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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (22 page)

BOOK: En el Laberinto
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—¿Jarre? —le oyeron decir.

—Es tan tonto —musitó la enana cariñosamente, y se dispuso a partir a la carrera hacia la vanguardia del grupo—. ¿No quieres venir también? —preguntó a Haplo antes de hacerlo. Y añadió, titubeante—: ¿Te encuentras bien?

—Un poco débil, nada más —mintió Haplo sin alterarse—. Olvida el pasado, Jarre. Agarra el futuro con ambas manos. Será bueno, para ti y para los tuyos.

—Lo haré —dijo Jarre con firmeza—. Al fin y al cabo, has sido tú quien nos ha dado ese futuro.

De repente, la enana tuvo la extraña sensación de que no volvería a verlo.

—¡Jarre! —El tono de Limbeck era de creciente preocupación.

—Será mejor que vayas enseguida —le aconsejó Haplo.

—Adiós... —musitó ella, con un dolor lacerante en el pecho. Inclinándose ligeramente, abrazó al perro con tal fuerza que estuvo a punto de asfixiar al animal; después, echó a correr por fin hacia Limbeck mientras reprimía unas lágrimas inesperadas e inexplicables.

Los cambios —incluso los cambios para bien— eran duros. Muy duros, realmente.

La comitiva se detuvo ante una puerta en la que había grabadas más runas sartán de resplandor azulado. Bañado por su suave luminosidad, Limbeck avanzó hasta la puerta y, siguiendo las directrices de Jarre (ella tenía el libro y leía las instrucciones), trazó con sus rechonchos dedos el signo mágico sartán que completaba el círculo de runas en la piedra.

La puerta se abrió.

Se oyó un extraño sonido metálico procedente del interior, que se acercaba a ellos. Elfos y humanos se mantuvieron a distancia, curiosos pero alarmados.

Limbeck, en cambio, avanzó resueltamente. Jarre se apresuró a colocarse a su lado. Triano, el hechicero, siguió a la enana casi pisándole los talones.

La sala en la que entraron estaba brillantemente iluminada por unos globos que colgaban del techo. La luz era tan potente, en comparación con la penumbra de los túneles, que tuvieron que protegerse los ojos unos momentos.

Un hombre totalmente hecho de metal —plata, oro y bronce—salió a su encuentro. Los ojos del hombre de metal eran joyas. Sus movimientos eran rígidos. Todo su cuerpo estaba cubierto de runas sartán.

—Es un autómata—anunció Limbeck, recordando el término que había empleado Bane, y movió la mano presentando al hombre metálico con el mismo orgullo que si lo hubiera construido él mismo.

Asombrado, Triano contempló al autómata y los enormes ojos que cubrían las paredes, cada uno de los cuales observaba atentamente una parte de la gran máquina. El mago, asombrado, recorrió con la mirada los paneles de metal reluciente adornados con cajas de cristal y pequeñas ruedas, palancas y otros objetos fascinantes e incomprensibles.

Ninguna de las palancas, pedales y ruedas se movía. Todo estaba absolutamente quieto, como si la Tumpa-chumpa se hubiera dormido y estuviese esperando a que la luz del sol tocara sus párpados, en cuyo instante despertaría.

—La puerta está abierta. ¿Cuáles son mis instrucciones? —preguntó el hombre de metal.

—¡Habla! —Triano se quedó boquiabierto.

—¡Por supuesto! —Dijo Limbeck con orgullo—. Si no lo hiciera, no nos serviría para mucho.

El enano tragó saliva, excitado, y alargó su temblorosa mano hacia Jarre. Ella la cogió con una de las suyas mientras, con la otra, sostenía el libro. Triano temblaba de expectación.

Uno de los misteríarcas humanos, que había asomado la cabeza por la puerta con aire nervioso, se había descompuesto y lloraba descontroladamente.

—¡Todo perdido! —Balbuceaba, apenas coherente—, ¡Todo perdido durante tantos siglos...!

—Y ahora encontrado —susurró Triano—. Y legado a nosotros. Que los antepasados nos hagan merecedores de ello.

—¿Qué le digo al hombre metálico, querida? —preguntó Limbeck con voz trémula—. Yo... quiero asegurarme de hacerlo bien.

—«Pon la mano en la rueda de la vida y gírala» —Jarre leyó las instrucciones en lenguaje enano.

Triano tradujo las palabras al elfo y al humano para todos los que se apiñaban a la puerta.

—Pon la mano en la rueda de la vida y gírala—ordenó Limbeck al autómata. La voz del enano se quebró al principio, pero enseguida cogió confianza y pronunció las palabras finales con tal potencia que incluso Haplo, a solas y olvidado en el pasadizo, las escuchó perfectamente.

