—¡Eh! —gritó Fritz hacia delante.
Tuvo que repetir aquella llamada impaciente varias veces hasta que Konrad Weber por fin lo escuchó. Este iba a la cabeza del grupo y ahora se acercó a ellos. Elisa se sobresaltó al ver el fusil que llevaba al hombro.
Al señor Weber no se le escapó la expresión temerosa de la joven.
—Nunca se sabe qué panda de delincuentes acecha al borde del camino —dijo el hombre fríamente.
Fritz señaló a los niños.
—No pueden andar tan rápido. ¡Tiene que tener consideración con ellos!
—¿Ah, sí? —preguntó Konrad riendo; la lluvia arreciaba—. ¿De veras tengo que hacerlo? Escúchame bien, muchachito —dijo acercándose mucho a Fritz—. Aquí soy yo quien marca el paso.
Fritz le sostuvo la mirada y no se movió ni un palmo:
—¿Y qué pasa si nosotros no lo seguimos?
Konrad Weber rio de nuevo.
—¿Veis por aquí a alguien que pueda ayudaros, salvo yo? U os acopláis a mí o estaréis perdidos en este país.
Dicho esto, Konrad Weber caminó de nuevo hacia la parte delantera.
Elisa sintió un escalofrío. Tenía la ropa empapada, aunque apenas acababan de emprender la marcha. No sabía qué era más difícil de sobrellevar: si la pena insoportable que la embargaba por haber tenido que despedirse de Cornelius de un modo tan precipitado o el miedo que la invadió cuando las palabras maliciosas del tal Konrad Weber surtieron su efecto en ella: el miedo de no estar dirigiéndose hacia una nueva vida llena de cosas bellas, sino hacia la perdición.
Aquel pájaro era diminuto: la longitud desde su cola emplumada hasta el afilado pico era apenas más grande que la delicada mano de un niño. Parecía haberse extraviado entre la oscura maleza y revoloteó durante un rato en círculos, canturreando, antes de hundir el pico en una de las alargadas campánulas. El suelo crujió bajo los pies de Elisa cuando la joven se acercó para examinarlo con más detenimiento. Llevaba trabajando en el bosque desde por la mañana temprano, pero era la primera vez que alzaba la vista, que estiraba la espalda un poco y mantenía la cara alzada hacia los delgados rayos de sol, que raras veces penetraban hasta el suelo a través de las tupidas copas de los árboles.
«Qué bonito —pensó cuando el ave revoloteó hasta la siguiente flor—, qué bonito es ese pájaro.»
Su plumaje despedía un destello verde metálico, el cuello era de varios colores y no menos brillante. Sus ojillos oscuros parecían observar a Elisa con atención.
«Qué poca atención prestamos debido al trabajo duro —le pasó a Elisa por la cabeza—. Nos abrimos paso a través de esta selva como si fuera un territorio enemigo y olvidamos a menudo lo hermosa que es, lo hermosa que puede ser.»
Le escribiría a Cornelius sobre esa ave, aunque solo lo hiciera de pensamiento. A continuación, Elisa imaginó que tomaba un pliego de papel (que no había por ninguna parte), que colocaba la pluma (que le negaban) y que escribía sobre la vida (la cual, demasiado a menudo, solo consistía en trabajo y muy pocas veces incluía momentos mágicos como ese). A veces ni siquiera se imaginaba que le escribía. Sencillamente, cerraba los ojos, evocaba su cara y, a continuación, murmuraba algo en voz muy baja. Le contaba las experiencias que había tenido, las cosas que pesaban sobre su alma, le hablaba de su nueva vida y de sus penurias, de sus decepciones y sus miedos, de sus esperanzas y anhelos más íntimos. Pero sobre todo le decía lo mucho que lo echaba de menos, cuánto se consumía deseándolo no solo durante el día, sino también por las noches, cuando un sueño ya antiguo la perseguía: un sueño en el que ella caminaba con él a través de la selva más oscura e impenetrable, apretando bien su mano, sintiéndose segura y protegida, hasta que de repente se levantaba una niebla que lo engullía todo y ella dejaba de sentir su proximidad. Entonces se veía allí sola, completamente sola en un mundo salvaje y amenazante. No eran pocas las veces que Elisa se despertaba con el nombre de Cornelius en los labios y los ojos llenos de lágrimas.
El pájaro ladeó la cabeza, volvió a emitir un trino, esta vez muy sonoro y melódico, y se marchó, de pronto, batiendo alas. El verde de las plumas de su cola se fundió con el color de la selva.
—¿Cómo se habrá extraviado hasta aquí? —dijo una voz a espaldas de Elisa.
Sintiéndose culpable, Elisa se dio la vuelta bruscamente, dispuesta a explicar a toda prisa que no había descuidado su trabajo, pero Fritz, de todos modos, tampoco parecía tener intenciones de reprocharle nada.
