En el Laberinto (28 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: En el Laberinto
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Se desasió de las manos de Haplo. El escudo que los rodeaba estalló en llamas, que alcanzaron las manos del titán. Este soltó un bramido de dolor y retiró las manos. Hizo una profunda inspiración, lo expulsó sobre el fuego con un poderoso soplido y, de pronto, las llamas envolvieron a Marit.

La patryn lanzó un grito. Su magia rúnica actuó para protegerla, pero los signos tatuados en su piel empezaban a ajarse por efecto del calor.

Haplo se apresuró a transformar sus runas en una enorme lanza que arrojó al titán. El arma acertó en el pecho del gigante. La punta penetró en el músculo y las vísceras. El titán estaba herido, aunque no de gravedad, y acusó el golpe. Las llamas que envolvían a Marit se extinguieron.

Haplo la sostuvo y la arrastró hasta donde estaba la piedra de gobierno de la nave. Al otro lado de la portilla distinguió a dos mensch, un elfo y un humano, que agitaban las manos y corrían frenéticamente en torno a la nave como si buscaran un acceso. Apenas les prestó atención. Colocó las manos sobre la piedra y pronunció las runas.

Estalló una luz cegadora. Los signos mágicos de las paredes de la nave brillaron con un fulgor deslumbrador. Los mensch desaparecieron de la vista, igual que la ciudadela y que la jungla que la rodeaba.

Estaban de nuevo en la Puerta de la Muerte. El titán había desaparecido.

De nuevo, empezó el torbellino centelleante de colores: azul agua, rojo fuego, verde jungla, gris tormenta, oscuridad, luz... Las imágenes se sucedieron, cada vez más deprisa. Haplo se vio atrapado en un caleidoscopio de colores. Intentó concentrarse en una sola imagen, pero todas pasaban ante sus ojos demasiado deprisa. No podía distinguir nada, salvo los colores. Perdió de vista a Marit, a Hugh, al perro...

Perdió de vista todo, excepto el puñal sartán.

Estaba en mitad de la cubierta. Aquella fuerza malévola y trepidante volvía a ser un puñal de hierro. La habían derrotado otra vez, pero él y Marit estaban casi acabados y la magia del arma era poderosa. El puñal había perdurado a través de los siglos. Había sobrevivido a sus creadores. ¿Cómo podría él destruirla?

Los colores, las posibilidades, continuaron girando en torno a él. Azul.

Existía una fuerza que podía destruir el puñal. Por desgracia, también podía destruirlos a todos.

Cerró los ojos a los colores y escogió el azul.

La nave abandonó la Puerta de la Muerte y se estrelló en un muro de agua.

El torbellino de colores desapareció. Haplo vio de nuevo el interior de la embarcación y, al otro lado de la portilla, el pacífico océano que constituía el acuático mundo de Chelestra.

—¿Dónde diablos estamos ahora? —preguntó
la Mano—,
que había recobrado el conocimiento y miraba por la ventana con expresión perpleja.

—En el cuarto mundo.

Haplo percibió unos sonidos de mal agüero en la nave. Un gemido procedente de algún lugar de la bodega, unos extraños suspiros, como si la embarcación se lamentara de su destino.

Marit cambien los captó. Tensa y alarmada, volvió la cabeza.

—¿Qué es eso?

—La nave se está rompiendo —respondió Haplo, sombrío, con la vista fija en el puñal, cuyas runas brillaban tenuemente.

—¿Qué? —Exclamó Marit—. ¡Es imposible! ¡La magia rúnica la protege! Eso es.... es mentira.

—Está bien, estoy mintiendo. —Haplo estaba demasiado cansado, demasiado malherido, demasiado preocupado para discusiones. Pendiente del puñal con el rabillo del ojo, buscó con la mirada la piedra de gobierno de la nave, situada en un pedestal de madera a buena altura sobre la cubierta. Cuando la nave empezara a partirse, pensó, aquella posición no serviría de nada.

—Dame tu chaleco —dijo a Marit.

—¿Qué?

—¡El chaleco! ¡Dame tu chaleco de cuero! —Repitió, fulminándola con la mirada—. ¡Maldita sea, no hay tiempo para explicaciones! ¡Dámelo y basta!

Ella lo miró con suspicacia, pero los crujidos se hacían más audibles; los suspiros desconsolados habían dado paso a secos chasquidos. Marit se despojó de la prenda, cubierta de runas de protección, y la arrojó a Haplo, que envolvió con ella la piedra de gobierno.

Las runas de la Hoja Maldita emitieron un repulsivo resplandor verdoso. El perro, al parecer ileso y dando muestras de morbosa curiosidad, se acercó al puñal arrastrándose sobre el vientre y lo olisqueó. De pronto, el animal se apartó de un salto con el pelo del cuello erizado.

