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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (20 page)

BOOK: En el Laberinto
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—¿Qué..., qué haces aquí? —balbuceó la enana en su idioma.

—¡No me hables en esa lengua extraña! —respondió Hugh con tono quisquilloso—. Tú hablas el idioma humano, lo sé. Todo el mundo que se precie lo habla. —Soltó un violento estornudo, aprovechó la ocasión para subirse el cuello de la capa en torno a la mitad inferior del rostro y empezó a tiritar—. ¿Lo ves?, he pillado un resfriado de muerte. Estoy calado hasta los huesos —y volvió a estornudar.

—¿Qué haces aquí, señor? —repitió Jarre en un humano bastante aceptable—. ¿Te han dejado atrás?

—¿Dejado atrás? ¡Claro que me han dejado atrás! ¿Crees que he buscado refugio en este lugar espantoso por gusto? ¿Fue culpa mía que estuviera demasiado mareado como para bajar a tierra cuando llegamos? ¿Me esperó alguien? ¡No, no y no! Se largaron como flechas y me dejaron a los solícitos cuidados de los elfos. Cuando me he encontrado en condiciones de asomarme a cubierta, mis amigos ya no estaban a la vista. He conseguido llegar hasta aquí cuando ha estallado la tormenta y ahora, mírame. —Hugh estornudó una vez más.

Jarre frunció los labios. Estuvo a punto de soltar una carcajada, lo pensó mejor y la transformó en un cortés carraspeo.

—Estamos esperando otra nave, señor, pero si quieres esperar, con mucho gusto te acompañaré a los túneles...

Hugh volvió la vista hacia el exterior y vio a un grupo numeroso de enanos que avanzaban entre los charcos. La mirada penetrante de
la Mano
distinguió al líder, Limbeck. Después, estudió con detalle el resto del grupo pensando que Haplo podía tomar parte de él, pero no lo vio. Se volvió a la enana, muy erguido, con aire de ofendida dignidad.

—¡No! ¡Nada de esperar! Estoy a punto de morir de pulmonía. Simplemente, si tienes la bondad de indicarme la dirección correcta...

—Bueno... —Jarre titubeó, pero era evidente que tenía entre manos asuntos más importantes que perder el tiempo con un humano empapado y atontado—. ¿Ves ese edificio enorme de allá lejos? Es la Factría. Todo el mundo está allí. Si te das prisa —añadió, con una breve mirada a las nubes de tormenta, aún distantes—, puedes llegar justo a tiempo antes de que descargue el próximo chaparrón.

—Eso ya no importaría mucho —dijo Hugh con una expresión de desdén—. Ya no puedo empaparme más, ¿no te parece? Bien, querida mía, muchas gracias. —Hugh le tendió una mano que parecía un pescado mojado, movió levemente los dedos hasta casi rozar los de ella y retiró la mano antes de que la enana llegara a tocarla—. Has sido muy amable.

Envolviéndose en su capa, Hugh salió de los Levarriba y se topó con las desconcertadas miradas de los enanos (salvo Limbeck, que miraba a su alrededor con su feliz miopía y no alcanzaba a distinguirlo). Hugh les dedicó un ademán que los encomendaba a todos desfavorablemente a sus antepasados, se echó la capa sobre el hombro y se abrió paso entre ellos hasta dejarlos atrás.

Una segunda nave elfa que transportaba a los representantes del príncipe Reesh'ahn estaba descendiendo sobre Drevlin. El comité de bienvenida no tardó en olvidarse de Hugh, quien avanzó entre los charcos hasta alcanzar la Factría, en la que logró refugiarse al tiempo que la nueva tormenta empezaba a descargar sobre Wombe.

Una multitud de elfos, humanos y enanos se había reunido en la enorme Factría que, según la leyenda, había sido el lugar de nacimiento de la fabulosa Tumpa-chumpa. Todos los presentes se dedicaban a comer y a beber y a tratarse con la nerviosa cortesía de unos enemigos ancestrales que, de pronto, se reconcilian. Hugh buscó de nuevo a Haplo entre los congregados.

Tampoco estaba allí.

Mejor. Aquél no era el momento adecuado.

Se encaminó hacia un fuego encendido dentro de un barril de hierro. Se secó las ropas, probó el vino y saludó a sus congéneres humanos con los brazos abiertos, dejándolo con la confusa sensación de que lo conocían de alguna parte.

Cuando alguien intentó, con circunloquios, preguntarle quién era, Hugh miró al hombre con aire algo ofendido y respondió vagamente que estaba «en el séquito de ese caballero de ahí, el barón [estornudo, toses], el hombre que está de pie junto a la cosa esa [un gesto de la mano]». Añadió a esto un cortés saludo al barón, agitando los dedos. Al ver que aquel caballero, bien vestido y evidentemente rico, lo saludaba, el barón correspondió a la atención devolviéndole el saludo. El hombre que había preguntado se dio por satisfecho.