—Era un colibrí —le explicó el joven—. Ojalá encuentre de nuevo el camino para salir de esta selva.
La mirada de Elisa se posó en la flor de color violeta con forma de campana en la que el pájaro había metido el pico, y que, ahora que el ave se había marchado, parecía abandonada.
—No solo busca el néctar de las flores, sino que también devora los insectos que se esconden en ellas —siguió explicando Fritz.
Pocas veces ocurría que Fritz regalase sus conocimientos y menos veces aún ocurría que obsequiara ese saber sin que nadie le hubiese preguntado; un instante después, el joven dijo:
—Bueno, continuemos con el trabajo.
Elisa asintió. Fritz era el más aplicado de todos los trabajadores y Lukas solía ser el más callado; Poldi, por su parte, era el más holgazán. En el último año, el chico había pegado un gran estirón, ahora medía medio palmo más que ella y, desde lejos, parecía un hombre adulto. Sin embargo, su carita de niño, con su nariz respingona, sus ojos azules y curiosos y sus pecas, no encajaba muy bien ni con su estatura ni con la fuerza de que estaba dotado, la cual tampoco solía demostrar con demasiada frecuencia.
No obstante, cada vez que tardaban en regresar del trabajo en el bosque, Christine se abalanzaba primero sobre él soltando un suspiro de alivio, y lo abrazaba durante mucho más tiempo. No era que aquella mujer ya no pudiera mostrarse severa. Solía repartir bofetadas con la misma facilidad de siempre, tanto a las niñas pequeñas como a los varones, de mayor edad. Pero lo que para Elisa había estado oculto durante la travesía en el barco se revelaba aquí cada día: Poldi era el hijo que su madre más quería. Esta separaba para él la mejor porción de pan y también le aplicaba ungüentos sobre las manos agrietadas. Las manos de Fritz, en cambio, estaban llenas de callos desde hacía tiempo, pero él jamás disfrutaba de tales cuidados. Y aunque nunca se quejaba de dolores y había que conocerlo muy bien para notar en su expresión impenetrable la manifestación de algún sentimiento, Elisa sí que notaba cómo sus labios se torcían en un gesto de decepción cuando su madre le dedicaba aquellos cuidados especiales a su hermano Poldi y no a él.
Solo en una ocasión se le escapó algo.
—Es de él de quien más se ocupa —le había dicho a Elisa con tono de amargura.
—De eso nada —había dicho la joven Von Graberg intentando consolarlo—. Es a él a quien más se lo demuestra. De ti y de Lukas puede fiarse sin demasiadas preocupaciones, pero ella sabe que Poldi es el más inestable de todos vosotros.
Fritz no había respondido y Elisa nunca estuvo segura de si ella misma creía en lo que había dicho.
La vida no era justa, y mucho menos allí. Si algo había aprendido la joven era que no eran los más valientes y los más fuertes los que recibían la mayor atención, sino los más débiles.
Entonces, sus pensamientos volaron hacia su padre; al fin y al cabo, en el fondo, era su trabajo el que ella estaba haciendo ahora en el bosque. En principio, esas labores (talar árboles y partir leña) correspondían únicamente a los hombres. Sin embargo, poco después de su llegada, Richard von Graberg —que desde el incendio del barco había permanecido en silencio y con expresión extraviada— enfermó, tuvo fiebre alta y estuvo luchando durante varios días con la muerte. Y aunque había ganado aquel combate, ya no volvió a ser el mismo de antes. Se negó a levantarse de la cama, aunque su cuerpo seguía recuperando fuerzas. Tal vez fuera culpa de alguna enfermedad propia de aquellas latitudes, de su nostalgia por Alemania o —como Jule había dicho sarcásticamente en una ocasión— de la incapacidad para echar raíces en una tierra extraña.
Desde entonces Elisa lo reemplazaba en las labores en la selva; se recogía el pelo en un moño apretado y ponía manos a la obra, como si jamás hubiera hecho otra cosa. Se acostumbró a los dolores de espalda, a las manos agrietadas, a tener esos músculos masculinos en los hombros, y nunca se quejaba. Solo a veces se sentía un poco como Fritz y deseaba en secreto que alguien viera cómo ponía en juego todas sus fuerzas, e incluso más, y le diera algún estímulo o incluso la alabara.
«Pero ¿a qué viene esto?», pensó, y se dispuso a volver al trabajo. Sin embargo, antes de que llegara hasta donde estaban los hombres, a los que había dejado atrás mientras perseguía al colibrí, una voz tronante estremeció toda la selva.
—¡¿Acaso es hoy día de ocio?!
Aquellas palabras llegaron tan inesperadamente que Elisa se sobresaltó, temerosa. Agarró rápidamente uno de los azadones para disimular que había estado haciendo una breve pausa. Y cuando ya lo tenía bien agarrado, lamentó haberse convertido en una cobarde despreciable: ¿cómo podía tener mala conciencia por haber estado estirando su achacosa espalda unos pocos minutos? ¿De dónde emanaba el poder de Konrad Weber para asustarla de aquel modo?