Haplo dirigió la vista al techo y recordó la última vez que había llegado a Chelestra: la destrucción de la nave, la desaparición de la magia de las runas, el agua que empezaba a filtrarse por las rendijas. Entonces había reaccionado con perplejidad, con rabia, con miedo. Ahora, rogó que llegaran enseguida unas gotas.

¡Y así sucedió! Un fino reguero de agua de mar se deslizó por uno de los mamparos.

—¡Hugh! —Gritó Haplo—. ¡Coge el puñal! ¡Mételo en el agua!

La Mano
no respondió. No se movió. Permaneció agachado, pegado al casco de la nave, agarrado a él como si le fuera la vida, contemplando el agua boquiabierto y con ojos desorbitados.

El agua. Haplo lamentó su torpeza. Él humano procedía de un mundo en el que la gente libraba guerras por el agua; un cubo del preciado líquido era una fortuna. Sin duda, jamás en su vida había visto tanta agua. Y, desde luego, no la había visto como un puño aterrador que se cerraba sobre la nave estrujando lentamente su casco de madera.

Era posible que los idiomas de los mensch de Ariano no tuvieran un término para «ahogarse», pero Hugh no necesitó ninguna palabra para imaginarse vividamente tal muerte. Haplo lo comprendió; él había pasado por la misma experiencia.

El ahogo, el sofoco, los pulmones a punto de estallar... Era inútil intentar explicarle a Hugh que podría respirar el agua con la misma facilidad que el aire. Inútil explicarle que, si actuaban deprisa, podrían marcharse antes de que la nave se hiciera pedazos. Inútil recordarle que no podía morir. En aquel instante, tal cosa no le parecería una bendición, precisamente.

Una gota de agua que se filtraba por una de las grietas que, poco a poco, se ensanchaban en el casco de madera, cayó sobre el rostro de Hugh. El humano se estremeció de pies a cabeza y emitió un grito sordo.

Haplo cruzó la cubierta como un rayo y, agarrando al asesino, le clavó los dedos en el brazo.

—¡El puñal! ¡Cógelo!

El arma voló de la cubierta a la mano de Hugh. No había cambiado de forma, pero su resplandor verdusco se había intensificado. Hugh
la Mano
lo contempló como si no lo hubiera visto nunca.

Haplo retrocedió inmediatamente.

—¡Hugh! —El patryn hizo un intento desesperado de penetrar en el terror del humano—. ¡Pon el puñal en el agua!

Un grito de Marit lo hizo detenerse.

La mujer señalaba la portilla con una mueca de horror en la cara.

—¿Qué..., qué es eso?

Un légamo repulsivo, como sangre, teñía el agua. El hermoso océano aparecía ahora oscuro y siniestro. Dos ojos brillantes, rojo—verdosos, los observaban. Unos ojos que eran más grandes que la propia nave. Una boca desdentada les dedicaba una sonrisa silenciosa y burlona.

—Las serpientes dragón... en su verdadera forma —respondió Haplo.

El puñal. Por eso no había cambiado la Hoja Maldita. No necesitaba hacerlo. Estaba tomando fuerza de la mayor fuente de maldad de los cuatro mundos.

Marit no podía apartar la mirada.

—No —dijo con voz apagada, moviendo la cabeza a un lado y otro—. No lo creo... Xar no lo permitiría... —Hizo una pausa y susurró, casi para sí misma—: Los ojos rojos...

Haplo no respondió. Tenso, esperó que la serpiente dragón atacara, que destrozara la embarcación, los capturara y los devorara.

Pero la criatura no lo hizo, y Haplo comprendió que no se proponía nada parecido. «Me cebo con tu miedo», le había dicho Sang-drax. A bordo de la nave había suficiente miedo, odio y desconfianza a alimentar a una legión de serpientes dragón. Y, con la embarcación desmoronándose lentamente, la criatura sólo tenía que esperar a que sus víctimas vieran desvanecerse su magia y a que se dieran cuenta de su absoluta indefensión. Su terror no haría sino incrementarse.

Otro chasquido y una serie de crujidos en la parte de popa. Unas gotas de agua cayeron en la mano de Haplo. Los signos mágicos, que habían irradiado un intenso fulgor rojo y azulado ante la aparición de la serpiente dragón, empezaron a perder intensidad; el resplandor, la magia, estaba debilitándose.

Muy pronto, su magia se rompería en pedazos como estaba haciendo la nave.

Con un nudo de repulsión en el estómago, el patryn alargó el brazo y tomó la Hoja Maldita de la mano de Hugh, que no se resistió.

El dolor fue peor, mucho peor que si hubiera cogido un atizador al rojo. El instinto lo impulsó a soltarlo, pero apretó los dientes para resistir el dolor y lo sostuvo. El hierro ardiente laceró su piel, se fundió con su carne y pareció fluir de su mano a sus propias venas.

