariente, eso jamás había podido hacer mella en su sincero afecto por él.
—Tío Zacharias…
Cornelius no recordaba haberse sentado en el regazo de Zacharias alguna vez siendo niño, ni que este le hubiera revuelto el pelo cuando retozaba. El tío demostraba su bondad para con él dándole buenos consejos y apoyándolo financieramente, pero nunca había habido caricias o abrazos. Ahora, sin embargo, el sobrino tenía la sensación de que debía abrazarlo y acunarlo en sus brazos. Pero cuando se acercó un poco más, Zacharias se sobresaltó, furioso.
—¡Tú…! ¡Tú me apremiaste a hacer esto! —le gritó con voz ronca—. ¡Igual que el obispo! Juntos me habéis convencido para que viniera a esta maldita tierra y yo cedí como un imbécil. ¡Nunca debí hacerlo! ¡Nunca! ¡Nunca!
Cornelius dio un paso atrás, alarmado. La voz de Zacharias no parecía tan solo llorosa, sino que tenía un tono apagado; no era su tono habitual, había en ella un deje de desesperación.
—Ah, tío —suspiró el sobrino—. Hemos vivido cosas terribles, pero las hemos superado. Estamos vivos aún ¡y eso es un regalo! Y estoy seguro de que…
—Ya lo has oído… —lo interrumpió Zacharias con sequedad.
El tío apretó las rodillas contra su cuerpo y hundió la cabeza entre los brazos. Su voz sonaba algo sorda cuando continuó hablando: