Pese a ello, el ojo penetrante del Anciano captó un palpito de emoción, aunque no la que él esperaba. Cuando la puerta que ofrecía la vida en lugar de la muerte se había abierto para Hugh
la Mano,
éste había parecido, por un instante, decepcionado.
—¿Ciang me recibirá en este instante? —inquirió el recién llegado con voz ronca y grave, al tiempo que levantaba la mano con la palma al frente para mostrar las cicatrices que la cruzaban. El gesto formaba parte del ritual.
El Anciano contempló las cicatrices detenidamente, aunque conocía a aquel hombre desde hacía más años de los que podía recordar. El examen también era parte de la ceremonia.
—En efecto, señor. Haced el favor de subir. ¿Puedo decir, señor —añadió el Anciano con voz temblorosa—, que me alegro mucho de veros en tan excelente estado?
La expresión torva y sombría de Hugh se relajó. Su mano surcada de cicatrices se posó en el brazo del viejo, de huesos frágiles como los de un pájaro, en gesto de reconocimiento. Después, apretó los dientes, dejó al Anciano y emprendió la larga ascensión de los innumerables peldaños que conducían a los aposentos privados de Ciang.
El Anciano lo siguió con la mirada. Hugh
la Mano
siempre había sido un individuo extraño. Y quizás eran ciertos los rumores que corrían acerca de él. Eso explicaría muchas cosas. Consciente de que muy probablemente no lo averiguaría nunca, el Anciano meneó la cabeza y volvió a su puesto de guardia junto a la puerta.
Hugh subió lentamente la escalera sin mirar a izquierda ni a derecha. De todos modos, no vería a nadie, y nadie lo vería a él. Era una de las reglas de la fortaleza. Una vez en su interior, ya no tenía prisa. Tan seguro había estado de su muerte a manos del arquero que no había dedicado muchas reflexiones a lo que haría si sobrevivía. Mientras avanzaba, dando nerviosos tirones de una de las trenzas de la barba que cubría su sobresaliente barbilla, pensó en qué contar a la elfo y urdió varias explicaciones. Fue en vano; finalmente, se dio por vencido. Con Ciang sólo cabía una solución: decir la verdad.
Lo más probable era que ya la supiera.
Recorrió el pasadizo vacío y silencioso, forrado de paneles de una madera oscura, muy pulimentada y sumamente exótica. Al fondo, la puerta de Ciang estaba abierta.
Hugh se detuvo en el umbral y observó el interior. Esperaba encontraría sentada tras su escritorio, tras aquella mesa marcada con la sangre de incontables iniciados en el Gremio, pero Ciang estaba de pie ante una de las ventanas de forma de rombo, contemplando las tierras vírgenes de la isla de Skurvash.
Desde aquella ventana podía observar todo lo que merecía la pena: la próspera ciudad —refugio de contrabandistas— que se extendía a lo largo de la costa; el bosque fragoso de los quebradizos árboles hargast que separaba la ciudad de la fortaleza; el único sendero que conducía de una a otra (hasta un perro que apareciese en el estrecho camino sería descubierto por los vigías de la Hermandad) y, al fondo, encima y debajo, el cielo en el cual flotaba la isla de Skurvash.
Hugh cerró el puño; tenía la garganta tan seca que, por un instante, no pudo ni siquiera anunciarse. El corazón se le aceleró.
La elfa era muy vieja; muchos la consideraban la persona viva más longeva de Ariano. Menuda y frágil, Hugh habría podido estrujarla con una de sus poderosas manos. Ciang vestía las ropas sedosas de brillantes colores que tanto gustan a los elfos e, incluso a su edad, seguía conservando su gracia y delicadeza, así como un asomo de la belleza por la que había sido famosa en otro tiempo. Su cabeza calva, un cráneo de formas exquisitas y de piel fina e inmaculada, formaba un interesante contraste con las arrugas de su rostro.
La ausencia de cabello hacía que sus ojos almendrados parecieran más grandes y brillantes y, cuando se dio la vuelta —no a causa de algún ruido, sino precisamente por la ausencia de éstos—, la penetrante mirada de aquellos ojos oscuros fue la flecha que, hasta aquel momento, no se había alojado en el pecho de Hugh.
—Te arriesgas mucho con tu regreso, Hugh —murmuró Ciang.
—No tanto como pudieras pensar, Ciang—replicó él.
Su respuesta no era sarcástica ni impertinente. La ofreció con voz grave, en un tono apagado y abatido. La flecha del arquero, al parecer, lo habría privado ya de muy poco.
—¿Has venido hasta aquí con la esperanza de morir? —Ciang puso una mueca de desagrado. La elfa despreciaba a los cobardes. No se había movido de la ventana ni había invitado a Hugh a entrar en la estancia y tomar asiento, lo cual era mala señal. En el ritual de la Hermandad, aquello significaba que ella también lo repudiaba. No obstante, Hugh gozaba del rango de «mano», inmediatamente inferior al de ella, «brazo», que era el grado máximo en la Hermandad. Por eso, Ciang le concedería el favor de escuchar sus explicaciones antes de dictar sentencia.