Fijada a una de las paredes metálicas había una gigantesca rueda de oro, cubierta de runas grabadas en él. El autómata, obediente, se desplazó con su chirrido metálico hasta situarse ante ella. Colocó las manos sobre la rueda y, a continuación, volvió el rostro con sus ojos de gemas hacia el enano.

—¿Cuántas veces la hago girar? —inquirió la voz metálica.

—«Una por cada mundo» —dijo Jarre, con tono dubitativo.

—La respuesta es correcta —dijo el hombre de metal—. Y bien, ¿cuántos mundos hay?

Ninguno de los que conocían el libro estaba seguro de la respuesta. No venía en sus páginas. Era como si los sartán hubieran dado por sentado que el número sería de conocimiento común.

Cuando, anteriormente, habían tratado el asunto con Haplo, éste había cerrado los ojos como si estuviera viendo en su mente imágenes en movimiento (como las de la linterna mágica sartán).

—Probad el número siete —les había aconsejado Haplo, pero no había querido explicar cómo había llegado a tal conclusión—, Pero no estoy muy seguro...

—Siete —apuntó Jarre, entre escéptica e impotente.

—Siete —repitió Limbeck.

—Siete mundos... —murmuró Triano—. ¿Es posible tal cosa?

Al parecer, lo era, pues el autómata asintió y, levantando las manos, asió la rueda y le dio un vigoroso tirón.

La rueda se estremeció; sus engranajes chirriaron debido a la prolongada inactividad, pero se movió.

El hombre metálico empezó a hablar, pronunciando una palabra cada vuelta que daba a la rueda. Nadie entendió lo que decía, excepto Haplo.

—El primer mundo, el Vórtice —dijo el autómata en sartán.

La rueda giró con un chirrido quejumbroso.

—El Vórtice —repitió Haplo—. Me pregunto qué...

Sus reflexiones fueron interrumpidas en seco.

—El Laberinto —anunció el autómata.

La rueda giró de nuevo.

—El Nexo —prosiguió el hombre de metal.

—El Laberinto; luego, el Nexo. —Haplo reflexionó sobre lo que estaba escuchando. Tranquilizó al perro, que había roto en aullidos quejumbrosos (el chirriar de la rueda taladraba sus sensibles oídos) —. Los dos por este orden. Quizás esto significa que el Vórtice está en...

—Ariano —dijo el hombre de metal.

—¡Eh, ése es el nuestro! —exclamó Jarre con regocijo, reconociendo el término sartán para denominar su mundo.

—Pryan. Abarrach. Chelestra. —A cada nombre de la lista, el hombre metálico dio otra vuelta a la rueda. Cuando llegó al último nombre, se detuvo.

—¿Y ahora, qué? —inquirió Triano.

—«El fuego del cielo prenderá la vida» —leyó jarre.

—Me temo que nunca hemos tenido una idea muy clara de a qué se refiere esta parte —musitó Limbeck en tono de disculpa.

—¡Mirad! —exclamó Triano, señalando uno de los ojos de cristal que observaban el mundo.

Terribles nubes de tormenta, más oscuras y amenazadoras que cualquiera que se hubiera visto hasta entonces en Drevlin, se arremolinaban en el cielo sobre el continente. La tierra se volvió negra como la brea. La propia sala en la que estaban, tan iluminada, pareció oscurecerse un poco pese a que estaban a mucha profundidad bajo el suelo.

—¡Por todas las cavernas! —balbuceó Limbeck con los ojos como platos. Incluso sin las gafas, podía ver las nubes hirvientes que giraban sobre su tierra.

—¿Qué hemos hecho? —murmuró Jarre, apretándose contra Limbeck.

—¡Nuestras naves...! —Exclamaron elfos y humanos—. Eso destrozará nuestras naves. Nos quedaremos inmovilizados aquí...

Un relámpago zigzagueante surgió de las nubes y descargó en una de las manos metálicas de los Levarriba. Unos arcos de fuego rodearon la mano y descendieron, centelleando, por el brazo metálico. El brazo se agitó. Simultáneamente, cientos de relámpagos más llovieron del cielo y alcanzaron cientos de manos y brazos metálicos a lo largo y ancho de Drevlin. Los ojos de cristal de la sala se concentraron en cada uno de ellos. Los mensch pasaron la vista de un ojo al siguiente con aterrorizado asombro.

—«¡El cielo está ardiendo!» —anunció Triano de improviso.

Y, en aquel preciso instante, toda la maquinaria de la sala cobró vida. La rueda de la pared empezó a girar por sí sola. En los ojos de cristal, las imágenes comenzaron a parpadear y moverse, volviéndose hacia diferentes partes de la gran máquina. Las flechas guardadas en las cajas de cristal fueron ascendiendo poco a poco.

Por todo el continente de Drevlin, la Tumpa-chumpa volvía a la vida.