La Mano
tuvo buen cuidado de no hablar demasiado rato con la misma persona, pero se aseguró de cruzar alguna frase con todo el mundo.

Al cabo de varias horas, todos los humanos de la Factría, incluido un Triano pálido y de aspecto enfermo, habrían estado dispuestos a jurar que eran amigos de toda la vida de aquel caballero cultivado y bien vestido.

Se llamaba... ¡Ah!, todos tenían el nombre en la punta de la lengua...

CAPÍTULO 13

WOMBE, DREVLÍN

ARIANO

Amaneció el día señalado para la puesta en marcha de la gran máquina. Los dignatarios se reunieron en la Factría, formando un círculo en torno a la estatua del Dictor. El survisor jefe de los enanos, Limbeck Aprietatuercas, tendría el honor de abrir la estatua y ser el primero en descender a los túneles, abriendo la marcha hacia el corazón y el cerebro de la Tumpa-chumpa.

Aquél fue el gran momento triunfal de Limbeck. Sosteniendo en la mano el preciado libro de los sartán
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(aunque no era necesario que hiciera tal cosa, pues se lo había aprendido de memoria, de cabo a rabo; además, con su cortedad de vista, era incapaz de leerlo amenos que lo colocara justo delante de sus narices), con Jarre (ahora, «señora del survisor jefe») a su lado y acompañado de una muchedumbre de dignatarios, Limbeck Aprietatuercas se acercó al Dictor.

Cediendo a sus propios temores —sobre todo, a los humanos—, los kenkari ocultaron el libro y cualquier rastro suyo durante mucho tiempo. Finalmente, el presente Portavoz del Alma —un kenkari estudioso que, como Limbeck, padecía de una curiosidad insaciable— había descubierto el libro y había comprendido al momento que milagros maravillosos podía proporcionar al mundo. Sin embargo, también el tenía miedo de los humanos... hasta que se produjo un incidente que le hizo ver el auténtico mal. Entonces, el kenkari entregó el libro a Haplo para que lo llevara a los enanos.

El enano, que había iniciado todos aquellos prodigiosos cambios con un simple «¿Por qué?», dio un suave empujón a la estatua.

La figura del sartán envuelto en la capa y encapuchado giró sobre la peana. Antes de iniciar el descenso, Limbeck se detuvo un momento y escrutó la oscuridad con la mirada.

—Baja los peldaños uno a uno —le aconsejó Jarre en un murmullo nervioso, rodeada de dignatarios impacientes por empezar la marcha—. No vayas demasiado deprisa y agárrate de mi mano; así no te caerás.

—¿Qué? —Limbeck parpadeó—. ¡Ah! No se trata de eso. Veo perfectamente. Esas luces azules
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facilitan mucho las cosas, ¿sabes? Sólo estaba... recordando.

El enano suspiró, y los ojos se le nublaron; de repente, veía las luces azules aun más borrosas que antes, si tal cosa era posible.

—Han sucedido muchas cosas y la mayoría de ellas aquí, en la Factría. Aquí se celebró mi juicio, cuando me di cuenta por primera vez de que el Dictor intentaba decirnos cómo funcionaba la máquina; más tarde, la lucha con los gardas...

—Cuando Alfred cayó por la escalera y yo quedé atrapada aquí dentro con él y vimos a su gente, tan hermosa, todos muertos. —Jarre tomó de la mano a Limbeck y apretó con fuerza—. Sí, lo recuerdo.

—Y cuando encontramos al hombre de metal y descubrí esa sala donde humanos, elfos y enanos convivían armoniosamente.
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Entonces comprendí que nosotros también podíamos vivir así. —Ensayó una sonrisa y suspiró otra vez—. Y luego llegó ese terrible combate con las serpientes dragón. Estuviste realmente heroica, querida —comentó, mirándola con orgullo. La veía perfectamente, aunque fuera lo único en el mundo que podía distinguir con claridad.

Jarre movió la cabeza a un lado y otro.

—Lo único que hice fue enfrentarme a una serpiente dragón. Tú combatiste con monstruos mucho mayores y diez veces más terribles. Tú luchaste contra la ignorancia y la apatía. Combatiste el miedo, que habían adoptado formas de mensch para pasar inadvertidas en aquel mundo. Obligaste a la gente a pensar, a hacer preguntas y a exigir respuestas. Tú eres el verdadero héroe, Limbeck Aprietatuercas, y te quiero, aunque a veces seas un poco borrico.

Jarre dijo esto último en un susurro y luego se inclinó hacia él para darle un beso en las patillas delante de todos los dignatarios y de la mitad de la población enana de Drevlin.

Hubo grandes vítores y carcajadas, y Limbeck se sonrojó hasta las raíces de la barba.