—No me habría desagradado que la flecha encontrara su objetivo —dijo Hugh con expresión sombría—. Pero no, no he venido aquí en busca de la muerte. Tengo un contrato —acompañó sus palabras de una mueca—. He venido en busca de ayuda y consejo.
—El contrato de los kenkari. —Ciang entrecerró los ojos.
Pese a todo lo que conocía de Ciang, a Hugh lo sorprendió que tuviera noticia de aquello. El encuentro con los kenkari, la secta de elfos que tenía a su cuidado las almas de los elfos muertos, había estado envuelto en el secreto. Así pues, Ciang tenía espías incluso entre aquella piadosa secta.
—No, no es con los kenkari —explicó, frunciendo el entrecejo—. Aunque son ellos quienes me obligan a cumplirlo.
—¿Te obligan a cumplir un contrato...? ¿Un compromiso sagrado? ¿Pretendes decirme, Hugh
la Mano,
que no lo habrías llevado a cabo si los kenkari no te forzaran a ello?
Ahora, Ciang estaba realmente irritada. Dos círculos carmesíes aparecieron en sus mejillas arrugadas, que se sostenían sobre el cuello enjuto y acartonado. Su mano se extendió hacia adelante como una zarpa, señalando a Hugh con un dedo esquelético en un gesto acusador.
—Así pues, los rumores que nos han llegado eran ciertos. Has perdido el ánimo... —La elfa empezó a volverse, empezó a darle la espalda. Una vez que lo hiciera, Hugh era hombre muerto. Peor que muerto, pues sin la ayuda de Ciang no podría cumplir el contrato y, por tanto, quedaría deshonrado.
Hugh decidió saltarse las reglas. Penetró en la estancia sin haber sido invitado a hacerlo y cruzó el suelo alfombrado hasta el escritorio de Ciang. Encima de éste había una caja de madera con incrustaciones de gemas rutilantes, y Hugh levantó la tapa.
Ciang se detuvo y miró tras ella. Su expresión se endureció. El hombre había quebrantado su ley no escrita y, si su decisión final era desfavorable, Hugh recibiría por ello un castigo mucho más severo. De todos modos, a Ciang le gustaban los movimientos atrevidos y aquél era, ciertamente, uno de los más osados que nadie había llevado a cabo ante su presencia. Por eso, esperó a ver qué sucedía.
Hugh hurgó en la caja y extrajo de ella una afilada daga cuya empuñadura dorada reproducía la forma de una mano con la palma abierta, los dedos juntos y extendidos y el pulgar separado, formando la cruz. Empuñando la daga ceremonial, Hugh avanzó hasta colocarse ante Ciang.
Ella lo miró fríamente, con distante curiosidad, sin la menor alarma.
—¿Qué es esto?
Hugh se arrodilló y alzó la daga, ofreciéndole la empuñadura y dirigiendo la punta del arma a su propio pecho.
Ciang la aceptó y su mano se cerró en torno a la empuñadura con gesto amoroso y experto. Hugh se abrió el cuello de la camisa, dejando a la vista el gaznate.
—Húndela aquí, Ciang —dijo con voz áspera y gélida—. En la garganta.
No la miró. Sus ojos estaban vueltos hacia la ventana, hacia el atardecer. Los Señores de la Noche ya extendían sus capas sobre Solaris; las sombras de la noche comenzaban a extenderse sobre Skurvash.
Ciang sostuvo la daga en su diestra y, extendiendo la zurda, agarró con ella las retorcidas guedejas de la barba de Hugh, tiró de ellas para obligarlo a volver el rostro hacia ella... y para tenerlo mejor colocado si decidía rebanarle el cuello.
—No has hecho nada para merecer tal honor, Hugh
la Mano
—declaró fríamente—. ¿Por qué pides morir a mis manos?
—Quiero volver —dijo él con voz monocorde y apagada.
Ciang rara vez dejaba ver sus emociones pero la declaración de Hugh, realizada con tal calma y simplicidad, la tomó por sorpresa. Soltó su barba, retrocedió un paso y clavó su penetrante mirada en los oscuros ojos del hombre. No vio en ellos ningún destello de locura; sólo un profundo vacío, como si se asomara a un pozo seco.
Hugh agarró el chaleco de piel que llevaba puesto y lo abrió a tirones. Luego, rasgó de arriba abajo el escote de la camisa.
—Mira mi pecho. Fíjate bien. La marca es difícil de distinguir.
Era un hombre de piel morena y tenía el pecho cubierto de un vello negro, espeso y rizado, que ya empezaba a volverse canoso.
—Aquí —dijo, y guío la mano de la elfa, que no ofreció resistencia, hacia la zona situada sobre el corazón.
Ella observó con detenimiento, pasando los dedos entre el vello. Su tacto era como el de las garras de un ave que le rascaran la piel. Hugh se estremeció y notó que se le ponía carne de gallina.