De inmediato, el hombre de metal dejó la gran rueda y se encaminó hacia las palancas y las ruedas pequeñas. Los mensch se apartaron de su camino a toda prisa, pues el autómata no permitía que nada lo detuviera.

—¡Mira! ¡Oh, Limbeck, fíjate! —Jarre estaba sollozando sin darse cuenta.

Las ruedas giratorias empezaban a girar, los lectrozumbadores zumbaban de nuevo, las flechas se movían y las centellas rodantes centelleaban. Las zarpas excavadoras herían el suelo furiosamente, los engranajes funcionaban y las poleas levantaban sus pesos. Las lámparas se encendieron de nuevo a lo largo y ancho de la enorme máquina; los fuelles aspiraron grandes bocanadas de aire para expulsarlas luego con un gran silbido, y una corriente de aire cálido se extendió nuevamente por la red de túneles.

Se pudo ver a los enanos saliendo de sus hogares en tropel, abrazándose entre ellos y abrazando a la parte de la máquina que cada cual podía abrazar cómodamente. Los capítaces de truno aparecieron entre ellos y empezaron de inmediato a dar órdenes, que era lo que se suponía que hacía un capítaz de truno, de modo que nadie protestó. Todos los enanos volvieron al trabajo como habían hecho anteriormente.

El hombre de metal también seguía trabajando, y los mensch ocupándose de apartarse de su camino. Nadie tenía idea de qué estaba haciendo. De pronto, Limbeck señaló uno de los ojos de cristal.

—¡Los Levarriba!

Las nubes de tormenta giraban en un remolino en torno al círculo de los nueve brazos enormes, formando un agujero a través del cual el sol brillaba sobre un surtidor que había dejado de funcionar.

En la antigüedad, el surtidor había conducido el agua recogida del Torbellino a una tubería que descendía de Aristagón. Los elfos se habían hecho con el control de la tubería y del agua, imprescindible para la vida. Lo cual provocó la primera de muchas guerras. Pero, cuando la Tumpa-chumpa había dejado de funcionar, el surtidor también había dejado de hacerlo... para todos.

¿Volvería a funcionar ahora?

—Según esto —apuntó, sin levantar la vista del libro—, parte del agua recogida de la tormenta será calentada hasta convertirla en vapor y agua caliente; entonces, ese vapor y esa agua caliente saldrán disparados hacia el cielo...

Lentamente, las nueve manos unidas a los nueve brazos se irguieron en el aire. Todas las manos se abrieron y volvieron la palma hacia el sol. Entonces, cada mano pareció coger algo, una especie de cuerda invisible atada a una cometa invisible» e inició el gesto de tirar de la cuerda y recoger la cometa.

Arriba, en el Reino Medio y en el Superior, los continentes se estremecieron, se desplazaron y empezaron lentamente a modificar su posición.

Y, de pronto, un chorro de agua espumeante surgió del surtidor y se alzó más y más, envuelto en nubes de vapor de agua que lo ocultaban a la vista.

—Está empezando —dijo Triano en un susurro reverente.

CAPÍTULO 15

ISLAS VOLKARAN

ARIANO

De pie en el exterior del pabellón real, Stephen contempló el campo donde se había librado la batalla de Siete Campos. El monarca aguardaba con expectación lo que muchos en su reino creían que sería el fin del mundo. Su esposa, la reina Ana, se encontraba a su lado sosteniendo entre los brazos a su hija recién nacida.

—Esta vez he notado algo —dijo Stephen, mirando fijamente el suelo bajo sus pies.

—¿Por qué insistes en eso? —replicó Ana con fingida exasperación—. Yo no he notado nada.

El monarca refunfuñó, pero no respondió. Los dos habían decidido poner término a sus constantes disputas (las cuales, de todos modos, eran una comedía entre la pareja desde hacía tiempo). Ahora, Stephen y Ana habían proclamado públicamente su mutuo amor. Durante aquellas primeras semanas tras la firma del tratado de paz con los elfos, había sido muy curioso y divertido observar la reacción desconcertada de las diversas facciones que creían estar consiguiendo sus propósitos de enfrentar al rey con la reina.

Unos cuantos barones trataban todavía de provocar agitación y lo estaban consiguiendo, en gran parte porque la mayoría de los humanos desconfiaba todavía de los elfos y tenía grandes reservas respecto a la paz entre las razas. Stephen guardaba silencio y esperaba su oportunidad. Tenía el buen juicio suficiente como para saber que el odio era una mala hierba que no se agostaría por el mero hecho de que la iluminara el sol. Sería precisa mucha paciencia para arrancarla. Con suerte y dedicación, su hijita llegaría a verla extinguirse. En cambio, era muy probable que él no alcanzara a vivirlo, pensó el monarca.

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