—¿A qué viene el retraso? —inquirió Haplo con suavidad. Silencioso y al amparo de las sombras, lejos de los demás mensch, el patryn permanecía cerca de la estatua del Dictor—. Puedes empezar a bajar cuando quieras. El lugar es seguro. Las serpientes dragón se han marchado.

«Al menos, ya no están en los túneles», añadió, pero lo hizo para sus adentros. El mal estaba presente en el mundo y siempre lo estaría, pero en aquel momento, con la perspectiva de una paz entre las razas mensch, la influencia del mal había decrecido.

Limbeck pestañeó y se volvió hacia donde estaba Haplo, aproximadamente.

—Y Haplo, también —le dijo a Jarre—. Haplo también es un héroe. Él es el verdadero artífice...

—No, nada de eso —se apresuró a replicar Haplo con gesto de irritación—. Mirad, será mejor que os deis prisa con este asunto. La gente de los demás continentes debe de estar esperando. Si la cosa se retrasa, es probable que empiece a ponerse nerviosa.

—Haplo tiene razón —asintió la enana, siempre pragmática, y tiró de Limbeck hacia la entrada de la escalera.

Los dignatarios se arremolinaron en tomo a la estatua, disponiéndose a seguirlos. Haplo se quedó donde estaba. Se sentía inquieto y no podía determinar la causa.

Observó por centésima vez los signos tatuados en su piel, las runas que le advertían de los peligros. No vio que despidieran su resplandor mágico como harían si lo amenazara algún riesgo; si las serpientes dragón acecharan en algún lugar allá abajo, por ejemplo. Sin embargo, la sensación no desaparecía: el hormigueo de la piel, el cosquilleo de las terminaciones nerviosas... Allí había algo raro.

Se retiró a las sombras con la intención de inspeccionar detenidamente a los presentes, uno por uno. Las serpientes dragón podían adoptar perfectamente la forma de los mensch, pero sus brillantes ojos rojos de reptil los delataba.

Haplo esperaba pasar inadvertido, olvidado. Pero el perro, excitado por el ruido y la actividad, no estaba dispuesto a quedar excluido de las celebraciones. Con un alegre ladrido, se apartó del lado de Haplo y corrió hacia la escalera.

—¡Perro! —Haplo alargó el brazo para coger al animal y lo habría conseguido, pero en aquel preciso instante percibió un movimiento a su espalda, más notado que visto: alguien acercándose a él, un aliento en la nuca...

Perturbado, volvió la mirada y no logró dar alcance al perro. El animal, juguetón, saltó a la escalera y se enredó rápidamente entre las augustas piernas del survisor jefe.

Hubo un momento delicado en que pareció que Limbeck y perro iban a celebrar aquella ocasión histórica rodando escalera abajo en un confuso ovillo de barba y pelambre pero Jarre, rápida de reflejos, agarró por sus respectivas nucas a su renombrado líder y al perro y consiguió impedirlo, con lo que salvó el día.

Con el perro firmemente agarrado en una mano y Limbeck en la otra, Jarre volvió la cabeza. En realidad, no había sido nunca muy amante de los perros.

—¡Haplo! —gritó en tono severo de desaprobación.

El patryn no tenía a nadie cerca. Estaba solo, si no contaba a los diversos dignatarios que formaban en fila a la entrada de la angosta escalera, esperando su turno para descender por ella. Haplo echó un vistazo a la mano. Por un instante, había pensado que las runas estaban a punto de activarse, de prepararse para defenderlo de un ataque inminente. Pero los tatuajes mágicos permanecieron apagados.

Era una sensación extraña, que nunca antes había experimentado. Le recordaba la llama de una vela, apagada de un soplo. Tenía la perturbadora sensación de que alguien, de un soplo, había apagado su magia. Pero tal cosa no era posible.

—¡Haplo! —volvió a gritar Jarre—. ¡Ven a coger este perro tuyo!

No había nada que hacer. Todos los presentes en la Factría lo miraban entre sonrisas. Haplo había perdido cualquier oportunidad de mantener su cómodo anonimato. Mientras se frotaba el revés de la mano, avanzó hasta la boca del pasadizo y, con expresión sombría, ordenó al animal que volviera a su lado.

Conocedor, por el tono de voz de
su
amo, de que había hecho algo malo pero no muy seguro de a que venía la bronca, el perro trotó dócilmente hacia Haplo. Sentado sobre los cuartos traseros ante la estatua, el animal levantó una pata delantera con aire contrito, pidiendo perdón. El gesto provocó la admiración de los dignatarios, quienes le dedicaron una salva de aplausos.

Limbeck creyó que el aplauso era para él y correspondió con una
solemne
reverencia. Después, se
encaminó
escalera abajo. Haplo, empujado por la multitud, no tuvo más remedio que unirse a la comitiva. Dirigió una rápida mirada a su espalda, pero no vio nada. Nadie acechaba en las inmediaciones de la estatua. Nadie le prestaba especial atención.

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