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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (24 page)

BOOK: En el Laberinto
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«De todos modos —reflexionó el animal—, un perro desmayado de hambre no sirve de mucho en una pelea.»

Emitió un gañido, se frotó contra la pierna de Haplo y dirigió una mirada anhelante hacia el túnel por el que habían venido.

—¿Tienes que salir? —inquirió Haplo, mirándolo con irritación.

El perro meditó la respuesta. No era aquello lo que pretendía. Y, en realidad, no tenía que salir fuera; por lo menos, en el sentido que lo decía Haplo. De momento, no era necesario. De todos modos, al menos, los dos estarían fuera. En cualquier otra parte que no fuese aquel túnel iluminado por las runas.

Así pues, irguió las orejas, muy tiesas, para indicar que sí, que tenía necesidad de salir. Una vez en el exterior, había un corto trecho hasta la nave y las morcillas.

—Ve, pues —dijo Haplo, impaciente—. No me necesitas. No te pierdas en la tormenta,

¡Perderse en la tormenta! ¡Mirad quién hablaba de perderse! En cualquier caso, el perro había recibido permiso para irse y eso era lo principal, aunque su amo se lo hubiese concedido gracias a un malentendido. Al animal, este detalle le producía punzadas en la conciencia, pero las punzadas del hambre eran mucho más dolorosas y se alejó al trote sin profundizar más en el asunto.

Solamente cuando estuvo a medio camino de la escalera que conducía a la boca de los túneles, cerca de otro hombre que no olía como Alfred pero se le parecía, se dio cuenta de que tenía un problema.

No podría volver a bordo sin ayuda.

El animal desfalleció. Sus pisadas vacilaron. La cola, que agitaba frenéticamente momentos antes, cayó fláccida entre sus cuartos traseros. Se habría dejado caer sobre el vientre, de desesperación, de no haberse encontrado en aquel momento subiendo por la escalera, lo que hacía muy incómoda tal postura. Se arrastró, pues, peldaños arriba. Cerca del hombre que parecía Alfred aunque no tenía su olor, se detuvo un momento a rascarse y a reflexionar sobre su problema más inmediato.

La nave de Haplo estaba completamente protegida por la magia rúnica patryn, pero ésta no era traba para el perro, que podía colarse en los signos con la misma facilidad que si estuviera embadurnado de grasa. En cambio, las patas no servían para abrir puertas y, aunque puertas y paredes no lo habían detenido cuando había acudido al rescate de su amo, tales obstáculos podían perfectamente impedirle colarse en el interior para robar morcillas, Incluso el animal era capaz de reconocer que había una clara diferencia.

También estaba el desgraciado contratiempo de que Haplo guardaba las morcillas colgadas cerca del techo, fuera del alcance de un perro hambriento. Era otro detalle que el animal no había tenido en cuenta.

«Sencillamente, no es mi día», se dijo el perro, o algo parecido.

Acababa de exhalar otro suspiro de frustración y ya pensaba en echar el diente a otra cosa, cuando captó un olor.

Se puso tenso. Era un olor familiar, de una persona que el perro conocía bien. El aroma de aquel hombre era muy peculiar, compuesto por una mezcla de elfo y humano, mezclado con el olor del esterego y atado todo ello por un penetrante tufo a peligro, a nerviosa expectación.

Se incorporó a cuatro patas de un brinco, buscó el origen del aroma en la sala y dio con él casi de inmediato.

Era su amigo, el amigo de su amo, Hugh
la Mano.
Se había afeitado todo el pelo, por alguna razón que el perro no se molestó en intentar descubrir. Pocas de las cosas que hacía la gente tenían sentido para él.

El perro enseñó los dientes en una sonrisa y agitó la cola en señal de amistoso reconocimiento.

Hugh no respondió. Parecía desconcertado ante la presencia del perro. Refunfuñando, le soltó un puntapié. El animal comprendió que no era bien recibido.

No se conformó. Posado sobre los cuartos traseros, levantó una pata para que Hugh la sacudiera. Por alguna razón que siempre se le escapaba, a la gente le resultaba encantador aquel gesto estúpido.

Al parecer, dio resultado. El perro no alcanzaba a ver la cara del hombre, oculta bajo una capucha (¡qué rara era la gente!), pero sabía que Hugh lo observaba ahora con interés. El hombre se puso en cuclillas y lo incitó a acercarse.

El animal captó el ruido del movimiento de la mano bajo la capa, aunque el hombre ponía todo su empeño en hacerlo en silencio. Con un chirrido, Hugh sacó un objeto. El perro olfateó a hierro impregnado de sangre vieja, un olor que no le gustó demasiado, pero no era momento para andarse con remilgos.

Hugh aceptó la pata del perro y la sacudió con gesto grave.

—¿Dónde está tu amo? ¿Dónde está Haplo?

