Hugh contempló el resplandor con una exclamación de asombro. Después, cerró los ojos. Entre sus párpados escaparon unas lágrimas que resbalaron por sus mejillas. Finalmente, se relajó.
El patryn no lo soltó. Atrajo a Hugh al círculo de su ser, le dio su fuerza y tomó de él su tortura.
Una mente fluyó en la otra; los recuerdos se enmarañaron, compartidos. Haplo se encogió y lanzó un grito de dolor. Fue Hugh
la Mano,
su potencial asesino, quien lo sostuvo en pie. Los dos permanecieron unidos, encajados en un abrazo que era a la vez físico, mental y espiritual.
Poco a poco, la luz azul se desvaneció. Cada cual volvió a su propio reducto individual. Hugh se tranquilizó. A Haplo se le alivió el dolor.
La Mano
levantó la cabeza. Tenía la cara muy pálida y brillante de sudor, pero sus oscuros ojos estaban serenos.
—Ya lo sabes —murmuró.
Haplo exhaló un suspiro tembloroso y asintió, incapaz de hablar.
El asesino retrocedió unos pasos, tambaleándose, y tomó asiento en un banco bajo. Debajo de éste asomaba la cola del perro. Al parecer, la resurrección de Hugh había sido demasiado para él.
Haplo llamó al animal.
—Vamos, muchacho. No ha sido nada. Ya puedes salir.
El rabo barrió la cubierta una vez y desapareció de la vista. Haplo sonrió y movió la cabeza:
—Está bien, quédate ahí. Que te sirva de lección por haber robado esas morcillas.
Cuando echó un nuevo vistazo por la portilla, Haplo vio a varios enanos que miraban con curiosidad hacia la nave, parpadeando bajo la intensa luz. Algunos incluso señalaban la nave y empezaban a caminar hacia ella.
Cuanto antes dejaran Ariano, mejor.
El patryn posó las manos en el mecanismo de gobierno de la embarcación y empezó a pronunciar las runas para asegurarse de que todas estaban intactas y de que estaba preparada la magia que los conduciría a través de la Puerta de la Muerte.
El primer signo mágico de la piedra de gobierno se encendió. Las llamas se extendieron al segundo y así, sucesivamente. Pronto, la nave flotaría en el aire.
—¿Qué sucede? —preguntó Hugh, observando con recelo el brillo de las runas.
—Nos preparamos para zarpar. Vamos a Abarrach. Tengo que informar a mi señor... —Haplo dejó la frase a medias.
Xar quiere verte muerto.»
¡No! ¡Imposible! Era Bane quien quería verlo muerto. Después iremos a buscar a Alf... —empezó a decir el patryn. Pero no terminó la frase.
De repente, todo lo tridimensional se volvió plano, como si a todos los objetos y seres a bordo de la nave les hubiera exprimido todo el jugo la pulpa, el hueso y la fibra. Sin dimensión, quebradizo como hoja marchita, Haplo se notó aplastado contra el tiempo, incapaz de moverse, incapaz hasta de respirar.
En el centro de la nave refulgieron unos signos mágicos. Un agujero en el tiempo llameó, se ensanchó, se expandió... y a través de él penetró una figura, una mujer alta y nervuda de cabello castaño jaspeado de blanco que le caía sobre los hombros y la espalda. Un largo flequillo le cubría la frente, dejando los ojos en sombras. Vestía la ropa del Laberinto: pantalones de cuero, botas, chaleco de piel y blusa de mangas anchas. Sus pies tocaron la cubierta y, al momento, el tiempo y la vida volvieron a todas las cosas.
Volvieron a Haplo.
El patryn miró a la mujer con asombro.
—¡Marit!
—¿Haplo? —preguntó ella con voz grave y clara.
—¡Sí, soy yo! ¿Por qué estas aquí? ¿Cómo...? —Haplo tartamudeó de asombro.
Marit le dirigió una sonrisa. Avanzó hacía él y le tendió la mano.
—Xar quiere verte, Haplo. Me ha pedido que te lleve de vuelca a Abarrach.
Haplo le tendió la suya...
WOMBE, DREVLIN
ARIANO
—¡Cuidado! —exclamó Hugh
la Mano.
Incorporándose de un salto, se abalanzó sobre Marit y la asió por la muñeca.
El fuego azul chisporroteó. Los signos mágicos del brazo de Marit se encendieron.
La Mano
salió despedido hacia atrás por la descarga. Se estrelló contra la pared y se deslizó lentamente hasta el suelo, con un intenso hormigueo en el brazo.
—¿Qué...? —Haplo los observó a ambos alternativamente.
Los dedos del asesino tocaron un objeto de frío hierro: era su puñal, olvidado en el suelo. El entumecimiento, provocado por la descarga que había sometido sus músculos a aquellos dolorosos espasmos, desapareció. Los dedos de Hugh se cerraron en torno a la empuñadura.
