Quizás habían sido imaginaciones suyas. Quizá la herida lo había dejado más débil de lo que creía.
Confundido, Haplo siguió los pasos de Limbeck y jarre. Las runas sartán iluminaron su descenso hacia los túneles.
Hugh
la Mano
permaneció junto a una pared, al amparo de las sombras, observando al resto de los mensch desfilar escalera abajo. Cuando lo hubiera hecho el último, él los seguiría, en silencio y sin ser visto.
Estaba satisfecho, complacido consigo mismo. Ahora sabía lo que necesitaba saber. Su experimento había sido un éxito. Recordó las palabras de Ciang:
—Se dice que la magia de los patryn los previene de los peligros, de forma parecida a como actúa lo que llamamos nuestro sexto sentido, aunque el suyo es mucho más preciso, mucho más refinado. Las runas que llevan tatuadas en la piel emiten un brillante fulgor y no sólo les avisan del peligro sino que actúan como escudo defensivo.
En efecto; Hugh guardaba todavía un doloroso recuerdo de la ocasión en que había intentado atacar a Haplo, en el Imperanon. Una luz azul se había encendido como una llamarada y una descarga como un rayo había atravesado el cuerpo del asesino.
—Considero bastante lógico que, para que esta arma funcione, deba penetrar o desbaratar de algún modo la magia patryn. Te sugiero que experimentes —le había aconsejado Ciang—. Que pruebes cómo funciona.
Y eso había hecho Hugh. Aquella mañana, cuando el grupo de dignatarios se congregó en la Factría,
la Mano
estaba entre ellos. El asesino distinguió a su presa tan pronto como entró.
Recordando lo que conocía de Haplo, intuyó que el patryn taciturno y reservado se mantendría en segundo plano —«lejos de los focos», como dice la expresión— y bajo la protección de las sombras, lo cual facilitaría relativamente la tarea de Hugh.
La Mano
acertó: Haplo se mantuvo apartado, cerca de la enorme estatua del que los mensch denominaban el Dictor. Sin embargo, Hugh masculló una maldición al ver al perro junto al patryn. No se había olvidado del animal, pero lo asombraba encontrarlo junto a su amo. La última vez que había visto al perro, estaba con él y con Bane en el Reino Medio. Poco después de salvarle la vida, el perro había desaparecido. El asesino no había estado especialmente agradecido al animal por su acto y no se había molestado en buscarlo.
Hugh no tenía idea de cómo había podido viajar el animal desde el Reino Medio hasta el Reino Inferior, ni le importaba. El perro iba a resultar una molestia añadida. Si era preciso, acabaría con él antes que con su amo. Hasta entonces,
la Mano
tenía que comprobar hasta qué distancia podía aproximarse al patryn y observar sí la Hoja Maldita mostraba alguna reacción.
Desenvainó el puñal, lo mantuvo oculto entre los pliegues de la capa y se retiró a las sombras. Las lámparas que habrían convertido la noche de la Factría en un día luminoso permanecían apagadas, puesto que la Tumpa-chumpa que les daba vida no funcionaba. Humanos y elfos estaban equipados con lámparas de aceite y antorchas, pero sus luces apenas conseguían penetrar en la oscuridad cavernaria del enorme edificio. Hugh
la Mano,
enfundado en las ropas de la Invisible, no tuvo ninguna dificultad para sumarse a aquella oscuridad y confundirse con ella.
Avanzó lenta y silenciosamente tras su presa, hizo un alto y aguardó con paciencia el momento oportuno para efectuar su movimiento. En el oficio de Hugh había muchos que, impulsados por el miedo, el nerviosismo o la impaciencia, se precipitaban en atacar en lugar de esperar, observar y prepararse mental y físicamente para el momento correcto, que siempre se presentaba. Y, cuando lo hacía, uno tenía que reaccionar, a menudo en apenas un abrir y cerrar de ojos. Era esta capacidad para esperar el momento con paciencia, para reconocer la oportunidad y aprovecharla, lo que había dado fama a Hugh
la Mano.
Aguardó su ocasión y, mientras lo hacía, pensó que el puñal se había adaptado maravillosamente a su mano. No habría encontrado un herrero capaz de forjar una empuñadura que se ajustara mejor. Era como si el arma se hubiera amoldado a su mano. Hugh esperó y observó, más pendiente del perro que de su amo.
Y el momento llegó.
Limbeck y Jarre se disponían a iniciar el descenso cuando, de pronto, el survisor jefe se detuvo. Haplo se inclinó hacia él para comentarle algo; Hugh no pudo captar lo que decían, ni le importó. A continuación, los enanos se pusieron en marcha escalera abajo.
—Ojalá ese maldito perro siga sus pasos —murmuró para sí.
Y, en aquel preciso instante, el animal saltó tras ellos.