Bien, a aquellas alturas el perro no estaba dispuesto a lanzarse a una explicación detallada. Se puso de nuevo a cuatro patas, impaciente por marcharse. Allí tenía a alguien que podía abrir puertas y descolgar morcillas de sus ganchos. Así pues, le contó una mentira.

Soltó un ladrido y volvió la cabeza hacia la puerta de la Factría, en dirección a la nave de Haplo.

Es preciso añadir que el perro no lo consideró tal mentira. Se trataba simplemente de coger la verdad, mordisquearla un poco y, luego, enterrarla para más adelante. Su amo no estaba a bordo en aquel preciso momento, como quería hacer creer a Hugh, pero pronto llegaría.

Mientras lo esperaban, el perro y Hugh podrían hacer una agradable visita y compartir un par de morcillas. Ya habría tiempo para explicaciones más adelante.

Pero, naturalmente, el hombre no fue capaz de reaccionar de forma sencilla y lógica. Hugh
la Mano
miró en torno a él con desconfianza, como si esperara que Haplo saltara sobre él en cualquier momento. Tras comprobar que no estaba, Hugh lanzó una mirada iracunda al animal.

—¿Cómo ha pasado junto a mí sin que lo viera?

El perro sintió crecer dentro de él un aullido de frustración, ¡Condenado hombre, había muchos modos en que Haplo podía haberse deslizado junto a él, inadvertido! La magia, por ejemplo...

—Supongo que habrá utilizado la magia —murmuró Hugh al tiempo que se incorporaba. Se escuchó de nuevo aquel sonido chirriante y el olor a hierro y sangre se redujo considerablemente, para alivio del perro—. ¿Y por qué se escabulle? —Continuó diciéndose Hugh
la Mano—.
Tal vez sospecha que se está tramando algo. Eso debe de ser. Haplo no es de los que corren riesgos. Pero, entonces, ¿qué haces tú suelto por aquí? No te habrá mandado él a buscarme, ¿verdad?

El hombre volvía a mirarlo fijamente. ¡Oh, por el amor de todo lo grasiento!, pensó el perro. Con gusto habría mordido al tipo. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado? ¿Acaso el hombre no había tenido hambre nunca?

Con aire de inocencia, ladeó la cabeza y, dedicando al hombre una mirada enternecedora de sus oscuros ojos, gimió un poco para protestar de la falsa acusación.

—Supongo que no —dijo Hugh, clavando la vista en el perro—. Y seguro que no puede saber de ninguna manera que soy yo quien lo sigue. Y tú..., tú podrías ser mi billete a bordo de la nave. Haplo te dejaría subir. Y, cuando vea que yo te acompaño, me dejará hacerlo también. Vamos, pues, chucho. Guíame.

Cuando aquel hombre tomaba una decisión, se ponía en marcha enseguida. Él tuvo que reconocérselo, de modo que prefirió hacer caso omiso, de momento, del uso de aquel término tan ofensivo, «chucho».

Tras dar unas vueltas en torno a sí mismo, el perro salió corriendo por la entrada a la Factría. El hombre lo siguió de cerca. Pareció algo amilanado ante la visión de la tremenda tormenta que se abatía sobre Drevlin pero, tras unos momentos de vacilación, se caló la capucha y avanzó decidido bajo el viento y la lluvia.

El perro, respondiendo con ladridos a los truenos, avanzó chapoteando alegremente en los charcos en dirección a la nave, una enorme mole de oscuridad tachonada de runas, apenas visible entre la cortina inclinada de lluvia.

Por supuesto, llegaría el momento en que, ya a bordo de la nave, Hugh
la Mano
descubriría que Haplo no estaba a bordo. Un momento que podía resultar delicado. Sin embargo, el perro tenía la esperanza de que no llegara antes de que hubiera convencido al hombre de que le alcanzara unas cuantas morcillas.

El animal se sentía capaz de cualquier cosa, una vez que tuviera el estómago lleno.

CAPÍTULO 17

WOMBE, DREVLIN

ARIANO

A solas en el pasadizo, Haplo echó una ojeada a la sala del autómata. Los mensch hablaban animadamente entre ellos, moviéndose de un ojo de cristal al siguiente para contemplar las maravillas del nuevo mundo. Limbeck estaba plantado en el centro de la sala, desde donde pronunciaba un discurso. La única que lo escuchaba era Jarre, pero el enano no se enteraba de lo reducido de su público, ni le hubiese importado. Jarre lo miraba con ojos tiernos: los suyos verían perfectamente por los dos.

—Adiós, amigos míos —dijo Haplo a los enanos desde el pasadizo, a suficiente distancia como para que no pudieran oírlo. Dio media vuelta y se alejó.