Con gesto obstinado, alzó los ojos, pero esta vez no había sido ella la que había atraído la atención del señor Weber, sino —como solía suceder— uno de los chicos de la familia Steiner.
Elisa vio que Konrad Weber llevaba consigo su escopeta, colgada al hombro con descuido, pero lista para disparar a cualquiera. En una ocasión había apuntado a Poldi y eso había sucedido hacía apenas medio año, una vez que el chico había perdido el control y protestado por el sueldo miserable que les pagaban por su trabajo. Aunque no había sido aquella la primera vez que Konrad mostraba su verdadero rostro, Elisa nunca se había maldecido tanto por haber sido tan estúpida —aquella vez en Corral— de confiar en aquel hombre y tomarlo por alguien que acudía a ayudarlos en una situación de apuro.
Fritz acababa de señalar el arma con un gesto del mentón.
—¿Se cree usted en la obligación de inculcarnos disciplina de trabajo con eso en la mano?
Unos sonidos extraños salieron de la boca de Konrad Weber, algo que podía ser una risita nerviosa o tal vez un gruñido.
—¡Salgo de cacería! —anunció orgulloso—. Ese puma ha vuelto a hacer de las suyas y ha despedazado tres corderos.
Elisa vio cómo Fritz hacía un gesto negativo con la cabeza. Semanas atrás, Konrad Weber había anunciado que le gustaría disparar alguna vez a un puma. De todos los animales que vivían allí, jamás había cazado uno de esos felinos: a veces regresaba de la caza con algunas liebres, con gatos salvajes o zorros, una vez trajo incluso un cervatillo muy pequeño, que Fritz clasificó como un pudú, y en otra ocasión había venido con uno más grande, el cual —y eso también lo sabía por Fritz— en realidad habitaba en los Andes. Durante un tiempo había hallado placer en cazar cóndores y afirmaba que esos pajarracos atacaban a sus ovejas. No quería creer que los cóndores, como le había dicho Fritz en aquella ocasión, no eran aves de rapiña, sino carroñeras. También ahora mostró cierto disgusto, pues no se le había escapado el gesto de desaprobación del joven Fritz.
—¿Tienes algo que decir sobre esto?
Fritz vaciló un instante.
—Los pumas son animales tímidos —dijo entre dientes—. Casi ninguno de nosotros ha visto uno. No se atreven a aproximarse a las personas, por eso no atacarían a las ovejas. Y solo unos pocos habitan en la selva, prefieren las sabanas con prados.
—Vaaaya —empezó a decir Konrad arrastrando la palabra—. ¿El señorito sabihondo predice que estoy equivocado?
—Yo no he dicho eso. Solo he dicho que no se topará con nada sobre lo que disparar.
—¡Venga ya! —Esta vez fue más fácil identificar los sonidos de su boca con una risa—. Por aquí hay un montón de animales que se arrastran entre los matorrales. ¡Seguro que encontraré algo que cargarme con un disparo! —Dicho esto, se volvió hacia su acompañante—. ¿No es cierto?
Lambert Mielhahn asintió, diligente.
El eczema rojizo de su frente, que Lambert se había tapado durante el largo viaje en barco, había empeorado en aquel clima tan cálido. Por lo demás, era a él a quien mejor le iba de todos. Konrad le había asignado la vivienda más espaciosa y también recibía las mayores raciones de pan, patatas, maíz y, a veces, incluso de carne. No lo obligaba a trabajar en la selva, sino que lo destinó a realizar pequeñas labores de reparación.
Según palabras del propio Lambert, esto se debía a que Konrad era un cazador entusiasta y él, Lambert, entendía mucho de caza: por eso lo acompañaba por la verde maleza, se echaba al hombro los animales cazados y limpiaba, con mano de experto, las escopetas de caza de Konrad Weber.
Pero lo que a veces llegaba a parecer una amistad no residía, a ojos de Elisa, en la pasión compartida por la caza, sino en el parecido de ambos hombres. Los dos habían perdido a sus mujeres y no mostraban ningún sentimiento de luto por esa pérdida, ya que las habían despreciado cuando vivían. Y los dos, asimismo, trataban a sus hijos con mano dura. Desde la muerte de Emma, Viktor y Greta se habían vuelto más asustadizos que de costumbre y cada vez era más frecuente ver moratones en sus cuerpos. Moritz y Gotthard, los dos hijos de Konrad, tenían la misma edad que Fritz y Lukas, pero eran menos vergonzosos. Daban órdenes con la misma sonrisa descarada que su padre y, a espaldas de su progenitor, se comportaban como amos y señores de todo. Sin embargo, delante de Konrad se ponían firmes como dos soldados.