Ciang hizo una profunda inspiración, apartó la mano y miró al hombre hincado ante ella con una asombrada perplejidad que poco a poco se transformó en comprensión.
—¡La magia de las runas! —jadeó.
Con la cabeza gacha en gesto de derrota, Hugh se derrumbó hasta apoyar las nalgas en los talones. Se llevó una mano al pecho para sujetar convulsivamente la camisa y juntar de nuevo las dos mitades desgarradas. El otro puño se cerró con fuerza. Con los hombros hundidos, clavó la vista en el suelo sin verlo.
Ciang lo contempló, plantada ante él, con la daga balanceándose todavía en su mano pero ya olvidada. La elfa no había conocido el miedo en mucho, muchísimo tiempo. Tanto, que ni siquiera se acordaba ya de la última vez. Y, en esa ocasión, el miedo no había sido como lo experimentaba ahora: como un gusano que se arrastraba por sus entrañas.
El mundo estaba cambiando. Atravesaba un proceso de cambios drásticos. Ciang lo sabía, y no temía los cambios. Había investigado el futuro y estaba dispuesta a afrontarlo. Y, según cambiara el mundo, también lo haría la Hermandad. Ahora habría paz entre las razas: humanos, elfos y enanos vivirían juntos en armonía. El fin de la guerra y de la rebelión sería un golpe para la organización, al principio; la paz podía significar que elfos y humanos se imaginaran lo bastante fuertes como para atacar a la Hermandad. Sin embargo, Ciang tenía muchas dudas sobre esto último. Eran demasiados los barones humanos y los señores elfos que le debían a la Hermandad incontables favores.
Ciang no temía la paz. La auténtica pacificación sólo se conseguiría cuando se hubiera cortado la cabeza y arrancado el corazón al último elfo, humano y enano. Mientras hubiera vida, existirían los celos, la codicia, el odio, la lujuria,.. y, mientras hubiese cabezas que pensaran y corazones que sintieran, la Hermandad seguiría actuando.
No, Ciang
el Brazo
no temía el futuro en un mundo en el cual todas las cosas seguían igual. Esto, en cambio... ¡esto perturbaba el equilibrio! ¡Esto inclinaba la balanza! Tenía que encargarse de ello enseguida, si era posible. Por primera vez en su vida, Ciang dudó de sí misma. Y ésta era la raíz del miedo.
Contempló la daga y la dejó caer al suelo.
Posó sus manos en las mejillas hundidas y macilentas de Hugh y alzó su rostro, esta vez con suavidad.
—Mi pobre muchacho —le susurró dulcemente—. Mi pobre muchacho...
Los ojos del hombre se nublaron de lágrimas. Su cuerpo se estremeció. Hugh no había dormido ni comido desde hacía tanto tiempo que había perdido la necesidad de ambas cosas. Se derrumbó en las manos de la mujer como fruta podrida.
—Debes decírmelo todo —murmuró ella. Ciang estrechó la cabeza del hombre contra su huesudo pecho e insistió con el mismo tono de voz—: Cuéntamelo todo, Hugh. Sólo así podré ayudarte.
Hugh cerró los párpados con fuerza, tratando de contener las lágrimas, pero estaba demasiado débil. Con un sollozo que encogía el ánimo, se cubrió el rostro con las manos.
Ciang lo abrazó, acunándolo.
—Cuéntamelo todo...
FORTALEZA DE LA HERMANDAD,
SKURVASH,
ARIANO
—No estoy para nadie esta noche —anunció Ciang al Anciano cuando éste subió hasta sus aposentos con un mensaje de otro miembro de la Hermandad que pedía audiencia.
El Anciano asintió y cerró la puerta al salir, dejando a los dos a solas. Hugh había recobrado el aplomo. Varios vasos de vino y una cena caliente, que devoró de la fuente depositada sobre el escritorio manchado de sangre, le devolvieron las fuerzas físicas y también, en cierto grado, las mentales. Estaba lo bastante recuperado como para recordar su crisis con desazón y sonrojarse cada vez que pensaba en ello. Ciang movió la cabeza ante las disculpas que le oía balbucear.
—No es una trivialidad, habérselas con un dios —comentó la elfa.
—Un dios... —Hugh sonrió con amargura—, Alfred, un dios...
Había caído la noche; las velas estaban encendidas.
—Cuéntame —repitió Ciang.
Hugh empezó por el principio. Le habló de Bane, el niño cambiado en la cuna, del malvado hechicero, Sinistrad, y de cómo lo habían contratado para matar al chiquillo pero había caído bajo el embrujo del pequeño. Le contó a Ciang cómo había caído también bajo el hechizo de la madre del pequeño, Iridal; no bajo un hechizo mágico, sino de simple y llano amor. Le contó, sin ningún recato, cómo había incumplido el contrato de matar al niño por amor a Iridal y sus planes para sacrificar su propia vida por salvar la del hijo de la mujer.