Hugh
la Mano
se quedó perplejo ante la coincidencia, pero reaccionó rápidamente para aprovechar la oportunidad. Se deslizó hacia adelante y la mano del puñal asomó entre los pliegues de su capa.
No lo sorprendió apreciar que Haplo, de pronto, percibía su presencia.
La Mano
tenía un saludable respeto por su oponente y, por tanto, no había esperado que el asunto resultara sencillo. El puñal se agitó entre los dedos de Hugh produciéndole una sensación repulsiva, como si tuviera en la mano una serpiente. Avanzó hacia Haplo esperando que en cualquier momento se encenderían las runas de advertencia del patryn, en cuyo caso Hugh se quedaría inmóvil, amparado por la ropa mágica de la Invisible que le permitía confundirse con la noche.
Sin embargo, las runas no mostraron el menor cambio. No apareció ningún fulgor azulado. Esto pareció inquietar a Haplo, que había percibido una amenaza y se miraba la piel buscando la confirmación, sin encontrar nada.
Hugh supo en aquel instante que podía matar a Haplo, que la magia del patryn había fallado, que el puñal debía de haber ejercido algún efecto sobre ella, y que así volvería a suceder.
Pero no era el momento de actuar. Demasiada gente. Además, habría perturbado la ceremonia y los kenkari habían sido muy precisos en sus instrucciones: Hugh no debía, bajo ningún concepto, perturbar la puesta en marcha de la Tumpa-chumpa. Aquello sólo había sido una prueba del arma. Ahora sabía que funcionaba.
Era una lástima haber alertado a Haplo de un posible peligro, pues el patryn estaría en guardia, pero esto último no era necesariamente malo para sus propósitos. «Un hombre que vuelve la vista a su espalda es un hombre que tropezará y caerá de bruces», decía una conocida broma de la Hermandad. Hugh no se proponía emboscar a su víctima, ni tomarlo por sorpresa. Una cláusula de su contrato —otro detalle sobre el cual los kenkari habían sido muy explícitos— decía que
la Mano
debería revelarle a Haplo, en sus últimos momentos, el nombre de quien había ordenado su muerte.
Hugh observó el desfile desde la oscuridad. Cuando el último noble elfo hubo desaparecido por la escalera, el asesino lo siguió, invisible y silencioso. Ya llegaría el momento, la ocasión en que Haplo quedara separado de la multitud, aislado. Y, en ese momento, al patryn le fallaría su magia. La Hoja Maldita se encargaría de ello. Hugh
la Mano
sólo tenía que seguir, observar y esperar.
WOMBE, DREVLIN
ARIANO
—¡Mirad! —exclamó Limbeck, y se detuvo tan de improviso que varios de los que seguían sus pasos se le echaron encima—. ¡Eso de ahí es mi calcetín!
Los túneles sartán eran sombríos y fantasmagóricos, iluminados únicamente por las runas azules que brillaban débilmente en la parte inferior de las paredes. Estas runas conducían al grupo hacia su destino; al menos, así lo esperaban todos fervientemente, aunque algunos empezaban a albergar serias dudas. Nadie había llevado antorchas ni lámparas, pues Limbeck había asegurado que los túneles estaban bien iluminados (y así era, para un enano).
Desde la partida de las serpientes dragón, la sensación de malevolencia que había invadido los túneles como el hedor repugnante de algo muerto y descompuesto había desaparecido. Con todo, allí abajo seguía percibiéndose una sensación de persistente tristeza, de pesar por unos errores cometidos en el pasado, de pesadumbre de no disponer de un futuro en el cual repararlos. Era como si los espíritus de los constructores de la Tumpa-chumpa anduvieran entre ellos, benévolos pero desconsolados.
Lo lamentamos,
parecían susurrar las sombras.
Lo lamentamos muchísimo...
Los ánimos se enfriaron. Los dignatarios se apelotonaron en la oscuridad, contentos de notar el contacto de una mano cálida, no importaba que fuera humana, elfa o enana. Triano estaba visiblemente emocionado y Jarre empezaba a notar un nudo en la garganta cuando Limbeck hizo su descubrimiento.
—¡Mi calcetín!
El enano se apresuró a acercarse a la pared y señaló con orgullo una hebra de hilo que corría por el suelo.
—Disculpa, survisor jefe... —Triano no estaba seguro de haber comprendido la exclamación, pues la había hecho en idioma enano—. ¿Has dicho algo de un... un...?
—¡Calcetín! —repitió Limbeck por tercera vez, y se dispuso a narrar la emocionante historia, que se había convertido en una de sus preferidas: cómo habían descubierto al hombre metálico, la captura de Haplo por los elfos y cómo él, Limbeck, se había quedado solo y perdido en los túneles, sin salida y sin otra cosa que sus calcetines entre él y el desastre.