—¡Bajo la manga! —gritó—. ¡Una daga!
Haplo lo miró con incredulidad, incapaz de reaccionar.
Marit extrajo la daga de la vaina que llevaba sujeta al antebrazo y la arrojó contra él, todo en un único movimiento fluido.
Si lo hubiera pillado desprevenido, el ataque de la mujer habría tenido éxito. La magia defensiva de Haplo no habría reaccionado para protegerlo de otro patryn. En especial, de ella.
Pero, antes incluso de la advertencia de Hugh, Haplo había experimentado un asomo de desconfianza, de inquietud.
«Xar quiere verte», le dijo Marit.
Y, en su mente. Haplo escuchó el eco de las palabras de Hugh: «Xar quiere verte muerto».
Se agachó. La daga chocó contra el mamparo y rebotó inofensivamente sobre su cabeza y su pecho antes de caer al suelo con un tintineo.
Marit se lanzó a recuperar el arma caída. El perro saltó de debajo del banco, decidido a interponer su cuerpo entre su amo y el peligro. La patryn tropezó con el animal y cayó sobre Haplo. Este perdió el equilibrio y, para no terminar en el suelo, alargó el brazo y se asió a la piedra de gobierno.
Hugh
la Mano
alzó su puñal con la intención de defender a Haplo.
Pero la Hoja Maldita tenía otros planes. Forjada en una época remota y diseñada específicamente por los sartán para combatir a sus acérrimos enemigos,
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el puñal advirtió que tenía dos patryn que destruir, y no uno solo. Las intenciones de Hugh
la Mano
no contaban para nada. El humano no tenía control sobre la hoja; al contrario, era ésta quien lo usaba a él. Así era como la habían fabricado los sartán, con su habitual desdén por los mensch. La hoja necesitaba un cuerpo caliente, la energía de ese cuerpo, y nada más.
El puñal se convirtió en un ser vivo en la mano de Hugh. Vibró y se agitó y empezó a crecer. Pasmado, el asesino lo soltó, pero la hoja no se inmutó. Ya no lo necesitaba. Adoptando la forma de un gigantesco murciélago de alas negras, se abatió sobre Marit.
Haplo palpó las runas de la piedra de gobierno bajo sus dedos. Marit había recuperado la daga y se disponía a clavarla. Su magia defensiva, que habría reaccionado al instante para protegerlo del ataque de un mensch o de un sartán, era incapaz de responder al peligro de un congénere patryn. Las runas de su piel permanecieron apagadas, sin ofrecerle protección.
Levantó un brazo para zafarse del ataque mientras, con la otra intentaba activar la magia de la piedra de gobierno. Su fulgor rojo y azul aumentó rápidamente, y la nave se elevó del suelo.
—¡La.... la Puerta de la Muerte! —consiguió balbucear Haplo.
El brusco movimiento de la embarcación desequilibró a Marit y la hizo fallar. La daga hizo un corte en el antebrazo de Haplo, del que manó un reguero de sangre roja y brillante. Sin embargo, el patryn seguía caído en la cubierta en una posición torpe y vulnerable.
Marit recobró el equilibrio enseguida. Con la determinación, eficiencia y concentración de una combatiente bien entrenada, hizo caso omiso del movimiento errático de la nave y se lanzó al ataque una vez más.
Haplo no la miró a ella, sino a algo situado más atras.
—¡Marit! —exclamó—. ¡Cuidado!
La mujer no iba a dejarse engañar con un truco que había aprendido a evitar desde niña. Estaba más preocupada por el maldito perro...
De repente, algo de gran tamaño, con zarpas aguzadas, la atacó por la espalda. Unos dientes pequeños y afilados, cuyo mordisco era como una llama torturadora, se clavaron en su nuca por encima de los tatuajes protectores. Unas alas batieron el aire y le golpearon la cabeza. Marit reconoció a su atacante: un chupasangre. El dolor de su mordisco era un tormento; peor aun, los dientes de la criatura inoculaban un veneno paralizante a sus víctimas para reducirías. En unos momentos, quedaría inmovilizada e impotente para evitar que la criatura le sorbiera la sangre y la vida.
Reprimiendo el pánico, dejó caer la daga. Llevó las manos atrás por encima de la cabeza y agarró el peludo cuerpo de la bestia. El murciélago había clavado sus zarpas profundamente en la carne. Sus dientes mordisqueaban y hurgaban, a la busca de una vena principal. Marit, mareada y con vómitos, notaba el veneno como un fuego que se extendía por su cuerpo.
—¡Quítatelo de encima! —Gritaba Haplo—. ¡Deprisa!
Intentó ayudarla, pero el cabeceo de la nave le dificultaba acercarse.
Marit supo qué debía hacer. Apretando los dientes, agarró al aleteante murciélago con ambas manos y tiró de él con todas sus fuerzas. La criatura se llevó entre las zarpas fragmentos de carne y, con un chillido, le mordió los dedos. Cada mordisco le inyectó una nueva dosis de veneno.