Ahora, Ariano estaría en paz. Una paz inquieta, salpicada de grietas y desgarros. Una paz que temblaría y se tambalearía y amenazaría más de una vez con desmoronarse y aplastar debajo a todos ellos, pero los menschs guiados por sus sabios líderes, apuntalarían la paz aquí, la remendarían allá, y lograrían mantenerla en pie, fuerte en su imperfección.

No era aquello, precisamente, lo que su señor le había ordenado.

—Tenía que hacerse así, Xar. De lo contrario, las serpientes dragón...

Sin darse cuenta de lo que hacía. Haplo se llevó la mano al pecho. A veces, la herida le molestaba. El tejido cicatricial estaba inflamado y resultaba dolorosa al tacto. Lo rascó con aire ausente, torció el gesto y apartó la mano al tiempo que mascullaba una maldición.

Bajó la vista y observó unas manchas de sangre en la camisa. Acababa de reabrirse la herida.

Emergió de los túneles, subió la escalera y se detuvo en lo alto, frente a la estatua del Dictor. La contempló y, mas que nunca, le recordó a Alfred.

—Xar no querrá escucharme, ¿verdad? —Preguntó a la estatua—. Igual que Samah no quiso escucharte a ti.

La estatua no respondió.

—Pero tengo que intentarlo —insistió Haplo—. Tengo que conseguir que mí señor comprenda. De lo contrario, estaremos todos en peligro. Entonces, cuando Xar conozca el peligro que representan las serpientes dragón, podrá combatir contra ellas. Y yo podré regresar al Laberinto a buscar a mi hijo.

Extrañamente, la idea de volver al Laberinto ya no lo aterrorizaba. Ahora, por fin, podía cruzar de nuevo la Última Puerta. Su hijo. El hijo que ella había parido. Tal vez la encontrara a ella, también. Así podría corregir el error que había cometido entonces dejándola marchar.

—Tenías razón, Marit —dijo en un susurro—. «El mal dentro de nosotros», dijiste. Ahora comprendo...

Se quedó mirando la estatua. La primera vez que la había visto, la efigie del sartán le había parecido imponente y majestuosa. En esta ocasión parecía cansada, melancólica y ligeramente aliviada.

—Resultaba difícil ser un dios, ¿verdad? Tanta responsabilidad... y nadie que prestara atención. Pero, ahora, tu pueblo va a descansar en paz. —Haplo apoyó la mano en el brazo de metal—. Ya no tienes que seguir preocupándote por ellos.

Y yo, tampoco.

Una vez en el exterior de la Factría, Haplo se dirigió a su nave. La tormenta empezaba a amainar y las nubes emprendían la retirada. Hasta donde el patryn alcanzaba a ver, no se preparaba ninguna nueva en el horizonte. Pronto, el sol podría brillar sobre Drevlin; sobre toda la extensión de Drevlin, no sólo sobre la zona de los Levarriba. Haplo se preguntó cómo recibirían aquello los enanos.

Conociéndolos, lo más probable era que se opusieran, se dijo, y el pensamiento le provocó una sonrisa.

Haplo avanzó chapoteando, con buen cuidado de mantenerse a distancia de cualquier parte de la ruidosa Tumpa-chumpa que pareciera capaz de arrollarlo, aplastarlo, golpearlo o algo semejante. El aire estaba saturado de los diversos sonidos de la intensa actividad de la máquina: silbidos y resoplidos, pitidos y chirridos, el zumbido de la electricidad... Un puñado de enanos incluso se había aventurado en el exterior y miraba al cielo con aire dubitativo.

Haplo miró rápidamente hacia su nave y comprobó con satisfacción que no había nadie ni nada cerca de ella (ni siquiera alguna parte de la Tumpa-chumpa). No le agradó tanto advertir que el perro tampoco aparecía por ninguna parte, pero tuvo que reconocer que últimamente no había sido muy buena compañía para el animal. Tal vez el perro estaba persiguiendo ratas.

Las nubes de la tormenta se entreabrieron y, por los resquicios, penetraron con toda su fuerza los rayos de Solaris. A lo lejos, una cascada de colores irisados brillaba tenuemente en torno al poderoso geiser. La luz del sol proporcionó una insólita belleza a la gran máquina, arrancó un intenso brillo a los bruñidos brazos plateados y se reflejó en los fantásticos dedos dorados. Los enanos se detuvieron a admirar la prodigiosa vista; luego, se apresuraron a protegerse los ojos y empezaron a quejarse de la intensidad de la luz.

Haplo se detuvo a echar una prolongada mirada a su alrededor.

—No volveré aquí nunca más... —murmuró para sí, de improviso. La certeza de aquel hecho no le produjo pesar, sino sólo una especie de tristeza nostálgica muy parecida a la que había visto en el rostro de la estatua del sartán. No era una sensación de mal presagio, pero sí de absoluta certidumbre.

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