La hoja cobró vida, se retorció y, envolviéndole la mano, penetró insidiosamente en su carne. Le devoró el hueso. Empezó a devorarle todo el cuerpo.

Tambaleándose, en un esfuerzo ciego y frenético por librarse del dolor, hincó la rodilla y llevó la mano a un charco de agua que se formaba en la cubierta.

Al instante, la Hoja Maldita quedó apagada y fría.

Tembloroso, sujetándose la mano herida con miedo a mirarla, Haplo se encogió de rodillas y echó el cuerpo hacia adelante, mareado y con náuseas.

La nave recibió un golpe. Encima del humano, una viga crujió y cedió. Hugh
la Mano
emitió un gran alarido. El agua cayó encima de él, encima de ambos. Haplo quedó empapado. Su magia desapareció de golpe.

El perro ladró una advertencia. Un resplandor rojo iluminó el interior de la cabina.

Haplo se asomó a la ventana. La Hoja Maldita estaba inutilizada, al parecer, pero la serpiente dragón, a diferencia del titán y del murciélago, no había desaparecido. El puñal la había llamado y ahora no había modo de obligarla a marcharse. Pero la serpiente dragón vio que la nave empezaba a romperse; los ocupantes tenían una oportunidad de escapar. La criatura no podía permitirse esperar. La cola golpeó de nuevo el casco de la embarcación. —Marit —musitó Haplo. Tenía la boca seca y casi no podía hablar.

La patryn estaba a cierta distancia de la vía de agua y, como la nave escoraba en la dirección opuesta, aún permanecía relativamente seca.

—¡La piedra de gobierno! —Las palabras salieron de su boca como un graznido; Haplo tuvo la certeza de que Marit no le había entendido y probó otra vez—: ¡La piedra! Utilízala...

Ella lo oyó, o tuvo la misma idea por su cuenta. Un vistazo le había bastado para percatarse del efecto que ejercía el agua sobre su magia; por fin comprendía por qué Haplo había envuelto la piedra de gobierno con el chaleco.

Los ojos de la serpiente dragón emitieron un fulgor repulsivo. La criatura leyó los pensamientos de la patryn, comprendió sus intenciones y abrió de par en par sus fauces desdentadas.

Marit le dirigió una mirada atemorizada pero enseguida, con gesto resuelto, hizo caso omiso de la amenaza. Descubrió la piedra, se inclinó sobre ella para proteger su magia de las gotas que se filtraban del techo y rodeó la piedra con las manos.

La serpiente dragón atacó. La nave pareció estallar. El agua barrió a Haplo, y el patryn notó que se hundía bajo ella.

De pronto, unos brazos poderosos lo agarraron y lo retuvieron. Una voz tranquilizadora le habló.

Todos sus dolores desaparecieron y Haplo descansó, flotando en la superficie del agua, en paz consigo mismo.

La voz habló de nuevo.

El patryn abrió los ojos, miró hacia arriba y vio...

A Alfred.

CAPÍTULO 20

LA CIUDADELA
PRYAN

—¡No! ¡No os marchéis! ¡Llevadnos con vosotros! ¡Llevadnos con vosotros!

—¡Oh, basta, Roland, por el amor de Orn! —Dijo el elfo con irritación—, ¡Ya se han ido!

El humano lanzó una mirada colérica a su acompañante y, más por desafiar a éste que por creer que podía conseguir algo positivo, continuó agitando los brazos y lanzando gritos a la extraña nave, que ya había desaparecido de la vista.

Finalmente, cuando se sintió ridículo y se cansó de mover las manos por encima de la cabeza, Roland dejó de gritar y se volvió para volcar su frustración en el elfo.

—¡Es culpa tuya que los hayamos perdido, Quindiniar!

—¿Culpa mía? —exclamó Paithan con asombro.

—Sí, tuya. Si me hubieras dejado hablar con ellos tan pronto como llegaron, habría establecido contacto. ¡Pero tú has creído ver un titán dentro de la nave! ¡Qué ocurrencia! ¡Uno de esos enormes monstruos no podría meter el dedo pequeño del pie en esa nave! —se mofó Roland.

—Vi lo que vi —replicó Paithan, con evidente malhumor—. Y, de todos modos, no podrías haber hablado con ellos. La nave estaba completamente cubierta de esos extraños dibujos, como los de la embarcación de Haplo cuando estuvo aquí. ¿Te acuerdas de Haplo?

—¿De nuestro salvador? Claro que me acuerdo. Él nos trajo a esta maldita ciudadela. Él y ese viejo.
{27}
Me gustaría tenerlos delante en este momento.

Roland levantó un puño amenazador y, de forma totalmente accidental, golpeó en el nombro a Paithan.

—¡Oh, lo siento! —murmuró el humano.

—¡Lo has hecho adrede! —Paithan se frotó la zona del impacto.

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