La patryn se quitó de encima al horrible ser y lo arrojó contra la pared con todas las fuerzas que le quedaban. Después, cayó de rodillas. Haplo pasó junto a ella. El perro saltó por encima de su cuerpo. Marit notó la daga bajo la palma de la mano. Sus dedos se cerraron en torno a ella y la deslizó en la manga de la blusa. Con la cabeza baja. Esperó a que pasara el mareo, a recuperar fuerzas...
Escuchó detrás de ella un gruñido y unos golpes; después, la voz de Haplo:
—¡Hugh, detén ese condenado puñal!
—¡No puedo!
El sol que brillaba poco antes por la portilla había desaparecido. Marit observó la vista. Ariano había sido reemplazado por un vertiginoso caleidoscopio de imágenes que se sucedían a gran velocidad. Un mundo de jungla verde, un mundo de agua azul, un mundo de fuego rojo, un mundo de crepúsculo, un mundo de terrible oscuridad y una radiante luz blanca.
Los golpes cesaron. La patryn escuchó la respiración pesada y trabajosa de los dos hombres y los jadeos del perro.
Las imágenes se repitieron como torbellinos de color para su mente confusa: verde, azul, rojo, gris perla, claros, oscuros... Marit conocía el funcionamiento de la Puerta de la Muerte. Se concentró en el verde.
—Pryan —musitó—. ¡Llévame a Xar!
La nave modificó el rumbo inmediatamente.
Haplo contempló al perro con rostro inexpresivo. El animal estaba observando atentamente la cubierta. Con un gruñido, preguntándose dónde había ido a parar su presa, empezó a rascar con sus patas el casco de madera de la nave, cubierto de runas; quizás el murciélago había conseguido, de algún modo, colarse en algún resquicio.
El patryn sabía que no era así. Volvió la mirada en otra dirección.
Hugh sostenía el arma, un tosco puñal de hierro, en sus manos. Pálido y perturbado, lo dejó caer.
—Si estuviéramos en tierra firme, enterraría ese maldito objeto en un hoyo muy profundo. —Miró por la portilla con expresión sombría e inquirió— ¿Dónde estamos?
—En la Puerta de la Muerte —respondió Haplo. Preocupado, hincó la rodilla juntó a Marit—: ¿Cómo estás?
La mujer temblaba intensa, casi convulsivamente.
Haplo le cogió las manos. Con gesto de irritación, ella las retiró y se apartó de él.
—¡Déjame en paz!
—Tienes fiebre. Puedo ayudarte a... —empezó a decir, al tiempo que empezaba a apartar el sedoso flequillo castaño que cubría la frente e Marit.
Ella titubeó. Algo en su interior la impulsaba a revelarle la verdad, pues sabía que le dolería más incluso que la herida de la daga. Pero Xar la había prevenido que no revelara el poder secreto que ella gozaba, el vínculo que la unía a él.
Marit rechazó de un manotazo la ayuda de Haplo.
—¡Traidor! ¡No me toques!
—No soy ningún traidor. —Haplo bajó la mano.
Marit le dedicó una sonrisa torva.
—Nuestro señor sabe lo de Bane. La serpiente dragón se lo ha dicho.
—¡La serpiente dragón! —A Haplo le centellearon los ojos—. ¿Cuál de ellas? ¿Esa que se hace llamar Sang-drax?
—¿Qué importa cómo se haga llamar esa criatura? La serpiente dragón le ha hablado a nuestro señor acerca de la Tumpa-chumpa y de Ariano. Le ha contado cómo trajiste la paz a ese mundo, cuando tenías órdenes de provocar la guerra. ¡Y todo por tu propia gloria!
—¡No! —Rugió Haplo—. ¡Miente!
Marit rechazó sus protestas con un gesto impaciente de su mano.
—Yo misma oí lo que decían los mensch, allá en Ariano. Escuché lo que conversaban tus amigos mensch. —Con una agria sonrisa en los labios, la mujer dirigió una mirada desdeñosa a Hugh
la Mano—,
Unos amigos mensch dotados con armas sartán... ¡fabricadas por nuestro enemigo para nuestra destrucción! ¡Unas armas que, sin duda, te propones utilizar contra tu propia gente!
El perro, con un gañido, empezó a acercarse a Haplo. Hugh lanzó un silbido y masculló con voz ronca:
—Aquí, muchacho. Quédate aquí, conmigo.
El animal, afligido, miró a su amo. Haplo parecía haberse olvidado de su existencia. Despacio, con las orejas gachas y el rabo entre las patas, el perro volvió junto a Hugh y se echó flojamente a su lado.
—Has traicionado a Xar—insistió Marit—. Tu acción le ha dolido profundamente. Por eso me ha enviado.