—¡Querido! —intervino Jarre, retorciéndole la barba—¡No tenemos tiempo!
—Pero estoy seguro de que lo habrá cuando la máquina esté en funcionamiento —se apresuró a añadir Triano al observar la extrema decepción del enano—. Me encantaría escuchar tu relato.
—¿De veras? —A Limbeck se le iluminó la expresión.
—Por supuesto —asintió Triano con tal entusiasmo que Jarre lo miró con suspicacia.
—Por lo menos, ahora estoy seguro de que vamos en la dirección correcta—dijo Limbeck, poniéndose en marcha de nuevo con Triano a su lado. Sus palabras reconfortaron visiblemente al resto de la comitiva, que siguió los pasos de Limbeck. Sin embargo, Jarre se rezagó un poco.
Se sentía triste y malhumorada el día que habría debido ser el más feliz de su vida y no entendía por qué.
Un hocico frío y húmedo le hurgó en la corva de la pierna.
—Hola, perro —murmuró con desánimo, y le dio unas suaves palmaditas en la cabeza.
—¿Qué sucede? —inquirió Haplo, apareciendo a su lado.
Jarre se quedó perpleja. Había creído que Haplo estaba delante, con Limbeck. Pero Haplo casi nunca estaba donde debía.
—Todo está cambiando —respondió con un suspiro.
—Eso es bueno, ¿no? Es lo que querías. Para eso habéis trabajado Limbeck y tú. Para eso habéis arriesgado la vida.
—Sí —reconoció Jarre—, Lo sé. Y el cambio será favorable. Los elfos han ofrecido permitir a nuestra gente trasladarse a sus hogares ancestrales en el Reino Medio. Nuestros hijos jugarán al sol. Y, por supuesto, quienes quieran quedarse aquí abajo a trabajar en la máquina, podrán hacerlo.
—Ahora, vuestro trabajo tendrá un sentido, un propósito —dijo Haplo—. Y dignidad. Ya no será labor de esclavos.
—Todo eso ya lo sé. Y no quiero volver al pasado. De verdad que no. Es sólo que... bueno, había muchas cosas buenas, mezcladas con lo malo. Entonces no me daba cuenta, pero ahora lo echo de menos. ¿Sabes a qué me refiero?
—Sí —repuso Haplo con calma—, te entiendo. A veces, a mí también me gustaría que las cosas volvieran a ser como eran en mi vida. Nunca pensé que diría esto. No tenía gran cosa pero, lo poco que tenía, no lo valoraba. Tratando de conseguir otra cosa, se me escapó lo que importaba de verdad. Y, cuando conseguí lo que quería, resultó ser inútil sin lo otro. Ahora podría perderlo todo. O quizá ya lo he perdido sin remedio.
Jarre comprendió sin comprender. Deslizó su mano en la de Haplo y, juntos, echaron a andar lentamente tras Limbeck y los otros. Se preguntó por un instante por qué habría preferido Haplo quedarse en la retaguardia del grupo; era casi como si estuviera vigilando. Lo vio volver la mirada continuamente en una dirección y otra, pero no parecía tener miedo (eso sí que habría asustado a la enana). Su expresión era, sencillamente, de desconcierto.
—Haplo —dijo de pronto, recordando otra ocasión en la que había recorrido aquellos túneles de la mano de otra persona—, voy a contarte un secreto. Ni siquiera Limbeck lo conoce.
Haplo no dijo nada pero le dirigió una sonrisa de estímulo.
—Me ocuparé de que nadie... —al decirlo, clavó la mirada en la silueta del hechicero Triano—, de que nadie perturbe jamás a los hermosos muertos. De que nadie los descubra. Todavía no sé cómo lo haré, pero daré con el modo. —Se pasó la mano por los ojos—. No soporto imaginar a los humanos revolviendo en esa cripta silenciosa con sus voces estentóreas y sus manos fisgonas. O los elfos, con sus gorjeos y sus risillas agudas. O a mi propio pueblo, deambulando entre los sepulcros con sus botas recias y pesadas. Me aseguraré de que todo permanezca como está. Creo que así lo querría Alfred, ¿no te parece?
—Sí —respondió Haplo—. Alfred lo querría así. Y no creo que debas preocuparte de eso —añadió, apretando los dedos de la enana—. La magia sartán se ocupará por sí sola. Nadie que no esté destinado a ello encontrará esa cripta.
—¿Eso crees? ¿Entonces, no es preciso que me preocupe?
—No. Ahora, será mejor que vuelvas con Limbeck. Me parece que te está buscando.
En efecto, la comitiva había hecho un nuevo alto para esperar a los rezagados. Al frente se distinguía a Limbeck a la luz mortecina de las runas sartán, escrutando las sombras con sus miopes ojos.